En algún momento tendré que
volverme loco, perder el juicio de una vez por todas y pasar a engrosar las
abultadas procesiones que enfilan hacia ese panteón privado en que descansan
estas cartas.
Miro fijamente las burbujas que
asoman en la coca-cola. Me parece que son siempre insinuaciones de la rebeldía,
explosiones en miniatura que convergen hacia la extinción. El big bang en mi
vaso y yo tan indolente como siempre veo pasar el momento de la creación sin
siquiera pedirle que me espere. El bar está vacío (como en las películas, sí,
como en las películas) y solo queda un mesero que se cae a pedazos y yo que no
lo hago tan mal en ese sentido. Me dice que ya es tarde, pero en realidad busca
decirme que me largue, que pague la cuenta y que me haga humo. El tiempo para
variar, siempre es indirecto. Pero yo no lo tomo en cuenta, hago como que veo
mis zapatos, a ratos marco algún número en mi celular pero todos terminan por
no existir y la grabación es la de siempre. Le hablo, le digo hola a la
mujer-robot al otro lado de la realidad, le pregunto sobre su vida y me cuenta
siempre lo mismo, según entiendo tomo un mal camino, uno equivocado, asi que
intento subirle el ánimo hablándole sobre mis cosas. Parto diciéndole que lo
que le cuento no se lo he dicho a nadie así que debe olvidar todo una vez
cuelgue el teléfono. No me dice nada, de modo que el silencio concede. Le digo
que he perdido la cabeza y luego, los pulmones, que me cuesta respirar, que me
cuesta aspirar, que siempre los suspiros terminan siendo un mecanismo auxiliar
para mantenerme vivo. Le cuento que no exagero, que me crea, que es cierto,
porque además las semanas terminan por consumir otro órgano y el lugar en el
que vivo (que ya no se si es una casa, una habitación o una catedral) se llena
de mis partes; la cabeza, los pulmones, el corazón, los brazos, mis manos, mis
ojos, mis labios, mis pies. Todo me exige una correlación de fuerzas que no
logro encuadrar. No es el café de cada mañana ni las copas de vino que dibujan
horizontes en el vaso durante la comida lo que me permite arreglármelas para
seguir, no sé a donde, pero seguir, le cuento a la voz al otro lado. Es probablemente
la necesidad de que el mensaje llegue y a ratos creo que llega. A ratos siento
que lo entiendes perfectamente, que sabes de lo que hablo, que no soy el único
que entiende las metáforas en la coca-cola, que no soy el único que comprende
los cambios de estaciones y la ferocidad de su marcha. Le digo a la voz –mientras
el mesero comienza a darme de codazos advirtiéndome que ya no está para bromas-
que no se sienta mal por saberse dos o
tres frases, porque al final siempre es así, yo por ejemplo, he reducido mi
vocabulario a no más de cuatro o cinco conjugaciones, pero lo peor –continúo- es que todas hablan de
lo mismo. El número que usted ha marcado no existe me dice, pruebe con otro
número. No y no, yo quiero hablar contigo le grito desatando inmediatamente la
ira contenida del mesero que toma un palo, yo quiero escucharte y que me
escuches hasta que tu no voz no sea la tuya, hasta que tus frases repetidas
sean solo un silencio o un pitido da igual, hasta que yo me quede dormido al lado
del teléfono y de pronto no encuentre ni al mesero, ni a la gente que camina
afuera a pleno sol, ni menos, a las mesas y sillas que me acompañan en mi
pequeña conversación con esa voz a la que le pongo un tono dulce para no
sentirme tan loco.
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