domingo, 28 de diciembre de 2008

Piedras Negras (fragmento)


Piedras Negras no existe. Eso me dicen en el Instituto Cartográfico. Una voz agria y medio muerta lo dice, de modo que me permito la licencia de dudar y vuelvo a preguntar. Nuevamente, ya casi al límite de sus fuerzas, esa voz me responde que no existe ningún poblado o pueblo o ciudad o comuna o en definitiva, accidente topográfico, de tan oscuro nombre. Le cuento que he pasado por ahí, le hablo de los niños perdidos entre la niebla y de sus amagues jugando a la pelota, le hablo del Restaurante al lado de la carretera, le hablo de las cruces y las animitas de yeso y a la vez de sangre que vi montadas sobre una estela de casas derruidas. Y le hablo de la niebla y empleo sinuosos sinónimos para evitar que en la mente de esa voz que me escucha o que probablemente finge escucharme al otro lado del teléfono, me tome por alguna especie de maniaco depresivo en busca de su paraíso perdido. Bruma, neblina, e incluso garuga en Piedras Negras. Frente a mis antecedentes, la voz –siento no poder precisar el origen ni el género de esa voz- responde que le estoy tomando el pelo y que si mi evidente preocupación por esa “ciudadela imaginaria” era urgente, pues que entonces escarbase entre las novelas francesas que retratan los sitios de Paris durante la revolución francesa. Allí había Niebla dice la voz, allí si que puede encontrar a Piedras Negras. Y claro, también todo lo que usted quiera, dice la voz.

martes, 16 de diciembre de 2008

Los extravíos de la Libertad



"Fue como una película" parece haber desplazado el modo como los sobrevivientes de una catástrofe solían expresar su nula asimilación a corto plazo de lo que acababan de sufrir: "fue como un sueño." Susan Sontag



















En este relato, Renato, el protagonista, está acodado sobre una almohada de su cama sin hacer nada. Escucha a Radiohead (eso es importante, tanto que si no fuera por ello, no habría nada; ni historia ni personajes desencajados) y al paso que va el reloj, él terminará escuchando Radiohead todo el día, todo lo que le queda de día. Ahora, digamos que escucha Bullet Proof, pero lo cierto es que podría ser Nice Dream o The bends. ¿En qué piensa Renato? Primero piensa en la cultura, brevemente por cierto. Luego piensa en la sociedad y allí se detiene algo más, lo suficiente como para concluir que la sociedad es un invento impecable, un invento que funciona a las mil maravillas pero que en su condición inevitable de invento peca en artificiosidad, en intencionalidad, en –y es esta la palabra que más repite- utilitarismo. La sociedad es utilitarista, pero más utilitaristas son los que manejan a este invento. Entonces piensa en Estados Unidos, en la CIA, en la masonería, en la Iglesia Católica y sobretodo en los judíos. Probablemente ahora, lo que escucha Renato es 2+2= 5 porque cae en la cuenta, que nada concuerda con sus planes, con esas sumas perentorias y autómatas que diseñaron sus profesores en la enseñanza básica, esos cálculos felices de prosperidad, de justicia. Oh, que grandes metarelatos, que podridas mentiras y se le viene a la cabeza Pierre Grimal, quien nada tiene que ver con Radiohead y menos con Renato. Pierre Grimal, historiador francés especialista en historia de Roma, es simplemente un nombre que ha entrado en la vida de Renato del modo en que entra la mayoría de los nombres que Renato memoriza o que, como en esta ocasión, vienen sin explicación alguna, como si dijéramos, Renato vagara en los límites de la razón. La libertad, sí, eso es. La libertad recuerda Renato, Pierre Grimal y los extravíos de la libertad. Historias en que Julio César u Octavio, o Mario y Sila, empuñan esa bandera sagrada que es la libertad y tras ella arrastran a miles de hombres y porqué no, a miles de mujeres y niños, y todos sin excepción van desfalleciendo (lo que es una forma elegante de decir, muriendo o descomponiéndose) por la libertad. Renato piensa en la libertad, de eso no cabe duda. Pero luego terminará de pensar en la libertad, quiero decir, tendrá que hacerlo, a fuerza mayor. Es posible que alguien lo distraiga, quizás su madre entrando de improviso a la habitación o quizá sus audífonos trasmitiendo gritos y guitarras que nada tienen que ver con la libertad, o en el mejor de los casos, sencillamente el sueño. Renato durmiéndose sobre su cama, como en los viejos tiempos, escuchando a Radiohead y sin pensar en nada. Ni siquiera en la libertad.

martes, 2 de diciembre de 2008

Crimen y castigo

En las primeras páginas:
" -¿Por qué no presto mis servicios, caballero? -agregó Marmeladov, dirigiéndose exclusivamente a Raskolnikov, como si la pregunta se la hubiera hecho éste-. ¿Por qué no presto mis servicios? Pero ¿es que mi inutilidad no es una pena para mi? Cuando hace un mes, el señor Lebeziatnikov le pegó delante de mi a mi mujer, ¿no sufría yo acaso? Permítame, joven, ¿se le ha ocurrido..., ¡ejem!, se la ha ocurrido alguna vez pedir prestado sin esperanza?
-Sí; es decir, ¿qué quiere decir usted con esas palabras: "sin esperanza"?
-Quiero decir, sabiendo por adelantado que no va conseguir nada. "

martes, 25 de noviembre de 2008

Después de Beethoven


Karajan dirige la novena de Beethoven y la cámara que lo graba enfoca sus manos. Tras ellas, los violines, los chelos, los clarinetes. Todo lo oigo a través de mis audífonos y a medida que la música sube en intensidad, mis audífonos amenazan con desplomarse o de buenas a primeras, estallar en diminutas partículas plásticas, las que repasaré levemente como si fueran hormigas fulminadas por una gota de agua. Pero de pronto la música cesa. No hay ni Beethoven, Karajan, ni Filarmónica de Berlín. Sólo un silencio a medias, una ausencia total de música y en cambio un caracol de mar en mi oreja, lo que implica que tampoco hay caracol de mar en mi oreja sino, sólo el mar. Esa sobriedad espantosa que demarca el sitio de la inquietud al centro de un lugar vacío.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

La escritura como paseo: Robert Walser

Entre W.G. Sebald y Saul Bellow, me tope con una joyita y siguiendo mis malas costumbres, comencé y terminé de leer una pequeña novela de otro suizo (otro, además de Sebald). Y afortunadamente fue como pasear.




"—Pasear —respondí yo— me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. Un hombre tan inteligente y despierto como usted podrá entender y entenderá esto al instante. En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia. Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo íos lindos paseos, por cortos que sean"

lunes, 10 de noviembre de 2008

El mal de montano y otros males.



Conseguí un mejor trabajo y lo dejé. Me consiguieron un mejor trabajo, mejor al que ya era un mejor trabajo y también lo dejé o lo que es igual, me dejaron. Menos tiempo, por algún tiempo y de momento, algunos libros leídos a menor intensidad: El mal de Montano de Enrique Vila-Matas, Historia Universal de la Infamia de Borges, El Vampiro de la calle Mejico de Vicente Molina Foix, Asesino bajo la lluvia de Raymond Chandler y Plegarias Atendidas de Truman Capote.


Todos tienen en común algo: por lo menos en uno o dos capítulos la literatura es el centro. Como en el caso de El Vampiro de la calle Mejico donde Juan (el protagonista gay del libro) escucha atentamente la historia de su amante sobre George Sand en Venecia (lugar que para Molina Foix es el water más hermoso del mundo), o Plegarias atendidas donde el alter ego de Capote menudea con los comienzos literarios de un Sallinger casero, amable y ante todo dulce. Y qué decir de Borges y Vila-matas; allí todo es literatura, todos son libros y escritores compulsivos. De igual forma, todo es letras y todos son lectores compulsivos, tanto es así, que el protagonista de Vila-Matas se enferma de literatura y termina buscando medicinas entre bibliotecas mentales y laboratorios poéticos hechos con diarios personales, entre ellos, Kafka, Válery y quien seguramente es el autor favorito de Vila-Matas: Robert Walser.





De Asesinos en la lluvia (o bajo la lluvia) habría que decir que es el germen de lo que más tarde será El Sueño Eterno, para muchos, la mejor novela escrita por Chandler y además llevada al cine durante la década de los cincuenta. Los escenarios son recurrentes, típicamente chandlerianos; mansiones, librerías, muelles oscuros y callejas adoquinadas bajo el transito incesante de Los Angeles. ¿Es necesario contar de qué trata la historia? ¿Será necesario contar que se trata de crímenes, chantajes y mujeres hermosas ignoradas por nuestro futuro Marlowe? Bueno, de eso trata. Podría parecerse al texto de Capote, pero esta vez, Capote narra con pretensiones proustianas ciertos episodios comprometedores de la vida de un arribista, un escritor arribista que se codea con la flor y nata de la sociedad norteamericana y europea. Un escritor que las hace de masajista y gigollo, y que siempre, absolutamente siempre, busca en las conversaciones y hechos cotidianos, como un cronista del siglo XVI, la materia prima de su escritura.


La escritura, su escritura, mi escritura, nuestra escritura. Una lectura completa a miles de páginas impresas por toneladas y que de nada sirve realmente. Ni “para comer” ni para vivir, ni para mantener lo poco y nada que a veces el hombre en su estado más privado, quiero decir, en su tranquilidad que no es sino una soledad llena de todos sus fantasmas (los que no dicen nada claro) logra conservar. Porque la literatura multiplica los ojos que miran desde abajo, aunque probablemente Kafka mire desde su caverna, y luego, una vez que hay un Polifemo en nuestras piezas cerradas y por lo tanto, impregnadas con el olor del roneo o la tinta, no hay vuelta atrás. Ese es nuestro panoptico, uno que es a la vez vida, muchas vidas y otra que no es sino, un gran mausoleo agrietado. Una vez que se toma la decisión, todo se arruina, todo se hunde y lo peor es que creemos que de allí, de esas ruinas letradas, podremos levantarlo todo de nuevo y para siempre. Pero déjenme decirles algo: eso, no sucede. En cambio, todo se cae a pedacitos.


sábado, 1 de noviembre de 2008

ROMA


Me acuerdo de un beso en la mejilla mientras caminábamos por La Alameda. Me acuerdo de sus ojos mirándome como si en vez de mi, fuera otro el que estuviera al frente de ella; pienso en alguien grande, en alguien extraño y de aspecto inusual.
Había poca gente. Resabios, restos, migas de personas atravesando de un extremo a otro una calle infinita. Eso es lo que prefiero pensar. Que La Alameda fue una postal con tiraje indefinido, digamos, un invento de las editoriales y del turismo para atraer (y amedrentar) a ciertos espíritus indolentes que al llegar desde lugares aun más profanos, probaron y vieron nuestro pequeño México DF, nuestro pequeña Roma, nuestra inmensa Hiroshima.
Me acuerdo de ese beso, un pequeño roce de su boca contra mi mejilla difusa por culpa de mi barba y pienso o tal vez sienta y luego piense, o quizás las dos cosas ametrallando a pulso lo que ahora denomino nostalgia, que volvería mil veces atrás, pero sólo hasta allí. A la noche, a esa noche en que La Alameda se abrió como el mar muerto y me puso frente a frente con el verdadero motivo de mi obsesión reincidente. Porque caería mil veces en lo mismo por culpa de sus ojos prediluvianos, sus ojos de cuento bíblico, sus ojos afectos a la inauguración de nuevas épocas históricas. Y entre esos ojos (ojos que podría estar nombrando y renombrando horas enteras) y su boca en mi mejilla con una Alameda infinita mientras la gente desaparece, lo que hay es simple y dura para siempre. Y Fromm y Ovidio se equivocan: no es un arte, es puro y absoluto azar.

sábado, 11 de octubre de 2008

El último Lector




Había leído mucho sobre este libro. Primero en las “extensas” y “apasionadas” notas de El Mercurio y luego, en el suplemento cultural Ñ. Naturalmente recibí información desde Internet, información desordenada y muchas veces poco confiable, pero de cualquier modo, nociones importantes a la hora de leer un libro.
El Último Lector es un compendio de ensayos en torno a la figura del lector o para mayor precisión del lector como escritor. Del hombre obsesionado con la literatura que lee y escribe y ve en ambos ejercicios, una prueba de fe inestimable respecto a la religión privada y politeísta que puede resultar la Literatura. Las figuras de Franz Kafka (a mi juicio, lo mejor de este libro), Ernesto Che Guevara, James Joyce y Ulises, y Tolstoi y Ana Karenina, ordenan el trazado que se permite realizar Piglia a través de distintas formas de leer y por lo tanto, de escribir. Una de las premisas globales es que quienes profesan la Literatura como forma de vida, lo leen todo como si lo estuvieran escribiendo o bien, viven como si estuvieran escribiendo pasajes dentro de un libro.


Dije que la parte de Kafka me parecía de alto vuelo. Sucede que Piglia escudriña entre cartas personales de Kafka y logra dar con una pasión literaria que lleva al escritor checo a la soledad, a plantearse en medio de la soledad como un ermitaño, como Robinson Crusoe, como teniendo por ideal de vida una cueva y una luz que ilumine sus escritos y sus lecturas. Sin duda, la pregunta que realiza Kafka alrededor de Felice Bauer es decidora. ¿Se podrá atar a una mujer con la escritura? Y la respuesta como bien sabe Kafka y Piglia, es la respuesta a todo el libro, a todos los ensayos centrados en la figura del escritor y el lector. ¿Cuál es esta respuesta frente a la pregunta kafkiana? Sí, si se puede. ¿Y cómo? Más fácil aún: con la lectura. La lectura extrema. Leer hasta quedar encadenado o convertido en un guiñapo como sólo los hay en la literatura cavernaria de Kafka.


(*) Amo que me conozcas tanto. Gracias por el (los) libro.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Flojera: la madre de ...

Esto de “reseñar” (comillas porque en estricto rigor no son reseñas) libros aburre y cansa. Increíblemente leo más de lo que escribo y lo poco que escribo refleja pobremente lo leído. Es mejor hacer un alto y sólo contar. Yo me cuento a mi. Fernando cuenta a Fernando lo que lee para que luego, una vez que pase algo de tiempo, quede algo en la movediza memoria de Fernando. Evidentemente nadie visita este sitio. Nadie lo conoce. Mi polola tal vez, uno que otro primo y uno que otro amigo, y si es así, pasan. Es aburrido y tedioso. Así que me lo tomaré con calma y aquí va:

Luego de leer Estambul, leí Bonsái de Alejandro Zambra. Era una deuda pendiente, un texto (no le llamaré novela ni novela corta ni poemario metamorfoseado) del cual constantemente estaba recibiendo y leyendo noticias. Comentarios, críticas, apologías, autos de fe, juicios inquisitorios, etc. Y sí, valía la pena Leerlo. Ahora quiero tener un Bonsái, lo mismo que quiero tener algo de dinero y arrendar un departamento mal dispuesto en el centro de Santiago.

Entremedio me metí con lo que estudié, quiero decir, con lo que durante cinco años me pasé leyendo a regañadientes la mayor parte del tiempo: Historia. Ahora es distinto naturalmente porque no es lo mismo leer por obligación que por placer. Leí un libro sobre nazis y movimientos de ultra derecha en Europa y América Latina escrito por el sociólogo Isaac Caro. Mucha estadística, mucho cuadro Excel, mucho análisis de discursos y poco desarrollo. Es de esos libros que contienen frases explicativas sobre lo que ya está claro. Si hay una referencia que dice “buscamos terminar con las inmigraciones de moros y turcos” el autor va y se manda una pirueta hermenéutica del tipo “los alemanes manifiestan intolerancia frente a los grupos turcos y moriscos”. Nunca he confiado en los sociólogos. Al mismo tiempo, leí Los Vikingos de Johannes Brondsted. Libro editado en 1963 y claro depositario del paradigma historiográfico de la época. Luego de leerlo me dieron ganas de dirigir una película sobre vikingos y me concentraría los ataques al imperio carolingio y a las iglesias en el siglo IX. Sí, sobretodo a las iglesias.

John Fante ¿Qué se puede decir de John Fante? ¿Qué se puede decir de Arturo Bandini?. Estoy infinitamente agradecido de Paty. Ella fue quien apuntando a un escaparate me dijo “mira, un libro prologado por Charles Bukowski”. Buen gancho, perfecto “habrá que leerlo”. Y Camino de los ángeles, más breve que Pregúntale al Polvo produce esa misma sonrisa apagada, ese sesgo de humor de bufón con dos caras. Lágrima y carcajada.



Al final, La Conjura de los necios de John Kennedy Toole. Cuando iba por la pagina doscientos busque imágenes de Kennedy Toole siguiendo el razonamiento fresaniano, ese que indica que a los buenos autores dan ganas de verle la cara, y digo fresaniano por Rodrigo Fresan obviamente. Tal como escribió Fuguet: Rodrigo Fresan ya es un adjetivo. Busque y busque imágenes de este norteamericano suicida y me paso lo que de seguro me pasara cuando intente buscar imágenes de Pynchon. Solo encontré un par de fotos, imágenes de niño, un niño regordete vestido de marino y de cowboy. No es que me interese más el escritor que lo escrito. Es cierto, lo dice Tom Wolfe; es vulgar realizar esta inversión. No obstante, el poder de una buena historia, el magnetismo de cierto modo de hacer literatura, lo contagia todo. Lamentablemente Kennedy Toole se pego el tiro muy rápido y solo quedo esa maravillosa novela para que, como dice también Wolfe, den ganas de invitarle un trago. ¿O eso lo dijo Roth? No importa, a todos ellos les invitaría un trago. Kunsman de miel, por favor.

* El teclado se desconfiguro a medio andar. Hay tildes, guiones, paréntesis y signos que deberían estar allí donde no están.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Pablo

El tiempo.
El tiempo.
Yo me ausculto con el Tiempo.
Me palpo.
Me pego con el Tiempo.
Me seduzco, me irrito…
Me enredo,
Me sublevo,
Me transporto,
Me pego con el Tiempo…

HENRI MICHAUX


Recientemente, Pablo Ibacache había barnizado una mesita de centro, una pequeña mesa que tenía abandonada en el patio de su casa, sin ningún tipo de cuidado, sin precauciones y sobretodo sin imaginarla afuera, pudriéndose mientras él leía encerrado en su habitación los sonetos de Bradomin escritos por Ramón del Valle Inclán. Sin embargo, un buen día, no digamos un día excelente y perfecto sino sólo un buen día, uno de aquellos que efectivamente están por sobre la media pero que nada de espectacular tienen si se los compara con los días de algún artista de Hollywood o simplemente un artista callejero, se le ocurrió –mientras ya no leía a Valle Inclán y en cambio escuchaba a Grant Green- levantarse de su cama, desapoltronarse un poco y cruzar los trece pasos que mediaban entre su habitación y su patio, para mirar a esa antigua mesa de centro, la misma que fuera de su abuelita y de su madre, la misma en la que montaba sus soldados plástico verdes y grises y entablaba batallas temerarias entre nazis e ingleses. Cuando, después de buscar un poco y esto es, apartar las hojas de sus helechos y trasladar una que otra caja con fotocopias y libros en mal estado desde un lado a otro, pudo hallar la mesa, pensó en que sería perfecta para su habitación. Lo que no sabía Pablo o realmente, lo que no recordaba Pablo es que en sus sueños soñó con esa mesa como si fuera un monumento o un amuleto, una cábala impostergable que garantizaba cierto bienestar, cierta placidez y por dios, cuanta calma le faltaba a Pablo, un hombre tímido, pacato, meditabundo y ante todo complicadísimo, de ese tipo de hombre complicado que con el paso de los años pierde a sus amistades y a su familia mientras todos a quienes conoce, van formando sus propias familias incluso más allá de lo filial, familias que tienen que ver con los amigos del colegio y de la universidad a quienes el tiempo les parece un chiste o ese tipo de obstáculos que terminan por cortarse como un nudo gordiano o de plano, omitirse. Pero a Pablo nada de eso le sucedía, él, Pablo Ibacache quien fuera en los ochenta un prometedor poeta, miembro ilustre de la neovanguardia chilena, a la par con Rodrigo Lira y Diego Maiqueira y que ahora a diferencia de ellos, los verdaderos poetas destacados, los que tenían lugar en las antologías de la poesía nacional y por qué no, en las habladurías universitarias, leyendas vivientes o muertas pero leyendas al fin de la poesía más visceral y cruda, era ahora sólo un remanente de unos cuantos buenos versos lanzados al aire lo mismo que un par de billetes que caen de un avión y que luego, desaparecen en manos de un borracho que se intoxica con vodka o agua ardiente sin más dilación que la de esperar su botella mientras le entregan el vuelto. Él Pablo Ibacache, el hijo mimado de una familia bien, el niño prodigio de la casona en Peñalonen, el que recitaba de corrido y sin equivocarse ni siquiera en las comas a Pablo Neruda y a Pablo de Rokha aun cuando a sus padres, Don Ernesto Ibacache y Doña Martina Daguérressar, pensaran que ambos Pablos, Neruda y De Rocka eran el colmo de lo ordinario, upelientos come guaguas y flojos que todo lo querían en bandeja, capitulaban ante el tercer Pablo, su Pablito Ibacache tan lindo, tan habiloso e inteligente que a diferencia de los dos primeros Pablos, tenía una impronta que no se compra ni se adquiere en subastas literarias, una clase que sólo poseían ellos, los descendientes de los conquistadores de Chile, de los encomenderos, estancieros y mercaderes que con una moral intachable (católica apostólica y romana) lograron mantener un estilo de vida acorde con su defensa irreductible de la buena vida, o lo que ellos con más sorna que convicción, llamaban buenas costumbres. Y ya no quedaba nada de ello. Algo así pensaba Pablo mientras con aires de mendigo hurgaba entre sus cajas de libros sin leer en busca de su mesa de centro. Vivo de lo que me dejó mi padre, -se decía Pablo- vivo de la plata que llega de las viñas, vivo en esta casa que no es mía pero que sí es mía, en estas murallas espesas e infranqueables y bajo este techo inalcanzable y anclado a tierra por una lámpara de lágrimas que es en el fondo, el llanto de mi madre cuando supo que dejé embarazada a Catalina sin haberme casado, sin haber terminado el colegio, sin haber entrado a la escuela de derecho. Esa Lámpara de lagrimas que siempre parecía inmóvil, que no dejó caer ni un solo cristal durante el terremoto del ochenta y cinco, y que sin embargo, cayó de cuajo cuando mi padre llegó ebrio y con pistola en mano comenzó a disparar al aire porque la madre de Catalina había hablado con él. Yo deshonraba el apellido -recordaba Pablo que le decía su padre- Y así estuvo durante toda una noche escuchando a su padre envuelto en una bruma de pólvora, mientras su madre vaciaba un frasco completo de pastillas en su garganta.
La mesa de centro tenía algo de aquello, un par de registros de bala, como un escudo medieval descuidado en la mazmorra que era la casa de Pablo, y Pablo miraba y luego tocaba las huellas sobre la mesa. Por eso la había abandonado, por culpa de su padre y de Catalina, por culpa de sus poemas que quedaron absueltos de todo prestigio, por culpa de su naufragio en la isla hereditaria que era su insípida fortuna. Pensar que para él, ese amasijo de roble era un símbolo incorruptible de sus años felices. Se pasaba horas y horas leyendo a Stendhal a Victor Hugo a Gautier a Nerval, a los franceses del diecinueve en esas espléndidas ediciones que su padre le traía cada semana, ediciones de tapa dura con letras y orlas doradas, y allí, sobre esa mesa apoyaba sus lecturas dejándolas abiertas para que sus padres y Catalina vieran todo lo que era capaz de leer, porque allí es donde se reúne la familia, alrededor de esa mesa iban y venían tíos y primos, todos unos absolutos tahúres acomodaticios, unos aristrócatas relamidos que de lo único que se enteraban era de los eventos sociales, reuniones en el Teatro Municipal, novedades en el colegio San Ignacio, etc. Pero él, Pablo Ibacache, tan aristócrata como ellos, era distinto. Él era como Barros Arana o Lastarria, un aristócrata liberal y con sentido del buen gusto, un tipo que leía a los franceses y qué sabían ellos de franceses de decía al mismo tiempo, a lo sumo, saben que algún día tendrán que ir allí y sólo les interesará la Torre Eiffel o el Louvré y miraran obras de arte del mismo modo que un niño escucha el discurso de físico cuántico. En cambio él, Pablo Ibacache una vez en Francia, iría a la tumba de Allan Poe, de Proust, de Rimbaud y entonaría versos elegíacos en torno a su obra. Pero primero, barnizaría la mesa de centro y lo haría por honor y orgullo, para decir que al fin, los había perdonado a todos; a sus padres, a sus amigos escrupulosos, a Catalina y a su hijo (que desde ese momento, el momento en que pasaba la brocha con acérrima ampulosidad, sería también su sangre, un Ibacache).
Y ahora que no tenía a Grant Green ni a Wes Montgomery ni a Django Reinhardt, entonces podría preocuparse de ese vestigio inanimado que era la mesa de centro de la familia, lo único que quedaba por suturar, la única herida abierta y bajo la lluvia. Entonces, pensaba Pablo, escribiré un poema, el más grande poema de dolor que se haya escrito y lo enviaré a editoriales amigas o probablemente sólo lo haga circular entre los pocos conocidos que me quedan. Haré de mi historia, de mi tragedia oculta, una postal sublime para que los que me dejaron, ese puñado de trogloditas y pelanduscas traidoras, sepan que estoy aquí, asediado pero vivo, lisiado pero incólume. Todo yo, un paria con clase, un vago que convive con mármoles y cuchillos de plata, un mendigo que no trabaja ni pide ni ruega ni reza ni se arrodilla ante nadie, un aristócrata derruido por sus padres ahora muertos y por lo tanto, piezas cardinales en los mausoleos del Cementerio General. Pablo hablaba en voz alta. Su pensamiento ya estaba en una etapa terminal, un cenit escasamente apoteósico y en ese punto, en lo que unos llamarían locura o demencia temporal e incluso esquizofrenia, Pablo iba y venía suavemente con la brocha de un lado hacia otro. Hablaba conmovedoramente. Cualquiera que hubiese presenciado la escena (no puedo decir momento o situación, porque francamente era algo que tenía que ver con el arte: una escena teatral; un monólogo griego hacia los dioses) habría caído en la cuenta que Pablo estaba a breves segundos del suicidio y que a diferencia de los “grandes”, él no dejaría testamentos ni cartas porque su diálogo era su forma de testar y digo Diálogo esta vez y no monólogo, porque al terminar con su mesa, el había acabado por detener el tiempo (probablemente retrocederlo y luego detenerlo o simplemente, fugarse infructuosamente y como todos sabemos, quien falla durante una fuga amplia su condena) y desde ese momento los libros volverían a rellenar la superficie de la mesa de centro. Desembalaría los viejos volúmenes. Tolstoi o Rabelais por ejemplo. Libros cuyas ediciones pertenecían a la primera mitad del siglo veinte, libros que leía su madre mientras arrullaba a su único hijo pensando en algún nombre para él, para ese niño regordete y de mejillas sonrosadas. “Lo llamaré como un poeta, sí, tendrá nombre de Poeta” decía Doña Martina y de ese modo ese niño, que hasta entonces sólo era “la preciosura de la casa” o “el chanchito de mamá” o “nuestro niñito” sería desde el desliz lumínico en que a su madre se le ocurrió un nombre, el verbo hecho carne. Pasaba del anonimato placentero de una época prediluviana, al castigo divino del nombre (un castigo doble como una tortura, porque esta vez el nombre era de poeta)
Y no sólo los libros estaban de vuelta. Ahí estaba su madre, su padre, Catalina y el chico Aranguiz, fiel amigo de la infancia y con ellos hablaba Pablo, no figurativamente no cómo si “imaginara que estaban allí” sino, como si no fueran a irse nunca, porque sí estaban allí: en carne y hueso.

Nuevamente alrededor de la mesita de centro.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Estambul

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Orhan Pamuk

A.-Veo una fotografía de Orhan Pamuk. Aparece sentado frente a un escritorio en desorden (probablemente su escritorio y su desorden), acodado sobre la mesa y apoyando su cara con una de sus manos. Sonríe y mira a la cámara mientras un gato blanco, mofletudo y serio, observa lo mismo que mira Orhan. Al fondo, en un muro, hay decenas de papeles pegados, papeles que contienen notas. Seguramente ideas, recados o simplemente listados de obligaciones. Naturalmente, hay una pequeña biblioteca con libros mal dispuestos y de todas las dimensiones, sin embargo, sigo concentrado en el muro con los papeles pegados y cada vez que vuelvo a concentrarme en la sonrisa de Pamuk, me da la impresión que se parece a cierto personaje y me pregunto a quién. Porque he visto otras imagenes de este escritor, pero no se parece realmente a nadie que yo conozca o a nadie del que pueda confirmar un parecido asombroso. Debe ser el ángulo o el flash, o ambas cosas, pero el hecho es que en la fotografía que miro, Orhan Pamuk se parece a Bill Gates.

B.-Estambul es el segundo libro que leo de Pamuk. Antes leí Nieve y en honor a la verdad, no me pareció un libro descollante. La historia era intensa a ratos y mantenía cierto ritmo, sobretodo, por el juego manifiesto entre la historia política, religiosa y cultural de un país como Turquía, con el interín privado de un poeta que parece salido de una profecía musulmana y que de tanto en tanto, tiene inspiraciones, verdaderas iluminaciones poéticas sobre lo que pasa la ciudad limítrofe en la que descubre un peligroso entramado fundamentalista. Pero Estambul difiere de Nieve, no tanto por el contenido del relato, sino por su forma. Mientras que Nieve es esencialmente una novela, Estambul es un diario de vida o un puñado de crónicas, ensayos y cuentos en torno a la antigua capital del Imperio Otomano y a la persona de un hombre, de la niñez y juventud de un hombre: Orhan Pamuk, el personaje de la fotografía que se parece a Bill Gates.

Orhan_Pamuk

C.-El libro se lee rápidamente. Sus más de cuatrocientas páginas de texto, se amenizan con imágenes de Estambul o de pinturas y autores del siglo XIX. Y entre ellas, hay historias que quedan grabadas justamente por eso que Pamuk critica (el exotismo). La historia de un viejo escritor de mediados de siglo XX que intentó en tres ocasiones (sin éxito cada una de ellas) realizar una enciclopedia de Estambul, los viajes de Nerval, Gautier y Flaubert, el espectáculo nocturno de barcos y palacios antiguos que arden en el Cuerno de Oror, etc, hacen de este libro, algo único.

D.-Pamuk, premio Nobel de Literatura, utiliza su propia vida como engranaje de las historias que conforman su ciudad natal. Los mitos, los personajes insignes y olvidados, la precariedad y sobretodo, la contradicción entre oriente y occidente, son temas que se resuelven fluidamente a través de los ojos de un niño de clase media alta. Un niño que lo tiene todo; buena educación, dinero y un soñado de estudio de pintura con vista al mar para él solo. Y es en esta imagen, la de un niño mimado que pinta barcos en el Cuerno de Oro, la de un niño que a los dieciocho deja de ser niño y debe enfrentarse a sus estudios de arquitectura, la de un niño que sueña eternamente y que de pronto se ve presionado por su propia ciudad, por su madre, por el padre de su novia, la que se me asemeja a lo que veo en mi imágen actual. Porque Orhan decide ser escritor del mismo modo que alguien decide comprarse una casa, del mismo modo que alguien como Bill Gates decide fundar Microsoft. Algo con qué ganarse la vida y triunfar al mismo tiempo, pero de ningún modo, una apuesta segura.

Vidas mínimas

vm

José Santos González Vera

A.-Rodrigo Fresán en uno de sus relatos o en una de sus confesiones literarias, escribe en Historia Argentina, que al momento de leer a un buen autor se nos pasa por la cabeza el rostro de ese autor. Cómo era, quien era, cómo sonría y cómo fruncía el ceño. Afortunadamente -continúa Fresán- hay editoriales que en la solapa, incluyen fotografías del autor.

B.-La edición de vidas mínimas que tengo en mis manos, es de la antigua y ya extinta editorial Nascimento. Hojas de papel roneo, dimensiones pequeñas y letras perfectamente legibles. Se entiende por lo tanto, que por todo ello, fricciones violentas o simplemente descuidos al momento de guardar el libro en un bolso o ubicarlo sin mayores miramientos bajo otros libros, produce el desmigajamiento paulatino del texto. Desmigajamiento y no descascaramiento, porque a estas alturas un libro es como el pan. Sin embargo, más allá de ese minúsculo problema, no hay nada malo en la modesta y útil, Editorial Nascimiento, de la que personalmente tengo muy buenos recuerdos, sobretodo con el retrato de un adolescente de James Joyce. En síntesis, todo bien, excepto por la carencia de la imagen del autor en la solapa.

gonzales vera

C.-¿Pero, por qué es tan importante verle la cara a González Vera? Porque en este caso, vida y obra se funden en un mismo plano: En el conventillo, en el pescadero, en las ancianas que van y vienen por sus habitaciones como si ya estuviesen muertas sin saberlo. González Vera vivió en un conventillo (Vidas mínimas le debe el nombre a este relato, a esta forma de vida, a este hogar de medio mundo) y leyó como en su novela, a Kropotkin, Malatesta, Zola y por supuesto, a Bakunin. Entonces ¿Cómo privarnos del rostro de un autor que está ahí, en medio de lo que leemos?

D.-Vidas mínimas es un testimonio, uno sincero y legible (no como los de Vicuña Mackena, Barros Arana, Salazar o Villalobos). Quiero decir, un testimonio sin pretensiones de verdad o de verdades generales, sino, sólo un relato sin otra expectativa que la de ver la luz desde abajo, desde donde se produce el relato, desde la experiencia, desde la pequeña ambición de traducir a palabras lo que se vive a diario.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Adiós Muñeca

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Raymond Chandler.

A.-La literatura negra, o el género negro, tienen esa particularidad trastornante de enredarlo todo. Los nombres, las direcciones, las palabras, y naturalmente las relaciones causa-efecto. En general, la forma tradicional de narrar una -o varias- historia peca de cierta omnisciencia presuntuosa que lo deja todo, a veces desde el comienzo, al descubierto. Es más, en ese tipo de narraciones lineales, decimonónicas, facilistas, todo se sujeta en la horizontalidad, orden y claridad del relato.

B.- Pero quedamos en que la literatura negra, a diferencia de la literatura rosa o de la literatura del siglo XIX y por lo tanto, la literatura anterior al romanticismo, lo enreda todo. ¿cómo? ¿cómo lo enreda¿ ¿Cuál es el propósito de dificultar el entramado de una historia? Creo, después de algunas pequeñas e insignificantes lecturas del género, que la meta es la misma que persigue el detective, si es que se trata de una meta en el amplio sentido de la palabra: en el deportivo y en el desafío. De cualquier modo, los detectives como sabemos, son los protagonistas indiscutidos del género negro.

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C.-Lo que se narra y lo que narra James Ellroy o Raymond Chandler o Truman Capote o Brian de Palma o Frank Capra, es lo que sabe el detective, es decir muy poco al comienzo, un poco más durante el intermedio y probablemente mucho, al final. Son las pistas que encuentra, los golpes que recibe por encontrar o sólo buscar estas pistas y ante todo, son los apuntes que redacta minuciosamente en sus informes pagados de detective privado.

D.-Philip Marlowe es el persona de Chandler. Un detective sin otro motor que el que entrega su oficio. El clásico ex policia de Los Angeles que a fuerza de frustraciones o derechamente, de decepciones, enciende sus fuegos sobre una oficina mal cuidada y desaseada de la que pende un letrero con su nombre y oficio. Marlowe es el estereotipo. Lo que es Vito Corleone para los capos o Woody Allen para los neuróticos sicosomáticos y sobre esta figura, carismática sin duda, se construye lo que Osvaldo Soriano logró rescatar en su Triste y Solitario final. La vida y actitud de un hombre (un personaje, pero también un autor y un género literario) que sobrevuela sus propias limitaciones en la búsqueda más antigua de todo pensamiento: la verdad.

jueves, 28 de agosto de 2008

West End Blues

Escena 1 : Un hombre delgado y de edad avanzada se acerca a un toca discos. Camina con un cigarro apagado en la boca. Al llegar al tocadiscos sube la punta del cigarro hacia su nariz y logra tocarla, entonces, pone uno de los discos agolpados en una vieja estantería. Louis Armstrong. Close up: El disco gira y la aguja va dibujando órbitas perfectas alrededor del disco mientras el hombre da media vuelta y deja el bar. Sólo se ve la sombra del hombre y se ve reflejada en el disco que sigue girando como un trompo de madera.

Escena 2: Un trompo de madera gira al centro de un círculo marcado en la tierra. Seis o siete niños intentan darle con sus respectivos trompos, es decir, con la punta de sus trompos; con clavos y metales puntiagudos. Pero todos caen fuera del círculo en tanto el trompo inicial sigue girando intacto absolutamente fuera de riesgo. Suena un disparo.

Escena 3: El hombre cae frente a las puertas del bar. Las mujeres gritan y Armstrong sigue sonando. ¿El cigarro? Ya está en el suelo, por lo menos medio segundo antes de que el hombre cayera de rodillas frente a las letras pintadas sobre las puertas del bar.

Escena 4: Los niños gritan y corren. Se abren dos ventanas por las que miran mujeres de unos cincuenta o setenta años probablemente y un hombre medio desnudo sale de su casa como si fuera una bomba y no un disparo lo que sonó.

Escena 5: Un tipo gordo, rubio y mal vestido abre la caja del bar y saca unos cincuenta mil pesos. Nadie se da cuenta. El cajero y los garzones están en la cocina marcando febrilmente un número de teléfono.

Escena 6: El dueño del trompo, el niño que lanzó el trompo al interior del círculo está tirado en el suelo y el resto de sus amigos, ya están lejos.

Escena 7: El hombre flaco recoge el cigarro, se acomoda el pelo, se limpia los pantalones y se acerca al tocadiscos. Para la aguja. Close up a manos que detienen la música. Entonces saca el disco y lo guarda bajo el brazo. Desde la entrada llega un silbido. Es el gordo, rubio y malvestido quien guiña un ojo y mueve su mano indicándole la salida.

Escena 8: El trompo gira levemente y comienza a tambalearse hacia los costados. Cuando va a detenerse frente al rostro del niño que está en el suelo se ve una mano que levanta al niño. Y el trompo sale débilmente disparado hacia afuera del circulo donde le espera un zapato café, roto y manchado con barro.

Escena 9: Cómo en los viejos tiempos dice el gordo mientras da unos golpecitos en la espalda del flaco.

Escena 10: Está bien, tres para ti y dos para mi,  pero yo me quedo con el trompo de Carlos, dice el niño mientras se quita el polvo y sacude sus pantalones.

miércoles, 27 de agosto de 2008

El pabellón de oro

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A.-Hace una semana atrás leí que Mark Chapman (el asesino de John Lennon) había disparado sólo porque quería ser alguien o en otras palabras, porque no quería ser un don nadie. Hizo el cálculo demográfico a nivel mundial y sacó por conclusión, que él, era uno de esos números ínfimos que aparecen en los atlas o en los censos mundiales. Nada más que un numerito. Uno entre millones y eso le exasperó hasta el punto de tomar una pistola y disparar por la espalda a Lennon (quien no era solamente un numerito en el censo anual).

B.-Algo así es lo que pasa en El Pabellón de Oro. Mizoguchi, el protagonista de la obra de Yukio Mishima, es un tipo corriente, un estudiante budista como cualquier otro. El problema es que Mizoguchi tiene un trauma o dos tal vez; uno que se refleja en su madre y otro que se entronca en torno a la figura de Uiko, una mujer que forma parte de su pasado del mismo modo que Nagasaki es el pasado de Japón. Bueno, y hay otro detalle: Mizoguchi tartamudea y no es muy atractivo.

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C.-Conforme pasa el tiempo, Mizoguchi se aisla y se retuerce en sus traumas o lo que es igual, en sus teorías intimas sobre la vida, el orden del cosmos y sobretodo la belleza. ¿Puede ser la belleza algo tan feo? Se pregunta una y otra vez en medio del templo budista que lo acoge. Y la pregunta irá desenrollandose hasta una conclusión inevitable donde prima ese sentido de la estética tan japonés, el mismo que se oye en los cánticos budistas roncos y guturales, el mismo de ese erotismo cargado de sangre y silencio, el mismo sentido de la belleza que hay en el atuendo de una geisha.

D.-La historia transcurre en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial. Es un período absolutamente negro en la historia de Japón (con norteamericanos invadiendo algún país, la oscuridad es indiscutible) y en términos globales, de oriente. La obra toca el conflicto de Corea y si Mizoguchi hubiese sido más concienzudo podría haber rozado la guerra de Vietnam. Es el trasfondo de esta historia lo que da el motivo a Mizoguchi. La inevitable mortandad de la humanidad, la inexpugnable racionalidad de la destrucción y la soledad insignificante de un tartamudo feo, es lo que pone en marcha la razón de nuestro protagonista. Un hombre sin cualidades extraordinarias que viaja mental y corporalmente por un Japón devastado y en riesgo constante de perderlo todo. Mizoguchi ve entonces, la belleza de un templo y la fealdad de si mismo como una razón o quizás como una obligación, donde es él -a fuerza de mal- quien debe compensar la transparencia de sí en un millar de personas, dando el tiro de Chapman o el puñal por la espalda a un templo que eventualmente, arderá como un bonzo.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Me casé con un comunista




Autor: Philip Roth


Título: Me casé con un comunista


Editorial: Alfaguara







A.- Una vez que los aliados bajan a Normandia y los soviéticos llegan a Berlín en la más completa calma, ah, y por supuesto, luego que los norteamericanos sorprendieran al mundo con su juguetito atómico en Japón, la segunda guerra mundial se daba por terminada. Más adelante vendrá lo de Corea y lo de Berlín, o lo de Vietnam y Cuba o lo de Checoslovaquia y Afganistán Pero eso, según dicen los entendidos no era precisamente una guerra, no en el sentido lato y total del término, sino, una pequeña variación etimológica del término, constituyendo las miles de personas muertas en el Vietnam del 68 o en la primavera de Praga, una nimiedad, algo así como una desviación anodina y sin mayor trascendencia para las gloriosas dos guerras mundiales, esas mismas guerras que tanto norteamericanos y soviéticos, enarbolaron como Victorias para el mundo entero. Para la paz y estabilidad del mundo entero.

B.- Craso error: los dos aliados más poderosos durante la segunda guerra, eran por antonomasia lobos vestidos de corderos del pasado siglo. Se trataba de diferencias insalvables, caminos distintos y antagónicos hacia el progreso. Porque ambos compartían la carretera (carrera Nuclear, carrera espacial, carrera económica) pero no la meta. Unos soñaban y los otros más pragmáticos, se aprovechaban de los instintos más oscuros del ser humano. Lo que Toynbee define como instinto de egoísmo. Está claro quienes son los pragmáticos y quienes los soñadores.


C.- En este contexto se desarrolla la trama de Me casé con un comunista. Es un libro que recoge lo peor del período de posguerra y a la vez, hace de toda esa basura ideológica (la del mcartismo y la del comunismo) la médula de una historia vertiginosa e intensa que baja desde lo general de esas ideologías, hasta lo particular, es decir, hacia la carne, hacia los cuerpos y las mentes de protagonistas comunes y corrientes que exudan tensiones como si fueran los responsables del conflicto de los misiles. El personaje principal es Ira, un rudimentario cavador de zanjas educado en el comunismo mediante lecturas guíadas de los clásicos marxistas, y Eva Frame, una artista de gran renombre entre el mundo del espectáculo norteamericano. Obviamente, Eva o produce lo que genera Ira, sus discursos, sus lavativas políticas y su forma de vida, es en esencia muy diferente. Pero se enamoran, se casan y se liquidan.


D.- Ira llega a ser un gran artista en programas televisivos y radiofónicos, gracias a su notable parecido con Lincoln y en especial, por su oratoria ferviente en torno a temas políticos. Es esto lo que lo une indisolublemente a Eva, pero también, es ese, su éxito repentino y descolgado de la realidad –su realidad- la que lo socava, aislándolo de sus camaradas políticos y en reversa, de su propia mujer. El nombre de Ira no es sólo un nombre, es todo lo que es. Y son las conjeturas estudiadas durante seis noches por su hermano mayor, cincuenta años después en torno a su figura, las que darán la clave de su éxito y su hundimiento, o lo que es igual, la comprensión de su historia de vida, que en el fondo y sólo en el fondo, nada tenía que ver con el comunismo ni con la política de hielo de su época.

lunes, 18 de agosto de 2008

Persona non grata




Título: Persona non grata

Autor: Jorge Edwards

Editorial: Grijalbo








A.- En la universidad conocí a un tipo chistosísimo y según me dictan impresiones momentáneas, uno de los compañeros -y en oportunidades-, amigo (porque para él, la palabra amigo era como un universal para los escolásticos) más graciosos que he conocido. Ésta número uno en la lista. El punto es que X me habló de Sexual Democracia, o de pasadita me hablo de Sexual Democracia, lo que quiere decir que no era su intención nombrarlos o entablar una conversación en torno a este grupo, sino que lo hizo, sólo cuando en la radio sonaba una de sus canciones y con su estilo tan propio, hacía las baterías y cantaba como si fuese el vocalista o el maestro del vocalista.

B.- “hablar de política es meterse con políticos”. Recuerdo ese fragmento del mismo modo en que recuerdo un beso en una estación de metro o a Eddie Vedder entonando como un tenor italiano Release en Santiago. La frase de la canción, el énfasis que le dio X a la canción, me pareció de lo más adecuado y producto de ello, es que hoy, después de haber leído el persona non grata de Edwards, la frase, la oración si se quiere, que puede ser mero panfleto o slogan estilizado, me hace mucho sentido, sobre todo por lo que no dice. Política, poder, control, sumisión, liderazgo, estrategia, totalitarismo, fascismo, marxismo, etc. Una sarta de estupideces que sin excepción, terminan en la más anquilosada corrupción. Hablo de la corrupción que se hace con billetes, la de los sobornos, la de los arreglos subterráneos, la de las promesas perfectas que duran lo mismo que el vaciado del estanque del water después de tirar la cadena.



C.- Edwards habla de política así que se mete con políticos y le cuesta caro. Porque una cosa es hablar de política como político en una cámara de diputados, en un debate abierto, en una contienda electoral, etc, pero otra muy distinta, es referirse sinuosa y sutilmente a esos Clistenes y Demostenes de pacotillas, o peor aun –y este es el caso del libro y el contexto en que se produce el libro- toparse con la desagradable esquina donde habitan los “wanted” del lejano oeste en sus formas más inverosímiles y elaboradas; CIA, KGB, GESTAPO, CNI, etc. Aparatos de inteligencia les llaman. Mecanismos de seguridad, policías estatales, polifemos blindados respaldados por el gran primer ministro o el dictador de turno, algo así como una teocracia en medio del ateísmo.

D.- El caso es que Edwards como tantos otros (Reinaldo Arenas, Lezama Lima, Virgilio Piñera, Pedro Juan Gutierrez, para el caso de Cuba) denuncia el peso de la política sobre la literatura, pero bien podría ser el peso de la política sobre cualquier esfera de lo privado o lo particular o aquello que unos llaman libertad de expresión. Y Jorge Edwards talla su testimonio de manera minuciosa. Un diario de vida en la habana, con partidos de golf junto a Fidel Castro incluidos. Escribe como el “dime con quien andas y te diré quien eres” funciona como un reloj suizo cuando se trata de aplicar mecanismos de inteligencia entre aquellos advenedizos, o nuevos colaboradores de la causa. Los escritores no aportan nada, son un grupo de libertinos y borrachos que no construyen la revolución, dice Fidel en una de sus entrevistas junto a Edwards. Si no hablan de agricultura, de medios de producción en el ingenioso tono marxista, entonces hay que sacarlos de en medio. La censura, la compra de la totalidad de los ejemplares, la cárcel, etc. La caza de brujas cubana al intelectual quisquilloso, y ojo, que no se trata de escritores hostiles al sistema, sino simplemente pensadores que relatan el hambre y los pequeños problemas de su país. Entonces, ahí pareciera que no es conveniente señalar yagas ni mucho menos intentar curarlas, por el contrario, hay que caminar con los brazos atrás y auscultar lentamente lo que la política erige para luego, construir el paraíso en la tierra y omitir las fallas, descartar las falencias, fingir que todo anda muy bien y que las cosas que quedan por reparar son superfluas. Porque lo primordial, está en excelentes condiciones: El Estado totalitario funciona a las mil maravillas.

martes, 12 de agosto de 2008

Atardecer



Ayer, mientras ordenaba mi pieza, escuchaba radio. Era un programa de música para películas y la banda sonora era de Evening, una película norteamericana estrenada hace poco. De todos modos no estoy seguro, pero algo así escuche considerando las interrupciones obvias del taladro y si en un primer momento no le tomé mucha importancia, luego, cuando salí a dejar las herramientas al cuarto trasero, me quedé pensando en lo que poco a poco iba transformándose en un murmullo, algo inaudible, una música lejana como cuando pasa un auto con volumen fuerte y luego, sólo queda una estela. De ese sonido me quedo una impresión vaga y al volver a mi pieza, me encontré con la misma melodía de antes pero con un piano y unos violonchelos preciosos desde el fondo. Jan Kaczmarek se llamaba el músico. Jan Kaczmarek como un ruso exiliado en tiempos de guerra fría. Jan Kaczmarek como un viejo leñador del siglo XI. Jan Kaczmarek como cualquiera en Europa. Jan Kaczmarek como una excepción en este país.
Y si yo tuviera mi casa –me decía- escucharía a Jan Kaczmarek la mayor parte del tiempo. Habilitaría un cuarto para los libros, algo así como una cabaña dentro de una casa, una pieza petrificada en el tiempo con maderas nobles, tablas oscuras y agrietadas interminables en su profundidad. Escucharía música incidental, sin voces, sin gritos, sin cambios bruscos de tiempo. Sólo una melodía, una en su estado más pristino, una melodía sencilla, un silbido acompañado por las cuerdas y los vientos. Y me gustaría llegar a mi casa y encontrar la radio encendida y sobre ella o en ella o desde ella, esa música inacabable dándole movimiento a los muros y ensanchando lo estrecho que seguramente han de ser sus pasillos. Sueño con un parqué impregnado de betún y destilando un aroma a pasta de zapatos y deslizándose como un ovillo tras otro ovillo, un gato gordo y peludo que pueda recordarme a Allan Poe o a George Simenon, pero más que a nada, a mi infancia o a la infancia ilusoria de mis hijos caminando sobre sus pijamas de una sola pieza, mientras corren por los pasillos del mismo modo en que correrían por un jardín inglés.
Tengo miedo, me dije, tengo miedo de ya no temerle a las culebras ni a las arañas delgadas y puntudas. Tengo miedo de no temerle a mi vecindario a las doce de la noche ni a un ataque al corazón mientras en la ducha, canto strawberry fields forever. Tengo miedo de que mi miedo sea yo, que entre mi cabeza y mis pies, medie una distancia repleta de piratas y callejones sin salidas que me inmovilice o bruscamente, me señale un camino sin utopías ni sueños, un lodazal más, una estafa dentro de tantas, quiero decir, mi suma que resta, el paso del cojo tras el puño del manco. Pero aquí esta Kaczmarek. Salgo a dejar un par de herramientas y me encuentro con un intruso que sin decir ni una sola palabra, me llena de historias y soliloquios perfectos de donde provienen mis miedos. Mi miedo de seguir escuchando a este ruso –probablemente un húngaro o un finlandés en vez de un ruso- que corta leña en un bosque del medioevo, solo, no en mi casa de sueños, sino que aquí, en esta misma pieza, con esta misma edad, con estos mismos libros, con esta misma luz deprimente, con estas mismas ganas de mirarme un espejo, cerrar los ojos y contar hasta diez, para que al final aparezcan tus manos en lugar de las mías y cómo suele ocurrir en las películas, todo se cumpla al pie de un guión optimista. Porque en definitiva, a lo único que le temo es a perderte y con ello, a perder el único modo que conozco de vivir.

viernes, 8 de agosto de 2008

Réquiem por Brown




Autor: James Ellroy
Título: Réquiem por Brown
Editorial: Punto de Lectura













A.- A medio camino entre el cine y la literatura o entre la literatura y la música, James Ellroy despliega una historia profundamente oscura con banda sonora entre capítulo y capítulo. Beethoven, Wagner, Bruckner, en fin, los románticos se pasean por Los Angeles del mismo modo en que Fritz Brown, detective privado y protagonista del libro, pareciera ser el superhombre de Nietzche tratando de arrojarse al vacío mientras un violonchelo toca algo de Bach o mientras ráfagas de balas viajan desde Tijuana hasta la frontera con Estados Unidos. Todo esto pareciera ser una síntesis, una breve genealogía del bien y el mal, uno de los tantos ensayos dialécticos y sin grandes pretensiones. Probablemente Steve Sodenbergh y Paul Haggis hayan sacado lo suyo.

B.- En algún momento Fritz Brown compra una grabadora y se dedica a contar su caso. De todos los menudeos propios de una investigación que requiere persecuciones, seguimientos y una que otra oficiosa lectura en archivos policiales más o menos secretos, Brown compulsa sus crímenes. Tres asesinatos, violación a la propiedad privada y un incendio furtivo y azaroso de donde más allá del fuego, emerge la cara embadurnada de sangre de un viejo degenerado adicto a la zoofilia. Brown padece de paranoia. Ha dejado huellas y lo buscan, pero su mayor inquisidor está en su cabeza. Y así, del Camello al León del León al niño del niño al Superhombre.

C.- El hombre nuevo que moteja Brown está en Bonn, está en la casa de Beethoven, está en algún teatro con orquestas dirigidas por Karajan, está por consiguiente en la única verdad existente: la música.




D.- Y Brown se queda con la música. Sin mujer, sin Walter su amigo del alma (un borracho compulsivo adicto a la ciencia ficción). Se queda solo, gastando una fortuna en discos y con su conciencia carente de milagros. La conciencia de un ex policia desafortunado y de un detective privado atenazado por un extraño deber moral carente de pastiches cívicos.




jueves, 31 de julio de 2008

Comedia Nupcial



Autor: Rafael Gumucio
Título: Comedia Nupcial
Editorial: Debate







A.- Es el hombre de Plan Z. El mismo que salía fumando marihuana y cantando a Bob Marley en el Planeta Marihuana del principito. El mismo que compulsivamente, robaba relojes y televisores de una sala de profesores. El mismo que pudo entrevistar a Don Francisco sólo cuando este lo vio con una muleta. Es Rafael Gumucio. El cerebro de Plan Z y de The Clinic.

B.- Además de hacer reír, Rafael Gumucio escribe y lo hace muy bien. Hace reír y luego nos sepulta con toneladas de tristeza. Desconcierta y sorprende. A veces es en efecto una comedia; la ridiculización ingeniosa de la tragedia. Pero a veces es también tragedia pura. Es desmedidamente hiriente, sí, eso es. Su libro y su escritura son hirientes porque identifican. Veo mis defectos en Mario, el personaje principal del libro.



C.- Claro, yo no viví el golpe. No me topé con un grupo de milicos furiosos (los únicos reales) en un país de mentira. Tampoco me llené la boca y los ojos de toda la palabrería aristocrática de los fundadores del país, los descendientes de los presidentes, los familiares de diplomáticos y hacendados legendarios. Estoy a años luz de eso. Y el punto finalmente es que el temor no es patrimonio de una clase social. Ahí estoy yo, donde está el temor y seguramente, ahí estarán muchos, más incluso, de lo que sea decorosamente aceptable

D.- El libro empieza como una broma y termina como una broma. Es circular, pero la broma no hace reír y el truco de Gumucio es por lo mismo, perfecto. Sólo la mejor de las bromas deja en el más completo silencio a su víctima y aquí, todos quienes lean su Comedia Nupcial serán mártires de este gran Bromista que siempre ha sido Rafael Gumucio.

miércoles, 30 de julio de 2008

Los Románticos



Autor: Pankaj Mishra
Título: Los Románticos
Editorial: Anagrama




A.- Lo que me llamó la atención fue la imagen del libro. Se trataba de una playa que terminaba donde comenzaban unos extraños domos parecidos a las terrazas de cultivos incas. Asumo mi ignorancia. No sé de que se trata. Sé -por lo que sé del fotógrafo de esa imagen- que se trata de Benáres al igual que el libro mismo. Pero en esencia es eso. Me atrajo la forma de esa playa y el contraste entre el azul leve del mar y el café de los domos. Por un momento pensé que se trataba de arena amoldada.

B.-Luego viene el tema del prestigio. Y es que si se trata de un libro de Anagrama, debe ser distinto y con esto, quiero decir, afortunadamente distinto, aun cuando las probabilidades siempre tengan algo de corrosivo y vayan de la mano con la decepción. No obstante, con la casa de Herralde sucede que hasta la decepción es diferente y eso, ya es un punto a favor.


C.- Indudablemente, el primer flechazo, sea cual sea la imagen y sea cual sea el autor o portada, proviene del título y en este caso, el título era lo más cursi. Más que la playa y la impronta hindú tan llena de melancolía y tradicionalismo, es ese nombre simple, ese título que no se anda con rodeos, el que me imanta. Con “los románticos” como antecedente total, me preparo para leer sobre amor, pero sobretodo, de penas de amor. Es una necesidad infundada una necesidad innecesaria que me tomo por licencia. Más por la paradoja del amor a los malos viejos tiempos, que por nostalgia del pasado mejor.

D.- Pero fallo. No consigo leer sobre penas de amor, por el contrario, a lo largo de las 278 páginas que conforman el libro, sólo encuentro una pena, sólo una, el colmo de lo individual, el tándem pacífico de un hombre que ama hasta quedarse solo y lejos de su paraíso europeo en medio de la India. Se trata de una gran pena de amor que atraviesa el libro como un disparo. Un suicidio con la música de Ravi Shankar de fondo, pero también con Schopenhauer y Flaubert como colaboradores indirectos y discretos, quienes en esta historia, asumen el rol de ancianos de la tribu o pater familias de Samar nuestro personaje principal: el romántico de los Románticos.

lunes, 7 de julio de 2008

Asedio


Mira donde pones el ojo
cazador
lo que ahora no ves
ya nunca más existirá
lo que ahora no toques
enmohecerá
lo que ahora no sientas
te ha de herir algún día


Poema escrito por Omar Lara (1941)

miércoles, 2 de julio de 2008

De los ojos a la espalda


Paso los ojos por un libro de historia española. El autor es Louis Bertrand y me imagino que por la edición y el aspecto del libro (1937, páginas amarillas y en descomposición) pertenece a la generación de historiadores cuerdos y absolutamente desprovistos de giros filosóficos y hermeneúticos. Un autor lúcido. Realista a fin de cuentas. Pero no es lo único que leo. Leo a Pablo García, escritor chileno de mediados de siglo y que para mi sorpresa, entre todos sus errores de sintaxis y de estructura, escribe muy bien. No académicamente bien, sino que desmesuradamente bien, digamos que si su libro La noche devora al vagabundo, fuera leída por Octavio Paz, él caería en un estado intelectual complejo y escrutaría al máximo sus posibilidades juicio. Se vería entre la estrecha distancia que media entre la espada que vence a la anemia del lenguaje y la pared que es dejar atrás la cosa en sí. Porque García vence la anemia del lenguaje, pero no deja atrás a la cosa en sí. Él es más bien como un primitivo que ve en el toro de Altamira a un toro de carne y hueso.

Ayer terminé de leer el beso de la mujer araña de Puig y después de enterarme que hay una versión para el cine de Héctor Babenco (el mismo que llevó a la pantalla grande El Pasado de Alan Pauls) quiero tener la película en mis manos o en mis ojos. Da igual porque cuando tienes una película de gran vuelo frente a ti, pronto metamorfosea en sentidos distintos a los de origen y claro, la ves por los ojos y todo ese rollo tan, cómo decirlo, tan Ernst Cassirer o tan Edmund Husserl, pero luego te das cuenta que las cosas no funcionan como las describen ellos, ni menos Kant con su genialidad de lo ontico y lo noumenico, sino que el mundo o más bien las cosas, las simples, las mundanas, las pedestres cosas de todos los días, tienen un significado más bien abstracto (sí sí, venciendo lo anémico) y la peliculita de Babenco o ya que estamos hablando de cine, las películas de Lynch, Jarmusch o Scorsese, terminan por ramificarse hacia cualquier lugar menos a su lugar de origen. Toro Salvaje termina concentrándose en el estómago o en un extraño dolor de espalda.

El libro de Puig es un tomo empastado en café. Letras doradas que además de indicar el título y el nombre del autor, señalan la ubicación en las estanterías de la biblioteca, igual que Los Premios de Cortázar. Voy llegando a la doscientos y por lo menos esa edición, tiene cerca de cuatrocientas páginas. A ratos siento que la historia me vence. Mucho juego, mucho personaje, mucho hilvanar conclusiones precipitadas y poco argumento. No es culpa de Cortazar obviamente, el tipo escribe mejor que San Mateo y terminas por hacer de cada una de sus palabras, verdaderos testamentos móviles, pero yo estoy acostumbrado a que las cosas avancen o de plano, se desplomen. Y en la novela no pasa eso. Quizás en las doscientas páginas que quedan hay un vuelco medio M. Night Shyamalan y las cosas se ponen interesantes hasta el punto que te tomas la cabeza como en Rayuela y piensas por un instante, que ya está todo hecho o que Cortazar es el temible Dios de la escritura. Podría pasar eso y espero que así sea. A nadie le haría mal otro capítulo 7 u otro 41.

Todo lo mitigo con Eric Hobsbawm y la siempre irreducible lectura de los orígenes del jazz y las revoluciones de 1968 que de paso me llevan a Vietnam y al recuerdo fresco de Gángster Americano, película reciente que traslada al cine hasta el cielo o el lugar que sea desde donde mira y sonríe Elia Kazan o Marlon Brando. Todo se relaciona. Los ojos con los libros, los libros con el cine, el cine con los ojos, los ojos con el estómago y el estómago con la presencia de algo que lo une todo. Algo indefinible, un pegamento inenarrable hasta la desesperación, algo que por un segundo crees saber y poder nombrar, pero que luego escurre por las comisuras del tiempo. El segundo en que te llevas el diclofenaco sódico a la boca y el instante en que tu espalda comienza a descansar al fin, de todo el trabajo que le ha puesto por delante un par de ojos omniscientes a ratos y tremendamente desconsiderados la mayoría de las veces.

jueves, 26 de junio de 2008

Literalmente Literatura

"La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad. Por eso fue posible que una poesía paradójica, de la angustia y de la opresión, naciera en medio de los hipermercados y de los edificios de oficinas. No es una poesía alegre; no puede serlo. La poesía moderna ya no aspira a construir una hipotética 'casa del ser', del mismo modo que la arquitectura moderna no aspira a construir lugares habitables; sería una tarea muy diferente de la que consiste en multiplicar las infraestructuras de circulación y de tratamiento de la información. La información, producto residual de la permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso al lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos." La vida como supermercado. Michel Houellebecq

viernes, 20 de junio de 2008

Footsteps

De pie en el metro. De pie y con las manos en los bolsillos, sostiene entre sus piernas su bolso. Llega a Estación La Cisterna y antes de bajar, espera que todos lo hagan. Pretendía quedarse allí, escondido, tirado bajo un asiento a la espera de una linterna con una voz ronca y adormilada que lo invitara a salir. Quería ver los carros de noche y cómo funciona eso de las líneas que se acomodan a medida que vienen y van los trenes. Pero no hizo nada de eso. Sólo bajo después del resto e incluso, alcanzo la misma premura que llevan los que intentan llegar primeros a quien sabe donde.

Recordó a su profesor de universidad, al viejo ronco, cascarrabias y de contextura infinitamente delgada. Tuvo la impresión de tenerlo al lado mientras subía los peldaños. Y escucho cómo esa voz de madera podrida, le decía que todo era una carrera y que a la meta sólo llegarían los más rápidos, pero también los más avispados.

Sintió nauseas, ganas de vomitar todo lo que había comido en el día y mirado desde el presente, el almuerzo y el desayuno le parecían un cóctel de mierda. Lo curioso es que no había almorzado ni tomado desayuno. Pero no sentía hambre. Sólo añoraba un vaso de jugo de durazno y un baño entre otras cosas. Probablemente leer algo de Houellebecq. Imprecaciones, maldiciones o efusivas bienvenidas al mundo de la poesía. Le hubiese caído bien algo de Bataille. Algo de pornografía sublime en medio de una canción de Bill Evans.

Subió los peldaños a la fuerza, más por inercia que por voluntar y cuando llego al final, decidió que no tenía ganas de llegar a ningún sitio y rápidamente miró alrededor en busca de asientos. Cuando al fin encontró un par desocupado, corrió a sentarse. Luego miró su reloj (un viejo reloj suizo que lleva perpetuamente un atraso de diez minutos) y abrió su bolso en busca de comida. Encontró las galletas que su madre le había dado como colación y en cosa de segundos las devoró con un hambre animal. Una vez que limpió su abrigo de migas, escogió un libro de historia para leer y desdobló el borde de la página 54. La opresión rusa sobre los polacos. La prisión de Bakunin. La Grosería genuina y legendaria del Zar Nicolás.

Una niña jugaba con una tapa de bebida. La pateaba y la paseaba por el suelo lentamente. La reina Victoria despreciaba a Nicolás. La niña miraba la tapita de Coca Cola; buscaba algo en el reverso. El se rascaba una pierna mientras pensaba en lo popular de Cal y Canto. La tapita giraba y tambaleaba al borde del anden. Palmerston quería guerra, Thiers quería Guerra, pero ni Victoria ni Luis Felipe estaban de acuerdo. Claro, Cal y Canto se construyo durante el siglo XVIII un poco después de los tajamares del Mapocho. La tapita caía. El cerraba el libro. La guerra, la guerra, qué habrá sido de la guerra.

Miró por segunda vez la hora y decidió que debía regresar a casa. Seguramente estaría su madre esperándolo con el almuerzo listo, era día de legumbres y no podía dejarla plantada. Dejó el libro dentro del bolso, acomodó su bufanda sobre el abrigo y camino a la salida. Contó los pasos como cuando era niño y contaba los pastelones que alcanzaba a pisar sólo una vez. Veinticino pasos y como siempre, ya estaba afuera.