lunes, 19 de noviembre de 2012

Gato (Recuperado)

Es de estatura media (un metro setenta probablemente) y su pelo es castaño oscuro. Eso es lo más objetivo que puedo ser, el resto, queda a libre arbitrio de la canción con la cuál escribo esta suerte de descripción, o a la interminable subjetividad con la que he visto siempre lo que a continuación, intentaré contar.
If i were a Bell: Es así como se llama la canción de Miles Davis que escucho ahora. Una mezcla dulzona y alegre, que me retrae a una fotografía de ella, donde aparece su rostro muy cerca de una flor, y abajo (la fotografía está tomada desde arriba, con la impericia habitual del fotógrafo enamorado que sólo sabe de cielo y árboles) más flores, decenas de flores blancas tapizando, lo que es pasto y lo que es tierra, pero que en este contexto (el contexto proustiano de un Campo Elíseo en Santiago) deja entrever que en nuestra gris capital, flores hay de sobra, y por lo tanto, lo que nos falta es encontrarlas. Yo encontré mi flor hace unos tres años, y a riesgo de caer en cursilerías desmesuradas, puedo afirmar, que de ella no me podré olvidar nunca.
Su nombre es Patricia, pero ella odia que la llamen así, por el contrario prefiere ese exquisito diminutivo que resuma ternura: Paty. A Paty no le gustan que le digan Patricia, porque eso le recuerda disgustos, reprobaciones y el ceño fruncido que alguna vez tuvo su madre o alguna de sus tías mientras la retaban, porque estaba arriba de un árbol mirando pasear cabezas y voces bajo el árbol de los limones.
Paty es una flor (si vieran la imagen que veo, me concederían al menos, un ademán de comprensión, cuando no, de aprobación) y como toda flor, una flor a medio camino entre Viña del mar (claro, la ciudad jardín o the garden city como dicen los turistas o chilenos que atraen afablemente a turistas hacia e ese reloj de flores, causa de innumerables alergias) y Santiago, maneja los códigos de la capital y los de esa pequeña ciudad que aun conserva resabios coloniales, o al menos, aristócratas. Ella es sumamente alegre y aunque parezca lo contrario, tiene el mejor sentido del humor que yo –que poco y nada sé de esto- he visto en una mujer. Es rápida de mente claro, pero este, que es un rasgo admirable, se diluye entre otros rasgos más propios, mucho más propios. Hablo por ejemplo de sus ojos, que si me hicieran describirlos al pie de la letra, se darían cuenta que causan afectación y provocan alucinaciones, e incluso obsesiones poco habituales en quien escribe algo en pleno siglo XXI. Sus ojos son dos ventanas abiertas. Dos cristales. Son tremendamente transparentes, y quienes la conocen saben, que a través de ellos, se pude sentir lo que ella siente. Paro en este punto y adjunto lo siguiente:
Te miro y me vienen esas ganas de desprenderme de mi cuerpo y elevarme, un poco, quizás lo suficiente para proyectarme en esa posición que ya me he proyectado antes, pero con una cámara y contigo al frente. Pero ahora me gustaría ponerme sobre mi y cotejar, lo que mi cabeza, con sus problemas, con su déficit atencional (aunque sé, porque asi me lo has dicho, que ese término ya es, como tantos otros, anacrónico) presiente, esto es, que te miro y repito este gesto a una velocidad indeterminable, porque quien mira bajo mi lente, necesita mirarte del mismo modo que necesita escuchar al menos una canción al día. Y ese personaje que te observa, complacido y descolocado, ha cometido el error más grande de su vida, intentando jugar consigo mismo y contigo, y como siempre, ha perdido, más de la cuenta esta ves y ello explica el color de su mirada, una mirada triste, nostálgica, como si en vez de mirarte en eso que llaman el aquí y ahora, te estuviese viendo desde una posición futura –y que por lo tanto sólo ve pasado- , claro, y ese hombre que soy yo, pero que a la vez puede ver a través de este ensayo teatral del desprendimiento humano, me lleva a la conclusión de que, él te ve y quisiera retroceder el tiempo para tener más tiempo. Quiero decir, repetir algunas claves y rutinas que en otro tiempo dieron resultado, no un resultado matemático ni satisfactorio desde un punto de vista mecanicista, sino un resultado que es un producto tangible, una espesura, un olor en el aire, una satisfacción inabarcable. Hablo de tenerte a mi lado y ya no mirar más tus ojos como si viera pasado, sino simplemente cerrar los ojos y darme el gusto de sentir como tu vientre sube y baja conforme vas respirando, y como esa respiración tuya, dulce y pasiva, va construyendo un sueño que es mi sueño, pero que también en una buena época fue tu sueño. Entonces, mi lente que me ve a mi mismo mirarte, fotografía todo lo que le es posible fotografiar, y en este caso me inclino a pensar como los primeros fotógrafos, como aquellos que creían que fotografiar era atrapar el alma y dejarla en un papel por los siglos de los siglos. Y me gustaría que asi fuera. Atrapar mi alma y entregártela para que puedas hacer con ella todo lo que quieras. Finalmente veo que veo, que tus ojos son los más hermosos que he visto. Como dice tu mamá: son los que me gustaría ver en la televisión mientras una mujer delinea sus ojos.
Pero además de sus ojos, Paty tiene una sonrisa que como pocas, llevan más de una sonrisa. A mi me ha pasado que de tanto verla sonreír y reír, o de tanto ver sus gestos, he intentado –inconscientemente para mi defensa- imitarlos, sin embargo, con su sonrisa no hay caso. Intento crear esa impostura, pero la veo nuevamente y suelo sugerirme, que hay cosas que son intransferibles. Probablemente pueda imitar la forma en la que se rasca su nariz o sus ojos, o llegar a controlar mis tonos de voz en función a sus tonos de voz, cuando por ejemplo me pide que la deje o cuando me dice que soy un condenado. Pero su sonrisa no puedo imitarla, aunque seguiré intentándolo. Quizá deba construirme un manual de instrucciones como lo hiciera Cortázar o simplemente capitular. Esto último considerando además, la astronómica distancia con Cortázar.
De todas las características que admiro de Paty, está su ternura, esa forma de ser niña asumiendo un montón de responsabilidades y teniendo que entre otras cosas, familiarizarse una y otra vez con lugares y personas, para luego, desatar el nudo de la cercanía. Sin embargo su ternura es una muestra real e incluso científica, de que cuando se tienen ojos inefablemente bellos y una sonrisa que llenaría el vacío de un teatro entero, es imposible no ser además, la persona más linda del mundo en los términos que la psicología connatural al ser humano (la que aun no se teoriza y la que permanece oculta en las bodegas de la imaginación) ha logrado determinar en casos excepcionales. Es la ternura de una mujer que prepara los desayunos más ricos del mundo, es la ternura de una mamá o de aquella hermana angelical con la que soñamos quienes sabemos que eso es parte del universo literario de Lewis Caroll o de la autora de Harry Potter. Paty tiene esa ternura que es atribuible a distintos fenómenos de la naturaleza humana, y no conforme con eso, sigue siendo cada día más tierna. Soportando por ejemplo a quien escribe, aunque ello implique perder espacios de orgullo.
Frente a esto, lo último que recuerdo, fue un café con leche en un tazón gigantesco. Los grumos al fondo del tazón y la cuchara rondando las bolitas de leche mojada, ante la risa adorable de ella, quien luego me despediría con un nuevo –y antiguo a la vez- beso lleno de esa docilidad con la que todos soñamos cuando somos niños, hombres y viejos. Esencialmente cuando somos hombres y frente a la ausencia de lo que más queremos, sentimos llegar ya, la vejez.

lunes, 12 de noviembre de 2012

La muchacha con el pendiente de perla



No hay forma de entender lo que pasa por los ojos de la muchacha con el pendiente de perla, pintura probablemente realizada durante 1665 por Jan Vermeer. Por más que lo intento no logro dar con el secreto, probablemente no sea nada especial. La mujer mira a Vermeer que con paciencia de holandés (pues en esto hay que ser justos y admitir que si no son los holandeses los más pacientes, tolerantes y respetuosos del devenir humano, entonces quién) e incluso, pienso como última alternativa, que puede que esos ojos hayan sido inventados por el pincel del holandés. Unos ojos hermosos que se superponen a dos agujeros blancos en medio del estudio. Norbert Schneider ajusta sus palabras y escribe : la postura de la muchacha con el exótico turbante, que mira por encima del hombro, soñadora al espectador está orientada en un tipo de retrato que Tiziano había iniciado con su Ariosto. Al menos, el historiador británico nos da pistas señalando que es una mirada soñadora. Y en el sueño, los agujeros están puestos adelante. Nunca tras los ojos.
Pero ¿con qué sueña? ¿qué ve? Pienso inmediatamente en Delft, la ciudad natal de Vermeer y para internarme (como un paciente que se interna en una clínica de rehabilitación) en los ojos de la muchacha, veo la propia pintura de Vermeer sobre Delft. La vista de Delft (1660-1661) muestra un apacible atardecer de nubes blancas y negras, cinco hombres y dos mujeres que miran al puerto y a las embarcaciones. Entiendo que la mirada de la muchacha con el pendiente de perla, pasó por allí, probablemente es en la lejanía, ella la mujer de la pintura que mira hacia el mar y concluyo que los lugares no son más que representaciones de ciertos sentimientos sobre el pensamiento. La geografía del recuerdo arma pavorosamente con el tesón de la nostalgia, los acantilados y breves atardeceres que se filtran en la retina. La costa noble de Holanda que años antes de la mano de Vermeer o de Bleyswyck (Beschrijvinge der Stadt Delft), fuera arrasada por el festín irracional de la Contrareforma, se rearma en los ojos soñadores de la muchacha. Sin embargo, la respuesta a la pregunta inicial está lejos de ser resuelta. Consulto otras obras de Vermeer, busco en los rastrojos que han dejado sus maestros. Leonaert Bramer (1594-1674) o  Carel Fabritius (1622-1654) y de este último me quedo con su Vista de la ciudad de Delft, un poco para completar los territorios que la muchacha ha cruzado y otro tanto para trasladarme lentamente a otro tiempo. El hombre apoyado en un muro (que por su autoretrato de 1654, me parece Fabritius) mantiene una actitud contemplativa; un dedo en el mentón y los ojos al vacío sobre una ciudad desierta. A lo lejos se alza una Iglesia y una hilera de casas pequeñoburguesas. Medito sobre la soledad de Fabritius, sobre Delft y sobre la transparencia en los ojos de la muchacha con pendiente de perla. Es inevitable acuñar la moneda del tiempo o sacar el reloj de arena, evocar a Borges, mirar el pasado como lo que es, desentrañar los signficados ocultos: la memoria que se antoja al futuro. No hay forma de entender lo que pasa por los ojos de la mujer, pero eso es lo de menos, creo; habrá que inventar el pulso del reloj y allí no habrán límites. Como en una novela de Philip K. Dick o en la notable Matadero Cinco de Kurt Vonegut, el tiempo va arrojándose sobre una tela ya no, como una sucesión de acontecimientos hilvanados por lógicas causales, escatológicas y menos mecanicistas. El tiempo en cambio es un mapa completo (horizontal y vertical), una diapositiva del universo en que están todos los tiempos conviviendo en la expresión del hombre que los mira.  En Matadero Cinco un tralfamadoriano asume: Los terrestres son grandes narradores; siempre están explicando por qué determinado acontecimiento ha sido estructurado de tal forma, o cómo puede alcanzarse o evitarse. Yo soy tralfamadoriano y veo el tiempo en su totalidad de la misma forma que usted puede ver un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo el tiempo es todo el tiempo. Algo similar ocurre en Tokio ya no nos quiere, la impresionante, pero impresionante de verdad, novela de Ray Loriga. De todas las frases subrayadas, he escogido una –quizás no la más elocuente, pero sí la que corresponde a la ecuación tiempo-sueño-recuerdo-que resume la totalidad del tiempo y la fuerza demoledora de la memoria en su recreación: Por la tarde un amnésico desesperado ha celebrad su cumpleaños. Le han traído una tarta con cuarenta velas pero el hombre las ha quitado todas hasta dejar sólo una. “No estoy dispuesto a cargar con los años que no recuerdo.” Eso es lo que ha dicho. El tiempo no vive afuera. El tiempo no es lo que es. El tiempo no es cuantificable ni ordenable. Los siglos y las décadas son patrañas. El tiempo es esa  única vela que deberíamos encender para nuestro cumpleaños. El tiempo es siempre el presente y el presente es siempre una cartografía completa que se viaja desde adentro. He pensado eso y mientras afuera veo que el cielo se oscurece, he querido tomar un avión y volar.  Viajar a Paris o a Brujas o a Amsterdam o a Buenos Aires o la provincia del Cuyo (otro tiempo y otro espacio) y sobretodo a Delft (lugar remoto que me recuerda a Detif, ese pueblo escondido en Chiloé al que nunca llegué). En Delft visitaría (visito) a la muchacha del pendiente de perla, cruzo la Iglesia de Nieuwe Kerk,  miro las porcelanas que produce en masa esa ciudad y entablo una conversación en un idioma que no entiendo con Hans Holbein el joven que en realidad ya no es joven ni viejo, sino un muerto que deambula como yo por otro tiempo (este tiempo). Hablamos de libros, me cuenta la importancia que tiene el Elogio de la locura de Rotterdam para occidente y de su labor como copista en las vetustas imprentas de Basilea. Le pregunto si sabe algo de la muchacha del pendiente de perla. Le menciono sus ojos. Se los describo genuinamente, tal como aparecen el cuadro de Vermeer. Le hablo de detalles, hebra a hebra, voy construyendo sus pupilas e incluso me doy la licencia de especular sobre lo que ven (justo lo que quiero averiguar). Comparo la escena con el Matrimonio de los Arnolfini de Van Eyck (1434) y le pregunto sobre la posibilidad de un espejo como el que reflejó lo que ve el matrimonio. Me dice que no sabe nada, que él no ya nació y que ya murió. Me dice que solo conoce a Veermer por los susurros que deja su paso en la tierra de los muertos (todos me dice, adelantamos el camino; dejamos una estela de aire muerto a cada paso) y  dicho esto acomete con su relato. Me cuenta de Myconius el predicador y teólogo que lo mandó a realizar dibujos a pluma sobre la obra de Rotterdam en 1515, también me habla de Lutero y de lo estúpidas que le parecen las guerras religiosas. Pero yo no tengo tiempo y lo dejo hablando solo. Después de todo los muertos nunca estarán solos.
 El tiempo es todo el tiempo, me susurra Vonnegut, mientras yo corro por los callejones de Delft. Entro a la tienda de un orfebre pero no veo a nadie (sé que es orfebre por sus herramientas, por el oro colgando de una mesa como el tiempo en los cuadros de Dalí). Rehuyo a los fantasmas que buscan hablarme, yo corro cada vez más de prisa. Ahora estoy en una taberna, probablemente la más concurrida de la ciudad pero descubro que también está vacía. Todos han huido de Delft, todos han abandonado 1665, menos los muertos que discurren su existencia con voces imposibles de callar.
La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años.  Esto ha influido en el tiempo. Me dice ahora un muerto argentino: Adolfo Bioy Casares. Así es, le contesto. La realidad es todo el tiempo. La realidad son los ojos de la muchacha del pendiente de perla. Entonces imploro por una pista de su paradero. Reconozco ser impaciente y para entrar en confianza le cuento que he leído su más fabuloso libro La invención de Morel. Pero él me dice que su mejor obra no es esa ni tampoco las que escribió con Borges. Los mejores libros –me dice- se escriben con los ojos cerrados de desesperación, como cuando rezamos. Tendré que cerrar los ojos y elaborar alguna plegaria intuyo, pero Bioy Casares sabe lo que pienso (porque los muertos saben todo menos qué es el miedo) y me dice que no hay nada ni a nadie a quien orar. Lo único que debes hacer, me dice, es volcarte en tu desesperación, rebalsarte, derramar ese dolor con los ojos cerrados y sobretodo, hacerlo hablar. Así sabrás qué sueño mira la muchacha del pendiente de perla, y probablemente, seas tú (balbucea estas palabras mientras acomoda un cigarro en su boca) lo que observa. Tú en tu infinita necesidad de descubrirla. Y lo infinito, amigo mío, me dice como para ir cerrando, no es más que todo el tiempo. Todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo.

domingo, 4 de noviembre de 2012

La gruesa piel de los destinos.


Me gusta esta canción y aun más está versión. Hay algo en ella que tiene que ver con la desesperación, con el abismo, con el desierto y con la esperanza. La misma esperanza que choca con las posibilidades de lo real cayendo en picada hacia el precipicio.
El ambiente de su ejecución es el propicio. Hombres y mujeres beben, la guitarra parece desangrase y la voz rompe algo al fondo. Yo diría que es el alma lo que se desgarra.



Aquí en la mitad de los caminos 
Pa´poder atravesar la gruesa piel de los destinos 
La noche inmensa lleno el día 
Sólo yo veo la silueta de las ruinas... Kuervos del Sur

Porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Julio Verne

sábado, 3 de noviembre de 2012

Estrabismo



Me levanto apestado. La casa huele a tabaco y a almendro. Las flores amarillas se desquitan transformándose en pequeñas siluetas muertas sobre el pasto.
Busco la ropa adecuada. Es día de trabajo y debo prescindir de mis jeans medios rotos y mis camisas a cuadros. Busco una camisa y un pantalón decente, y descubro que está todo arrugado. Plancho rápidamente, sé que mientras más demore más es el riesgo de llegar atrasado o simplemente no llegar. Pienso entonces, en qué diría si no llegara. Qué diría al día siguiente. Probablemente que me he perdido, que como Albert Camus me he visto de repente en un país que no es el mío. En una playa donde se produce una balacera y un hombre cae muerto a mis pies. Les diría eso y claro, para completar la sentencia explicaría también que han pensado que era yo –al igual que en la novela de Camus- quién disparo. Pasé un día en la cárcel, por eso no fui a trabajar.

Corro para alcanzar el tren. Temo por mis lentes. Ya perdí unos por culpa de esa frenética marcha al último vagón y no quiero repetir la experiencia. Cada día sin lentes, dijo mi oftalmólogo (todo oficio y toda profesión se traducen en una pertenencia que es fácil de apropiar: mi doctor, mi profesor, mi jardinero, mi gasfiter) es una aproximación al estrabismo. ¿y qué es el estrabismo le pregunto? Entonces me da una explicación que no alcanzo a comprender, le pido que lo haga más fácil, que si es necesario que me grafique en su libreta el caso. Al final, me dice, se trata de perder el control de los ojos. De un momento a otro miras a la derecha pero ellos tienen sus pupilas hacia la izquierda.

Tengo estrabismo. Leo Espolones, los estilos de Nietzsche de Jacques Derrida pero en realidad estoy mirando por la ventana. Veo sitios eriazos, casas que al lado de la línea del tren parecen peajes hacia el infierno, perros famélicos que hurgan la basura en busca de alimento y sobretodo veo, unas industrias que parecen campos de concentración. Quiero seguir leyendo a Derrida, intuyo que algo tiene que decir, sin embargo, me cuesta mucho. Se trata del estrabismo concluyo, porque al final no sé si la frase que leí estaba escrita en el libro o en lo que imagino del libro mientras veo por el vidrio como Santiago se derrumba.

La seducción de la mujer opera a distancia, la distancia es el elemento de su poder. Pero de ese canto, de ese encanto, hay que mantenerse a distancia; hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo, como podría suponerse, para protegerse contra esa fascinación, sino también para experimentarla. Eso escribe Derrida por la página 45 y en secreto anoto la frase en mi libreta. Intento ensayar mi mejor letra. Quiero recordar esa frase y si no escribo bien, podría terminar alterando fatalmente la intención del autor. Lamentablemente he fallado y logrado distorsionar el sentido en la última línea: hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo, como podría suponerse, para protegerse contra esa fascinación, sino también para inventarla.

Llego al colegio. Tengo tres minutos para ir al baño, mojarme la cara, tomar agua, respirar y crearme una sonrisa de la nada. Tocan la campana y me meto en la sala. Debo hablar de la segunda guerra mundial, mencionar el orden y la distancia entre uno y otro acontecimiento, debo hacerles creer que sé realmente de que se trata eso del Desembarco de Normandía o la bandera soviética en el cielo de Berlín. Recuerdo a Hayden White y a su imprescindible Metahistoria y así me siento un poquito menos culpable. Comprendo que la historia es puro cuento (un género literario más con aspiraciones científicas), un museo hablado o escrito que no cesa de revivir con mil máscaras distintas. Los historiadores son como los actores griegos, los hipócritas, que trasladan a los muertos hacia una ceremonia donde se los crema para que el alma descanse en paz. Lamentablemente la historia no descansa en paz y sigue ardiendo, quemando hasta lo indecible.

Todo ha salido bien. Pese a la apatía sincera y a veces desmedida de un par de estudiantes, logro hacerles creer que el Desembarco de Normandía representa el comienzo del fin para Hitler y a su vez, la liberación de esa Francia que en nombre de la libertad cortaba cabezas.

Quedan otras seis horas y no sé qué hacer. Me paseo por la biblioteca, tomo una guitarra, esbozo algunos acordes en el piano, hojeo la historia de la música popular en Chile sin leer nada realmente. Veo algunas ilustraciones, imágenes de los primeros vinilos, fotografías de peñas y bingos en la década del cincuenta. Recuerdo a un tío que participó en ese albur de risas, cigarrillos y alcohol en la bohemia santiaguina. Recuerdo que está muerto y caigo en la cuenta que todo lo que tengo en mis manos también está muerto. Miro atentamente los rostros que aparecen en la fotografía, dos hombres y tres mujeres. Todos flacos excepto una mujer que se asemeja a la tía bonachona que todos tenemos, esa que nos alegra el día a punta de comida.

Pero tengo estrabismo. Al mismo tiempo miro lo que no se ve en la fotografía. Veo colores, veo a un hombre y una mujer en silencio, veo la noche afuera del bar en que los músicos ejecutan sus cumparsitas, veo como en cinco kilómetros a la redonda, no se ve ni un alma, como en ese preciso instante estamos solos, la fotografía y yo completando lo que los ojos miran de reojo.

lunes, 29 de octubre de 2012

No soy yo.




El mundo es mi representación.
El hombre que confiesa esta verdad
sabe claramente que no conoce un sol ni una tierra,
sino tan sólo unos ojos que ven un sol
y una mano que siente el contacto de una tierra.
 Arthur Schopenhauer.


No soy yo el que escribe. Son mis manos y mi boca las que recitan de memoria una historia que nunca existió. No soy yo el que acomoda los símbolos y los sonidos que se guardan en la cajita de los recuerdos. No soy yo el que camina durante horas por una calle que solo recuerdo en sueños, un sueño de ojos rojos, levedad y aroma a café turco. No soy yo el que lee a Borges cuando en sus páginas me encuentro la siguiente frase: “el tiempo está hecho de tiempo”. No soy por tanto, el que concatena la sucesión de silogismos que le siguen. Los sueños están hechos de sueños, el odio está hecho de odio, el amor está hecho de amor, la distancia está hecha de distancia, el espacio está hecho del espacio. No soy ninguno de ellos, ni siquiera sé si soy yo el que piensa este texto donde me niego. Probablemente piensa el que me piensa, las cosas se hayan invertido. En algún punto, la representación me ha devorado, las metáforas o los paisajes que administro con los ojos cerrados me han tragado desde dentro. Como  le ocurrió a Chuang Tzu (369-290 a.C.) quien soñó que era una mariposa y al despertar no sabía si realmente era Tzu el que soñó ser una mariposa o una mariposa quién soñó ser Tzu. No soy yo el que evoca al maestro taoísta, es el maestro o la mariposa quien me menciona desde un punto equidistante a este momento. No soy yo el que escribe, ni tampoco soy yo el que sueña, ni menos seré yo el que perciba las cosas. Desde ahora serán mis predecesores (mis precursores) quienes me irán armando, pedacito a pedacito, hasta volver a poner en mi cabeza, la lucidez o la esperanza si se quiere, de creer que el mundo es lo que nosotros creamos y no, como en este caso (donde ni siquiera estoy consciente) al revés. 


domingo, 28 de octubre de 2012

Lo bonito de escribir



Estoy en el mismo punto infernal, no en un lugar, no en un sitio repleto de minas antipersonales ni bajo una cascada de mercurio ardiendo. Estoy literalmente en el mismo punto, entre una frase que dije y me avergüenzo, y otra que quiero decir y no me sale. No es una coma, ni dos puntos que abren el texto con una expectativa temeraria,  se trata más bien de un  punto final que es en realidad un punto inicial o un guión suspendido en la nada. A eso le llamo, sin pensarlo dos veces, el horror. 

sábado, 27 de octubre de 2012

El cielo sobre Renoir




Las nubes son un montón de pelotas de humo. Me pregunto de dónde vienen porque desde aquí las veo salir de todas partes. Fumo el humo y aspiro nubes. Cuando amanezca pienso, todo será como un algodón en flor, una masa blanca y homogénea que acabará con  todo. El cielo es pesado y temo a que caiga y me aplaste. Temo a que de él surja una mano invisible y se me ponga encima tal como ocurre en la trama de César Aira. De pronto se ve un monstruo cabalgando el cerro, arrasa con todo y viene hacia mi, pero lo espero tranquilo. ¿Qué fue lo primero que supe del cielo? Que era azul, tanto o más que mis ojos de mentira. ¿Qué fue lo segundo qué supe?  Que era inmenso más que mis sueños o los de todos, más que toda una bandada de aves quebrando sus puntos de fuga. ¿Qué fue lo tercero qué supe? Qué se podía inventar, no solo inventarlo a él en sus óleos acuosos, sino a los que ahí viven. Creo que algún momento hablé de Dios o de un desfile de hombres que no eran hombres y mujeres que no eran mujeres. Lo cuarto que supe en realidad lo supuse. Vi en las orlas que dejaban las nubes, dibujos, palabras, frases que escribían fábulas donde el personaje principal era el infinito. Escuché al infinito hablar, no con palabras y tampoco con gestos, lo escuché con ese mutismo automático que se provoca cuando solo se puede hablar del clima o del tiempo. Ahí llené cada espacio con otro silencio, un poco para desatar la complicidad y otro poco para llenar el vacío más tarde cuando la libertad sea como esas nubes que se arman y luego siguen su rumbo hasta que otros las desarmen. Así, hasta el infinito. 

lunes, 22 de octubre de 2012

Los naufragios de Rodas.




"La cabeza es como el cielo. 
Siempre dando vueltas y vueltas dentro. 
Pero muy despacio. 
Cuando piensas va más rápido. Entonces, duele.
Paul  Bowles 


Nada más quisiera retomar lo que mis ancestros dejaron en la playa de Rodas. Medirme pulgada por pulgada con las piernas que encapotan el cielo mientras los barcos se desvanecen en una tierra que cada día me parece más redonda. He viajado tanto. Lo hice   con carga y también junto a una soledad llena de estrellas. Entonces debo confesar:  de esas dos secuencias mudas me he quedado solo con  voces en miniatura, un fraseo quieto como la brisa que cubre el Egeo cuando la guerra acaba con las bibliotecas que futuros hombres contarán con especial nostalgia. Y es evidente que no soy de este tiempo. El ciprés con el que están fabricadas estas embarcaciones yace podrido bajo el mar ardiente de las pesadillas a media noche. Mi intención es modesta y algo exagerada. Simplemente quiero ir y venir, tocar el agua que tus ojos han visto de lejos, recorrer los callejones que han sembrado tus pies, oír las melodías que la flauta macera en las ánforas subterráneas. El hombre con la esperanza puesta en el oro, el metal de los viajeros que depositan sin alardes. Quisiera volver a nacer pero no ahora, insisto, volver a nacer en la playa de Rodas, ese lugar de mentira que han ilustrado con esculturas y palacios de mentira. Solo para inventar otra mentira, allí quiero llegar. ¿Qué inventaría? Pues a ti. Como la poesía de Becker que leí de niño, los ojos verdes de una mujer que pregunta qué es poesía y la respuesta afirmativa que dice: poesía eres tú. Pero fíjate que este Santiago es más bien mezquino y ni siquiera sus nubes acrílicas pueden recrear las costas que escupen a hombres y mujeres hechos de piedra. La razón, no la verdad, no la realidad y menos las orlas doradas de los sueños, es en esta ciudad una piedra dura de roer. De ese modo –y no sin sentir que me convierto en un extranjero, un paria perdido en las palabras de amanecidas- prefiero dejar mi bolso en el suelo, sentarme en cualquier sitio y tomarme la cabeza con ambas manos para retroceder miles de años. He consultado libros, he pasado tardes en la Biblioteca Nacional empecinado en hallar las claves a un acertijo que cuaja en fechas, nombres y lugares que no son de ésta época. Cómo explicarte que se trata de huellas que escritas o no, representan lo que fuimos en vidas que no alcanzamos a recordar. Pienso en el eterno retorno y  sonrío. Busco a mi doble en el siglo III a.C, pero lamentablemente los personajes anónimos son siempre un accidente en la historia. Entonces te busco a ti. Sé que tu luz no tiene tu edad y probablemente en los sueños de filósofos y anacoretas, está la explicación a esto que denomino (por darle un nombre) ausencia de ti. Hasan Al-Basri, Demócrito de Abdera y el romántico Empédocles deben haber soñado con las siluetas de tu luz.
Porque no estás aquí y ese es un accidente temible, un naufragio pienso, una posibilidad que cabe en la perfección del Dios de los cristianos y de los musulmanes por igual. Es por eso, por este afán de viajero del tiempo y de lugares que solo puedo imaginar con una precisión vana, que me urge volver a la playa de Rodas para ver si allí encuentro tus huellas. 

domingo, 21 de octubre de 2012

Caravanas







Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. 
A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, 
de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, 
de habitaciones, de instrumentos, de astros, 
de caballos y de personas. Poco antes de morir, 
descubre que ese paciente laberinto de líneas
 traza la imagen de su cara.   Jorge Luis Borges.

 Cada día llegaba una carta y era esa relación epistolar, la que tenía a Abu Simel en la quiebra. Sus caravanas que hace medio siglo recorrían el Magreb y el Sahara con tesón de hordas guerreras, palidecían bajo el sol de junio. Muchas veces fueron los camellos su comida y sus vísceras la única salvación bajo un sol que era todo el cielo.
Los mensajes eran trasladados por un viejo amigo, un mercader mozárabe que soportó largamente las persecuciones –infundadas por cierto- de Felipe II en su delirio contra los judíos. Alí Ben Samir era  el nombre que le dio su padre Alí Atef Samir en la noche del 831 después de la hégira cuando dos esbirros de  Carlos V Ingresaron por el zaguán de su hogar y mataron a su mujer.  
Samir sabía lo que valía el amor de una mujer.  Conocía las aventuras de Roger de Flor durante la primera Cruzada y de esas historias sacaba conclusiones que le abrían el cielo. Los astros que sus antepasados de Calcedonia miraron como la clave para entender la vida y la muerte, se reflejaban en sus febriles iluminaciones sobre las mujeres a quienes comparaba con cada estrella. Eso fue lo que le dijo a Abu Simel cuando éste le mencionó a Calista y le hablo como si las entrañas se le salieran por la boca, unas entrañas que él definía como mariposas sobrevivientes de los jardines colgantes de Babilonia, mariposas que cruzaban el Mar Negro e iluminaban el color de sus aguas.
Al principio fue complicado. Alí debía sortear diversos obstáculos, las puertas del Califato por ejemplo que se cerraban con especial cuidado desde que Isabel y Fernando cruzaran los bastiones de Granada y descuartizaran a miles de musulmanes bajo el tibio calor de la cruz. Los soldados de Carlos V y luego los de Felipe II eran implacables con los hombres de rostro curtido por el sol de medio oriente. Desconfiaban de sus barbas, sus costumbres, sus atuendos blancos y sus procesiones hacia una Meca a la que nunca llegaban pues el inmenso Mediterráneo hundía sus barcos en las costas de Cártago o en las apestosas rocas de Biblos. Pero lo intentaba cada día. Cada mensaje llevado a destino le devolvía el amor que su padre profesaba a su madre. Generalmente era la noche su única aliada y claro, Adham, su flaco camello que ya contaba con más de veinte años.
Le sorprendía mirar a esa mujer de ojos grandes, esa mujer que Abu definía como una rosa en el desierto, un oasis que se desgranaba como pétalos o arabescos en las mezquitas de su tierra natal. La oscuridad (una oscuridad absoluta y sincera como el centro de una guerra) impedía  ratos contemplar las pupilas de Calista y desde entonces, procuró siempre contar con una antorcha para no perder de vista a esos ojos que siempre negó frente a su amigo.
En qué consistían los mensajes: Básicamente se trataba de poemas en un idioma que Ali no acababa de entender. No era el castellano cristiano que compilara Alfonso el sabio ni tampoco el árabe dromedario con el que contabilizaban las sedas de oriente. Era una rara mezcla de un latín entreverado y ese castellano fatídico que escuchaba en las bocas de los piqueteros isabelinos. Suponía que allí radicaba el secreto de su amigo. Ella era una católica confesa y él un musulmán que paulatinamente se desvanecía en los ojos de su dogma favorito: Calista
Abu prometía controlar todas las rutas en su nombre, le habló de palacios que emergían desde el mar y torres tan altas que los idiomas volvían a emparentarse. El negro abismo que contornea el espacio que he trazado en tu nombre, le escribía a Calista, se hará cada vez más pequeño y de ello me encargaré yo. Le hablaba de los navegantes genoveses y portugueses que conocía y que eventualmente contrataría para descubrir un mundo más grande que el visto por Ciro el Grande. Nada mi vida –sentenciaba casi siempre en sus cartas- nos podrá separar una vez que estas viejas modorras religiosas duerman al fin su sueño eterno.
Calista en tanto, respondía con breves apócrifos, aforismos que buscaba en el Corán –profanando la dicha de su religión- solo para llegar al corazón de su viejo Abu. Consideraba que en ello había una clave que parpadeaba como la luz que dejaban los versos de Aberroes, el tranquilo traductor de Aristóteles. A veces se sentaba a extrañarlo frente a los olivos que maceraban sus criadas bajo un sol que calcinaba sus rostros. Pensaba en cómo sería su vida con él. Un sueño que devela ese desierto que es también otro sueño. Y eran esos espejismos los que se colaban en las faenas nocturnas. Las libaciones de los cautivos, las danzas de sus criadas, el canto de los grillos y el aroma de la tierra remojada en vino. No pensaba en abrir el mundo ni recorrerlo como Abu y por descontado imaginar ampliar las fronteras de la plataforma sagrada. Las tareas de dios, son de dios repetía. Solo quería una vida apacible bajo los setos o mirar eso que algunos comenzaban a comentar: el movimiento de la tierra sobre el sol. Le parecía una chifladura a todas luces, sin embargo por poetizar, era capaz de creer que su dios era el tiempo y la distancia que mediaba entre ella y Abu.
Pero las caravanas siguen derrumbándose sobre la arena que todo lo oculta. Partían decenas y llegaban seis o siete hombres exhaustos que al cabo de meses solo hablaban de monstruos de sal que carcomían sus ojos. Qué lugar común era la locura. Qué habitual era toparse con los hombre de Abu y escucharlos maldecir. Así poco a poco, fue labrando una reputación que lo enclaustró en su palacete cordobés. Se encerraba noche y día a leer a los sabios griegos, a descubrir en ellos el fuego, el agua y el aire del que estaba compuesta la tierra. O Parménides o Heráclito o Anaximandro o el viejo Tales de Mileto. Leía como si de ello dependiera su contacto con Calista (la rosa de sus sueños, su oasis en el abstracto espesor de Aristóteles) y de cada palabra extraía una formula incomprensible, un gesto en el papel, una hendidura que rajaba de lado a lado las partículas que caian de su reloj de arena. A veces cerraba los ojos y se imaginaba tomando un café turco junto a esos lejanos maestros. Les hablaba (cómo no) de Calista y de su larga relación epistolar. Les decía que cada punto, cada letra en el papel que ella confiaba a Ali,  le parecía una contraseña en la búsqueda que ellos (especialmente Parménides) comenzaron. No conozco sus jardines en la esquiva Castilla, ni los olivos en flor que frecuentan las líneas de sus mensajes, pero es como si estuviera ahí, decía. La realidad no es lo que se ve, la realidad confesaba el viejo Abu, es lo que se dibuja en estas cartas. Son estas profecías las que me llevarán a revivir a mis hombres tras la línea del Mediterráneo, enderezar sus huesos, iluminar sus ojos, abrir sus bocas para que la risa deje de ser un artefacto desvencijado. Solo la felicidad de imaginar que la realidad que otros han construido en nombre de dios se desmorona, puede ser mi propia dicha. Cuando eso ocurra, esté vivo o muerto, podré retomar junto a los míos el camino que mi padre dejó inconcluso, salir de este claustro, besar los labios de Calista, organizar las frecuencias de los sueños en su melodía exacta. Que la serpiente abandone su jarra para bailar la noche que tenemos pendiente.
Esa fue la última carta del viejo Abu. Ali nunca pudo entregarla. Antes los turcos tomaron Castilla en una excursión suicida y sorpresiva. Entraron a la casa de Calista y encontraron su cuerpo frío manchado en tinta negra. No se sabe si fue un ataque al corazón o un suicidio bizantino. Sin embargo la última opción se descarta, su fe no se lo hubiese permitido. Se especula en cambio con la teoría escrita en los rollos de Tel-Amari. Sobre el frio desierto se mueven espíritus que mueven el viento y ayudan a caravanas a llegar. No importa a donde, pero a llegar.


sábado, 20 de octubre de 2012

Círculos





Al pasado;  el único cadáver que no se descompone.  


Estoy en el Paseo Ahumada, es veinte de octubre pero por algún motivo no puedo señalar con exactitud el año. Me siento en una banca frente a una cafetería, veo como entran y salen hombrecillos de traje con un diario bajo el brazo. El día está medio nublado, a ratos sale el sol pero la mayoría de las veces corre un viento que hiela los huesos. Estoy quieto, tirado, como si hubiese corrido una maratón en la que llegué último y sin aliento lo que implica que mi vista no es mucho mejor. Solo veo los pasos de la gente, los enfoco mediante un close-up imaginario al que le dedico todo el tiempo del mundo. Veo pasar zapatillas, botas, alpargatas, ruedas, patas de perro, y como no, un par de muletas. Podría estar mirando  los pasos pasar, todo el día. Me pongo los audífonos y busco algo de música. Tengo música norteamericana, bossa nova, rock y por supuesto jazz. No sé muy bien qué quiero escuchar y qué debo escuchar. Me decido por Stan Getz y me obligo a cerrar los ojos para despertar un poco. Sueño que veo pasos.
Siento que alguien sueña por mí. Siento que no soy yo el portador de los movimientos, quien me está soñando toma todas las decisiones incluyendo los pasos en falso. La espalda me pesa y tal como si estuviera en medio de una novela de Joseph Roth, comienzo a ver el mismo paseo Ahumada que soñaba en colores grises (ni siquiera blanco y negro, ni siquiera aparece el brillo del blanco cuando el sol lo golpea de frente). Este es el sueño más feo que puedo tener me digo, pero hasta las palabras no me salen. Es la hora donde todo entra y luego, no encuentra salida. Me voy llenando con palabras, lugares, frases (sobretodo frases) que viajan en círculos dentro de mi sueño (que es el sueño que otro me obliga a soñar) y decididamente busco refugio en otra noche, una de oscuridad y estrellas, una que en si misma se asemeje a un cielo protector o al menos a la manta que nos cobija cuando aun no empezamos a vivir.
Los círculos se traslapan al vinilo que recorre las curvas del pentagrama. El sol da vueltas alrededor de la tierra. El eje da vueltas alrededor de la tierra. Los párpados miran al ojo que se abre momentáneamente solo para mirarte. Y en mi sueño también me escondo, también  impido que veas la tierra y el agua que moldeo en las palabras. Siguen su marcha los pasos independientes del sistema nervioso e irrumpen como salidos de otro sueño, un centenar de hombres vestidos como zombies. Caminan como zombies y en sus ojos hay más muerte que en los míos. Encuentro ocasionalmente el consuelo en esos ojos blancos. No soy el único aquí pienso. Entre muertos podemos entendernos, de modo que le hablo a un hombre que no parece tener ni más ni menos edad que yo (por un momento pienso que soy yo ese zombie, un reflejo aun más palido en el mundo de los espejos) y le pregunto de qué va esa fila interminable de zombies. Me dice que es una marcha a favor de los zombies, un reconocimiento tácito de soberanía sobre el mundo de los vivos. Me habla de Walking Dead, de Resident Evil, de Michael Jackson y algo comienzo a entender. Grandes muertos le digo, pero el parece no entender nada y sigue caminando con teatralidad desproporcionada.
Despierto. Toco el bolsillo de mi chaqueta para comprobar que el dinero sigue allí. Todo está bien. El paseo Ahumada sigue oliendo al vivo desierto que somos todos cuando nos sentamos a solas. La cafetería no da a vasto, de un rato a otro a todos les dio por tomar café, despertar claro, de eso se trata imagino. Me paro y voy hacia allá. Pediré lo de siempre; un expreso grande y unas tostadas con palta. Ahora formo parte de los pasos que vi hace un rato, quien fui me vería pasar y en tanto entre a la cafetería, comenzaría a soñar. Como ferozmente. Las tostadas parecen insípidas y la palta con toda certeza está mezclada con agua. Le digo al garzón que es una estafa y una vergüenza, más lo primero que lo segundo aunque podría ser más lo segundo que lo primero si yo me pusiera cabrón y empezara a vociferar como los viejos abogados que frecuentan ese antro. Dice que me traerá una paila con huevos para compensar y que solo tendré que pagar la diferencia. Me parece un buen trato así que acepto.
El café sin azúcar sabe a neblina y en mi boca queda esa sensación de trasnoche o amanecida que revuelve el estómago, el ánimo decae nuevamente.  Me acuerdo de mis noches desde hace algún tiempo. Me acuerdo de su estructura metálica, de los diamantes que presionan el cielo hacia abajo, de las cuerdas que anclan su casco sobre mis sueños. Los días (los de sol y fotosíntesis) son una mera excusa, un apéndice necesario para conjugar los verbos que viajan al centro de la noche, así que prefiero hundir los ojos en el expreso que sostiene mis noches. Los barcos infiltran su naufragio precipitándose a tierra firme. Y los barcos son mis noches y tierra firme es ese otro planeta al cuál viajan esas frágiles carabelas.
Pago. Salgo del lugar y veo a cincuenta o sesenta hombres vestidos con harapos. Llevan las caras pintadas y sangre artificial sobre sus ropas. Son zombies me digo. Distingo a Michael Jackson y a un personaje de Walking Dead. Pero luego me veo tocando guitarra en una banca frente a mi posición y al lado un personaje increíblemente parecido al de la guitarra fumando con un libro en la mano. Me acerco pero parecen no escucharme. Pienso instintivamente que son sueños o tal vez no, tal vez coincidencias como las de siempre. Me voy, me voy de aquí digo entre dientes, pero por alguna razón los zombies deciden seguirme y termino por escribir todo esto con alguien tocándome el hombro. Cada vez que volteo ya no está.



martes, 16 de octubre de 2012

Una pasión, es una pasión.




Primero: Transcribo estas palabras sin tocar el papel, solo las pienso y las memorizo cuidadosamente para susurrártelas al oído.

Segundo: Son las tres de la mañana con algunos minutos, minutos que se van inmediatamente, que se descuelgan violentamente del santiamén en que los pienso.

Tercero: Estoy en una fiesta. Las luces son bajas y el aire es heladísimo, pero aún así prefiero salir de la casa. Escucho como gente que conozco y desconozco ríe animadamente cuando alguien lanza una broma que no es en doble sentido sino en triple sentido. A mí no me causa gracia la verdad de modo que prefiero hacer como que no he escuchado nada.

Cuarto: En estas circunstancias siempre ocurre lo mismo. Siento que el humo del cigarro es más espeso que las propias caladas que dan al otro extremo sus fumadores compulsivos. Huelo el olor del cigarro mezclado con el aroma del alcohol. El ron, la cerveza y sobretodo el vino con su intensa estela roja. Son esos olores los que me ubican en mi posición solitaria e incómoda, son esos olores los que me hacen recordarte –no sé por qué motivo- y me quitan la voz.

Quinto: No quisiera estar aquí me digo, aunque en honor a la verdad, nunca he estado aquí. Quisiera estar contigo, hablando contigo como de costumbre hasta la madrugada. Quisiera que estos olores que me embriagan fueran reemplazados por el tibio abrazo que imagino ahora, a las tres con cuarenta y cuatro minutos. A veces cierro los ojos haciéndoles creer que se trata del humo y mi insoportable alergia, pero los cierro solo para estar contigo y eso me hace pensar en lo que me he convertido. No dejo de creer que soy un perro romántico y no dejo de asegurar que eso no se cambia, ni ahora ni en diez años más, ni con hipnosis ni terapias en habitaciones blancas. He hablado con mis padres de un modo directo y franco, les he contado lo que ocurre y claro, se han sorprendido, mi madre se ha balanceado sobre mi y me ha abrazado, me ha dicho que ocupe la cabeza que el corazón es como un niño al que hay que educar. Le he respondido que lo sé, pero que hay edades y edades, tiempos que son fértiles y permiten una cosecha relativamente grata (he ocupado metáforas de campo, pinceladas bucólicas para no utilizar las otras que más bien se precipitan al desastre o al apocalipsis) pero yo ya pasé ese tiempo y ya no hay caso, no puedo cambiar. Le recuerdo la escena magnífica del Secreto de sus ojos, esa donde Sandoval le enseña el camino de la verdad a Esposito, la clave para descifrar el caso del asesinato de Liliana Coloto, y es una pura frase la que resume el sentido de esa búsqueda y de la vida: una pasión, es una pasión.

Sexto: Me quedo dormido en un sillón al fondo de la casa. Ya no queda casi nadie, solo un par de parejas recién formadas que intuyo, ya tenían parejas no tan recién formadas. Veo como se besan, como balbucean palabras entre risas, como podrían estar así lo que queda de la noche y al día siguiente hacer como si nunca se hubiesen conocido. Siento asco. Me he despertado mirando mi celular, he sentido la llamada invisible esa de la cual me habló un amigo. Según él, el sistema ha avanzado tanto que se ha encargado de introducirnos una memoria falsa, un virus en la cabeza que a cada tanto siente la vibración del celular en el bolsillo, y es esa necesidad, falsa o no, la que me lleva a mirar los mensajes de mi celular. Imploro para que seas tú, no sé cómo pero deberías ser tú me repito (no tan alto para no interrumpir las parejas que tengo en frente). Y sí, en efecto eres tú. El mensaje es más bien una pregunta y dice: te espero, quiero hablar contigo.
Séptimo: Pienso en el mensaje. Lo miro con lentitud de tortuga, cada letra es parte de un cifrado que he armado en la cabeza pues el mensaje no existe y yo me pregunto cómo, cómo es posible. Lo he visto, he sentido las puntadas correspondientes en el estómago, he despertado como si la habitación estuviera ardiendo, así que lo busco nuevamente, veo un listado terrible de otros mensajes, algunos avisos de deudas, los infaltables concursos que prometen millones, trivias que se asemejan a bromas de mal gusto, pero nada tuyo.

Octavo: Descubro lo obvio. El mensaje lo he inventado tal como en medio del sueño he inventado otros elementos. Los materiales de mis sueños son tuyos. Cada noche he labrado con ellos una escenografía idílica, un campo a veces, una playa cuyas costas son de una longitud extrema y un parque donde hay hombres y mujeres que han quedado congelados en el tiempo. Entonces voy entendiendo de que se trata todo esto. Los olores, los besos de otros, las palabras de mi madre, la escenita de la película. Voy entendiendo créeme, pero no es nada fácil. Nunca lo ha sido. Darse cuenta que todo conduce a ti se traduce a momentos en una pesadilla que cifro como su nombre, un pesado sueño irresoluble. Sé que estás leyendo esto, sé que he prometido decirlo en susurros en tu oído pero es más urgente la necesidad de sobrevivir, la necesidad de seguir haciendo lo mismo día a día, ya sabes, las labores y los trabajos, porque así puedo acostumbrarme un poco a vivir contigo sin estar del todo contigo.

Noveno: No desapareces. Desde hace un tiempo no desapareces. Y a veces es mejor no decir nada, no sé si me explico, a veces es mejor guardar el secreto y que los ojos hablen por si solos.

Décimo: Aunque confieso, no me vendría mal un abrazo justo ahora, a las tres con cincuenta y ocho minutos. 

sábado, 13 de octubre de 2012

Testigo




 Han llamado insistentemente a mi casa. Aló, aló, aló, diez o más veces. Han golpeado con una moneda la reja y los perros del vecino se han puesto a ladrar como si un ejército de fantasmas rasgara el aire. Me he visto en la obligación de salir.
Hola me dice una señora de pelo hirsuto, blanco y hasta la cintura, queríamos preguntarle si tiene un tiempecito para escucharnos. La quedo mirando y sé que a toda costa debo decir que no, pienso en hablarle de los fideos que cocino o de una cita al médico que no puede esperar, pero le digo que sí, no sé porque, pero le digo que sí. ¿conoce a dios? me pregunta y le respondo que sí, que ya tengo religión, que ya estoy consagrado a la noble causa de mi iglesia politeísta, sin embargo, es impaciente y me interrumpe diciéndome que no es de religiones ni de iglesias que quiere hablarme, sino de dios a secas y con mayúscula: DIOS. De eso y de la corrupción. Debería contra argumentar que dios con mayúscula no existe o mencionarle el listado de los ídolos que conforman mi pequeño panteón portátil, mi cajita de herramientas sagradas, un poco por decir algo y a la vez por la necesidad de recordarlos un poco. Claro que no hago ni lo uno ni lo otro y simplemente escucho en silencio y mirando al hombre de enfrente que corta un tronco con una sierra eléctrica. Me habla por lo tanto de dios y de la corrupción, de su permanencia indefinida tanto del creador como de lo creado, de los gobiernos contemporáneos y de los antiguos, menciona cómo no, a Sodoma y Gomorra y desliza una frase sardónica sobre los filisteos. Dice que lamentablemente siempre ha existido la corrupción y para graficarlo mejor, extrae un atalaya de su bolso henchido por la palabra del señor. Lo hojea rápidamente y luego me lo entrega como muestra de agradecimiento a mi paciencia y disposición (si supiera que no puedo decir que no, quizás no me entregaría nada). Veo la fotografía de una mujer hindú conversa, una familia feliz caminando por prados rebosantes en una fauna que es del holoceno o de comienzos del pleistoceno lo que no deja de sorprenderme y recordarme al misticismo borgeano que deambula por tierras parecidas, más áridas tal vez, pero semejantes. Intento decirle que eso me parece ridículo, pero no tengo corazón, veo en sus ojos y en los del niño de terno que la acompaña, una devoción sincera que conmueve hasta la médula mi ateísmo de juguete. Sigo escuchándola con detención, sobretodo porque casi por arte de magia abre su biblia en una página que a cualquiera le hubiese costado trabajo encontrar. Se trata de un Salmo que lee con una voz que no es de este mundo, escucho la palabra humilde, la palabra opresión, la palabra misericordia y la palabra amor y allí si me dan ganas de hablarle, le pregunto sinceramente si ella siente que esas predicciones sobre el fin de los tiempos sea verdadera. Le hablo de la temporalidad y ubicación de esas profecías, hace cuánto tiempo debería haberse acabado el mundo, hace cuanto tiempo el reino de dios debería haber congelado su Olimpo y deslizar su manto sobre, por ejemplo, mi casa. Recuerdo los platos sucios que se empinan sobre la cocina, el tazón de café a medio consumir, la marca de rouge sobre la colilla de cigarro que yace en el suelo. Siento que hay cosas más urgentes, no sé exactamente qué cosas pero si me da un tiempo, le digo, puedo hacer un listado. Quisiera partir hablándole de la cerveza que necesito tomarme, lo que me lleva a establecer lazos mentales con el libro de Paul Bowles que he dejado abierto en la mesa de centro. En qué estarán en el desierto del Sahara ahora, qué será de las caravanas y sus peregrinaciones hacia el agua, cuál será el dios de esos beduinos codiciosos. Le pido que no me hable de la corrupción porque corromper es en esencia romper con lo establecido, establecer un correlato entre el recto camino y su atajo, voltear las mercancías hacia el mar muerto y ver como flotan los libros en su sal. Al final necesito algo de eso (dicho esto me mira con unos ojos que extravían a dios), necesito desviarme de una ruta que damos por escrita pero que en realidad es un borrador entintado a medias. Le pido que me hable del becerro de oro, pero se niega y vuelvo a insistir solo que ahora con Baal y El, los dioses fundadores. Veo como pierde la paciencia y eso que solo he balbuceado dos o tres frases. No quiero ser pedante, mi curiosidad es sincera como la de un niño. Sin embargo, los perros no paran de ladrar y sus voces (algo deben querer aportar) impiden que reine la cordura de modo que lanza una perorata feroz sobre el mal que me lleva a conmemorar la escena en que Gandalf el gris hace lo propio con Bilbo Bolson. Siento que el cielo se oscurece, que la señora en cuestión crece y que de sus ojos salen chispas, hasta el niño me parece un cuchillo que terminará por asesinarme en mi propia casa. Tranquila le digo, al final usted tiene toda la razón, soy yo el que no tiene idea de estos asuntos, mi escatología es modesta y mis números no me ayudan mucho a encontrar a dios. La cábala es un secreto impío replica. Pero yo no hablaba de los judíos, yo hablaba de los números de su biblia solamente, le cuento que siempre me han parecido dígitos que bien combinados pueden resultar ser el número de teléfono de dios, así que voy probando uno por uno, generalmente del uno al diez. Entro en una cabina telefónica y presiono el dos y luego el ocho. Nadie contesta. Vuelvo a intentarlo con el uno y ahora el ocho y lógico: nadie contesta. Se trata de pistas prosigo. Dios nos da pistas, señales como las llaman ustedes y le cuento la historia de un amigo en la universidad quien me aseguraba que no había que llamar porque era dios quien se encargaba de eso, que los hombres solo debíamos dejar el teléfono colgado y esperar su llamada.
Aló aló aló aló, buenas tardes veníamos a… gracias, aló aló aló, buenas tardes somos… escucho que dice el resto de la procesión dos o tres casas más allá, pero sus conversaciones son escuetas, algunos dicen que ya hablaron de eso, otros mienten y dicen que no son los moradores reales de esas casas sino visitas que colaboran en la misión de levantar un hogar. De una casa emerge el grito ensordecedor de Kurt Cobain cantando “all apologies” y veo un rictus de desagrado en el rostro de mi confidente. Imagino que podría emitir algún comentario relacionado con Kurt Cobain, pero se limita a encauzar nuevamente la conversación a la corrupción hablándome a pito de nada de los concejales y candidatos alcaldes de la comuna. Le digo que desconozco el tema, que la política siempre deriva en guerras verbales o en hospitales hechos escombros. Claro dice, pero dios no es política dios es la verdad y la salvación. Está bien, tiene toda la razón ¿no tendrá usted por casualidad la costilla de alguien para armar mi propia salvación? Porque cada día intento armarla, la escribo, la pienso, la busco regando mis enredaderas, la llamo tocando mi guitarra, la organizo acomodando los pedacitos de un tiempo que se desgarra en los baldes de mi café, la imploro en definitiva, conversándole al hombre de lentes que registra todo en la libreta que se rehúsa entregarme. Si me diera usted esa costilla yo podría danzar junto a estos perros y armar mi salvación con dios como testigo.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Estás ahí ?



En algún momento tendré que volverme loco, perder el juicio de una vez por todas y pasar a engrosar las abultadas procesiones que enfilan hacia ese panteón privado en que descansan estas cartas.
Miro fijamente las burbujas que asoman en la coca-cola. Me parece que son siempre insinuaciones de la rebeldía, explosiones en miniatura que convergen hacia la extinción. El big bang en mi vaso y yo tan indolente como siempre veo pasar el momento de la creación sin siquiera pedirle que me espere. El bar está vacío (como en las películas, sí, como en las películas) y solo queda un mesero que se cae a pedazos y yo que no lo hago tan mal en ese sentido. Me dice que ya es tarde, pero en realidad busca decirme que me largue, que pague la cuenta y que me haga humo. El tiempo para variar, siempre es indirecto. Pero yo no lo tomo en cuenta, hago como que veo mis zapatos, a ratos marco algún número en mi celular pero todos terminan por no existir y la grabación es la de siempre. Le hablo, le digo hola a la mujer-robot al otro lado de la realidad, le pregunto sobre su vida y me cuenta siempre lo mismo, según entiendo tomo un mal camino, uno equivocado, asi que intento subirle el ánimo hablándole sobre mis cosas. Parto diciéndole que lo que le cuento no se lo he dicho a nadie así que debe olvidar todo una vez cuelgue el teléfono. No me dice nada, de modo que el silencio concede. Le digo que he perdido la cabeza y luego, los pulmones, que me cuesta respirar, que me cuesta aspirar, que siempre los suspiros terminan siendo un mecanismo auxiliar para mantenerme vivo. Le cuento que no exagero, que me crea, que es cierto, porque además las semanas terminan por consumir otro órgano y el lugar en el que vivo (que ya no se si es una casa, una habitación o una catedral) se llena de mis partes; la cabeza, los pulmones, el corazón, los brazos, mis manos, mis ojos, mis labios, mis pies. Todo me exige una correlación de fuerzas que no logro encuadrar. No es el café de cada mañana ni las copas de vino que dibujan horizontes en el vaso durante la comida lo que me permite arreglármelas para seguir, no sé a donde, pero seguir, le cuento a la voz al otro lado. Es probablemente la necesidad de que el mensaje llegue y a ratos creo que llega. A ratos siento que lo entiendes perfectamente, que sabes de lo que hablo, que no soy el único que entiende las metáforas en la coca-cola, que no soy el único que comprende los cambios de estaciones y la ferocidad de su marcha. Le digo a la voz –mientras el mesero comienza a darme de codazos advirtiéndome que ya no está para bromas-  que no se sienta mal por saberse dos o tres frases, porque al final siempre es así, yo por ejemplo, he reducido mi vocabulario a no más de cuatro o cinco conjugaciones,  pero lo peor –continúo- es que todas hablan de lo mismo. El número que usted ha marcado no existe me dice, pruebe con otro número. No y no, yo quiero hablar contigo le grito desatando inmediatamente la ira contenida del mesero que toma un palo, yo quiero escucharte y que me escuches hasta que tu no voz no sea la tuya, hasta que tus frases repetidas sean solo un silencio o un pitido da igual, hasta que yo me quede dormido al lado del teléfono y de pronto no encuentre ni al mesero, ni a la gente que camina afuera a pleno sol, ni menos, a las mesas y sillas que me acompañan en mi pequeña conversación con esa voz a la que le pongo un tono dulce para no sentirme tan loco.  

domingo, 7 de octubre de 2012

Stardust (en clave de sol)





Hay que amar para poder tocar.
Louis Armstrong



Esas fueron las mejores tardes de su vida. El cielo limpio como pocas veces, el viento aliviando la modorra de enero y el pasto de un verde intenso que a ratos se confundía con su polera –la de ella-  mientras se revolcaban como niños tras un par de bromas.
Mirándolo con paciencia, no necesitaba nada más. Ni nada ni a nadie. El tiempo podría detenerse pensaba él, y ese sería justamente el eslabón perdido a la felicidad. Sin embargo, luego se quedaba mirándola, fijándose en cada detalle de su rostro, en su boca, en su nariz, en sus dientes, en sus ojos –sobre todo en sus ojos- y comenzaba a sentir temor. Le habían dicho en la universidad que la perfección es una categoría inexistente, un universal (cuanto y con cuanta nostalgia recordaba a Duns Scoto) sin embargo, el no entendía el rostro de ella sino con esa expresión. Sus amigos lo trataban como un exagerado, como alguien que de pronto pierde la razón y va desvaneciéndose lentamente en un sueño que nadie entiende. A él de todas formas lo traía sin cuidado. Que lo miraran así lo complacía aun más. Saberse extraviado, tener conciencia de su perdida definitiva de la razón le provocaba un orgullo secreto que compartía solo con cuadernos de espiral que amontonaba –como siempre- sin orden ni respeto por sus propias ideas. Y esas lagunas, esas evocaciones difusas llegaban mientras ella reía, debido al grillo que se le posaba persistentemente en la nariz, cosa que él no acababa de entender porque según sus parvularios conocimientos de botánica los grillos solo salen a cantar de noche. Su risa era hermosa, tanto que él podría haberse disfrazado de payaso de conejo gigante, de cantante boliviano-mexicano-peruano de segunda división, solo para provocar esas legitimas carcajadas que le parecían dignas definiciones de diccionario de la palabra perfección.
El problema llegaba cuando eran las ocho o las nueve de la noche y tenían que despedirse. Siempre odió ese ritual. Siempre intento esquivarlo atrasando un poquito el reloj o experimentando distraerla con algún tema de conversación delirante, pero la hora es la hora y no se trata de manillas más o manillas menos, se trata de una suerte de dictador que emerge sin contrapeso para mostrarnos que el que manda es él. Evidentemente ese dictador tiene otro nombre, pero la rabia le hacía llamarlo así.  De niño por ejemplo, martirizaba insectos a través de insólitos mecanismos de tortura dignos de la represión francesa en Argelia y era su madre quien le repetía constantemente “diosito te va castigar”. Y claro, el castigo demoró varios años pero llegó, porque ahora eran las ocho y ella debía irse, entonces él pensaba en qué hacer, en qué imaginar, qué bichos martirizar para no sentirse solo en esa cámara de tortura en que se convertía su cabeza cuando ella no estaba.  Su situación cambiaba drásticamente. La luz del día, los olores frutales de una primavera que tardaba en consolidarse (una primavera de lluvias invasivas y nubes con forma de galaxias) retrocedían frente a ese inmenso vacío que dejaba la partida de ella. Era necesario armar todo de nuevo. Los lugares cotidianos, las rutinas, las obligaciones, las pruebas por revisar, las clases por planificar, las canciones por escuchar. Desde ese segundo su preocupación principal tenía que ver con la propia sobrevivencia al menos hasta otro día, uno en que pudiera verla nuevamente y desviar su atención ya no hacia el tiempo, ya no hacia los mecanismos de composición de la propia vida, sino simplemente hacia ella, mirarla y grabarla fijamente en la retina, porque regalos como esos tardan siglos en llegar, donde un siglo puede ser una semana o un día, da igual, pero su demostración de fuerza es feroz y es comparable solo a la de un dios y ¿cómo llegar a dios? se preguntaba ¿cómo sentarlo al frente y hablarle de esto y de esto otro? ¿cómo compartir una copa de vino y adormecerlo un ratito para que entienda que hay veces en que debe ser aun más benevolente, olvidarse del tiempo, hacerlo desaparecer, catapultarlo a la materia de la ficción o las viejas mitologías? Cómo en definitiva, convencerlo de que acelere su paso cuando ella no está y lo detenga cuando se sienten junto a un grillo a cantar o a tocar canciones que de algún modo siempre van dirigidas a él. Es eso –como para ir terminando la historia- lo que lo lleva a recordar a su profesor de universidad, quién le contaba pormenorizadamente como los esclavos afroamericanos de los estados del sur, golpeaban sus tambores para poder comunicarse con dios, y claro, él no tenía ni tambores ni vivía en el sur ni era esclavo, pero al menos tenía una guitarra que solo había que desempolvar.


sábado, 6 de octubre de 2012

Hoy




1 Que no termine nunca este día, que estas voces no callen nunca, que transmuten su sintonía etérea a las aves o a los insectos que dibujan parábolas de luz en las enredaderas que trepan el cemento. 2 Me quedaría aquí por siempre y no hablo de un lugar sino de un momento (un futuro perfecto calcado a los recuerdos ficticios de la infancia) y este es el momento, no este del cual escribo sino este hoy, que es ayer. 3 Me quedaría sentado en este lugar horas y horas acariciando la nube que dejaste, la sombra que llueve y aviva risas espontáneas, febriles inflexiones del rostro que ya no te ve pero te inventa con los mismos ojos que te evadieron. 4 ¿sabes de lo que hablo? Hablo de volver al futuro, de cruzar el umbral de ese otro mundo del que vienes, de esa caótica felicidad que llega en portugués, el idioma de los navegantes, el idioma de los que cruzaron cabos para dar la vuelta al mundo y luego inmolarse en ciudades como esta, pero al lado del mar. 5 Hablo de un viaje; siempre hablo de un viaje, a la luna a Marte a África o a la costa septentrional en la que habitan tus dulces manos. Otro continente u otro mundo, uno calcadito al que sueño todas las noches, pero en colores. Desde hace tiempo que quiero lo de siempre: llegar todo el tiempo llegar. Dejar de ser un extranjero o un turista, dejar de darme vueltas en el papel y el lápiz que te dibuja en las frases que mando a volar esperando una respuesta. 6 Necesito tocar tierra firme, desempolvar el catalejo y fijarlo en la dirección opuesta a las huellas que deja la madera en el  mar. Ver como el puerto desaparece, como las casas se diluyen en el oleo de los cerros, de los bares, de los callejones, de los hombres y mujeres que se miran pero no se tocan, que se miran y se extrañan hasta el día siguiente donde todo vuelve a empezar, y se configura la eternidad como una fotografía mental de ese momento que intentamos pintar o escribir para no ahogarnos en nuestro viaje.

  

domingo, 30 de septiembre de 2012

Las siluetas de Marte.





"Para mi el tiempo  es una medida, un minutero.
Es inasible, se va , a nadie le pertenece
Yo quiero saber si es aire, si es espacio
¿Qué diablos es mamá?" 
Elena  Poniatowska, la piel del cielo. 


 Veo en las noticias que algo ha ocurrido en Marte. Pienso de inmediato que se trata de marcianos, alienígenas, seres invertebrados que se mueven mediante mecanismos electromagnéticos por la superficie roja del planeta. Sin embargo, es lo mismo de siempre: las siluetas del agua.

Los cursos imaginarios surcaron la columna vertebral de la esfera, arrastraron hace milenios y millones formas de vida que trazo recordando las escuálidas revistas de vida extraterrestre que mi padre coleccionaba, fascículo a fascículo, en su pequeña biblioteca portátil. Se trataba de hojas en roneo donde se especulaba a través de tipologías, categorías y sumarios abiertos a una creatividad temeraria. Hombres hiperbóreos que algún día habitaron el norte de Europa, inmigrantes pacíficos que labraron sus oficios secretos con una paciencia de santo. La piedra que era piedra se convierte en un  cráneo diamantado con símbolos que se confunden con las esquivas runas vikingas, los ojos siempre grandes, las manos siempre delgadas y afiladas, las extremidades señalando sus platillos voladores alejarse, sus rostros permanentemente inmutables. La emoción es un rasgo que dejaron ir en las aguas que ahora son siluetas.

Paréntesis :

El cinturón de Orion brilla como tus dientes. Las explosiones de las estrellas más distantes golpean los pergaminos que escribí para alejarme del cielo un ratito. El desierto es la frontera y más allá se encuentran hombres que vagan circularmente durante cuarenta días y cuarenta noches. Dios es extraterrestre dice la revista de mi padre y yo la hojeo mientras afuera comienza a granizar; pequeños meteoritos se rompen contra el pasto. Nada se puede hacer contra el inmenso firmamento pienso ahora (aunque lo mismo debo haber pensado cuando niño) pero.  Es necesario corregir la disposición de las hojas de te, re dibujar las lanzas y las flechas arrojadas por el brujo, volver a barajar el mazo, arrojarlo. Al vacío. Tirarlo por la ventana y que las gárgaras que hace el granizo en el suelo tibio, liquiden (licuen) la barrera de la luz. Que la galaxia desde donde hablo se coma el pasado y que al otro lado un telescopio recuerde la fraseología rebelde de esta misión a-marte.

Cierre de paréntesis.

Una molécula de agua bastará para alimentar la imaginación de los viajeros de blanco. Aunque sea imposible, aunque no haya ni partícula ni molécula ni átomo, aun así habrá agua, porque esta comprobado que lo que no existe no tarda en comenzar su obstinada campaña de nacimiento a partir del discurso. Primero fue el verbo dicen los extraterrestres. Luego la carne.

De algún modo todo me parece hecho a la medida de las siluetas de Marte. Las huellas en la playa de Achao donde el mar del sur besa a dos amantes que se revuelcan en la arena mientras el viento dobla los arcos de las Iglesias frente reliquias que vuelven a ponerse de pie. Los perros dando vueltas en círculos, pillándose la cola, ladrándole al aire como si el fuera el fantasma que trae de vuelta al pasado (el oído ajusta su sintonía a la reverberación del hambre y a las palabras vascas que componen el idioma del viento), y la máquina del tiempo señala el camino: las hojas en el suelo, el metal en su nomenclatura oxidada, las empalizadas abandonadas, las arrugas reflejándose en el mate, el esqueleto de la flor que me hace llegar las últimas partículas de su aroma, estando yo en un observatorio al norte y ella en la cumbre que espía al mar. 

jueves, 27 de septiembre de 2012

Carta al viento.




Primero: Me quedo sin palabras y sin aliento, o probablemente al revés; primero el aliento luego las palabras.

Segundo: Afuera el aliento sobra. Se mueven los árboles, las bombillas sacuden su luz y el aire se repleta de tajos que suturan desde las volutas de humo que dejo escapar para no sentirme tan solo.

Tercero: Y necesito suspirar como para botar un poquito el aire que ya no me queda, el aire que he dejado en pasillos, en micros, en taxis cuando me da por acordarme de ti. La alternativa por descarte es, suspirar al revés: aspirar. Tragarme las hojas y el neón que voltea el viento, y por dentro, construirme una casa en la que habite junto a todos mis asesinos a quienes les tendría una estufa y un café caliente. Todos los asesinos vuelven al lugar del crimen dicen los peritos y los oscuros detectives que emergen desde la niebla. Que sea así. Que vuelvan acá, que retornen a su hogar que es el vendaval en que se transforman los alisios y los contralisios de mi respiración.

Cuarto: Tu sabes que (… ) . Tu sabes que me cuesta hasta respirar por (…)  Tu sabes que ya ni duermo por (…) . Que me lo paso todo el día escuchando las canciones que de algún modo tu también escuchas solo para estar un poco más cerca de (...)  Tu sabes que me da por contenerme, por respeto, por moderación, por esa introversión que aun sobrevive en los límites de mi entorno (que es también el tuyo pero declamado al estilo juglar, quiero decir, como los poetas medievales que construían sus vínculos cruzando castillos y matando a dragones que nunca existieron solo para encontrar a una mujer que no conocían y que ya estaba anunciada en un contrato que se asume como el destino, pero firmado)  y como suele ocurrir, hasta en las mejores familias y en las mejores historias, ni los contratos se salvan de las imposiciones secretas de un par de coincidencias. Porque las coincidencias se suman y luego se multiplican y luego se elevan al cuadrado y al cubo, y de dicha operación matemática (que por cierto me provoca un pavor sincero y desmedido)  resulta una absorción absoluta por el mayor de los números. Me explico mejor: lo que crece no para de crecer, lo que sube no para de subir (todo lo que sube tiene que caer, dicen los ingenuos, dicen eso mientras yo veo como todo esto no para de elevarse y de momento no hay ni techo ni cumbres que obstaculicen pasos para esta borrasca  ). Así que nada baja.

Quinto: Perdí el hilo.

Sexto: Hago nudos  sin hilo y cómo se hacen esos nudos me dice una vocecita al otro lado del cielo (donde ya está lo que crece) y yo le respondo que del mismo modo en que se configura el nudo el ciego en la abstracción del pensamiento. Las dos manos en frente listas para dirigir una orquesta compuesta por una guitarra y una voz y allí procede el sastre a tejer sus órbitas a las que no logra darles sentido porque antes, se atraviesan en la negra noche, los cometas o los satélites da igual, pero se atraviesan rompiendo el cielo que está sobre el cielo, y allí no queda más que pedir un deseo y ¿qué pido?

Séptimo: Lo mismo que tú.