viernes, 23 de mayo de 2008

Veinticinco

"Exaltado por mi revólver, comencé a mirar de un lado a otro
y de repente me pareció que la realidad entera se desgarraba"
Georges Bataille
Llegando, ves una iglesia absolutamente tosca. Es amarilla, cuadrada y al parecer construida más con escuadras que con inspiración divina. Se ve por lo menos desde unos quinientos metros, lo que equivale a decir, que su fealdad nos arrastra quinientos metros a la redonda, cosa curiosa porque la iglesia es cuadrada.
Lo que sigue es más aceptable. Ligeramente Aceptable. En Santa Rosa nada se acepta del todo ni menos de buenas a primeras. Nada se tolera ni se comprende, todo es un caos. Entonces al bajar de la micro te encuentras con un colegio cuyo nombre responde al nombre de la Iglesia, siendo de ese modo, la fealdad una cuestión nominal y el contagio un asunto incontrolable. Hay también almacenes de ventas al por mayor, (helados, confites, cosas de ese estilo, cosas que se venden en las micros y en las calles, nada muy lujoso) una oficina regional de agua potable, una notaria de poca monta y desde luego la municipalidad de La Granja, siendo –sin afán de exagerar- nuestro veinticinco un Axis Mundis o una Babilonia moderada, digamos, una Babilonia sin jardines colgantes, sin reyes cultos, ni bibliotecas legendarias. Sólo un punto equidistante entre el cielo y la tierra del que a menudo, lo ignoramos todo.
Cuando bajas de la micro, sobre todo si es de noche, sientes que ya has estado ahí por lo menos un centenar de veces. No importa si pasas o si te quedas, si esperas o desapareces. Lo que cuenta es pisar el Veinticinco. Todo resulta familiar; los perros hambrientos, los carritos de sopaipillas, los vendedores ambulantes de sustancias y bombones. Oyes gritos, claro que los oyes y eso te parece normal aun cuando vivas en un monasterio o por casualidad, hayas perdido los oídos por un resfrío. Ves como todo el mundo entra y sale, de, y hacia ningún lugar. Vuelves a montar la micro.
Las luces de la noche son como escenas mortuorias de viejas películas ochenteras –como Loteria solar, como blade runner- aun cuando alguna de ellas, sólo exista en tu imaginación o en el recuerdo vivo de cierta lectura de ciencia ficción. Hablo de aquellas malas cintas en las que el mundo superaba sus cotas de existencia real, las que la ciencia y los sacerdotes mayas pronosticaron. En esas cintas, siempre es de Noche. Recuerdo una. Se llamaba “el puño de la estrella del norte”, una extraña película ambientada en un futuro que bien podría ser el futuro de la calle San Antonio o Bandera en el centro de Santiago. Imagínalo así: Hay mendigos por todas partes, bares en cada esquina, botes de basura tendidos en el suelo, perros olisqueando las cajitas felices de Mcdonald, niños vendiendo rosas, niñas vendiendo rosas (efectivamente en el futuro hay igualdad de género) y anuncios de neon tintineando de la forma que tintinean los locos con sus tics al olvidar sus drogas. Ese a grandes rasgos es el escenario de “el puño de la estrella del norte”. Me gustaría contar más de esa película, pero no recuerdo nada, excepto detalles insulsos respecto al protagonista y a su técnica de lucha, llamada obviamente “el puño de la estrella del norte”. Un golpe letal, rápido como los viejos ninjas. Me permito recapitular con Santa Rosa, que es, según entiendo, lo más parecido al puño de la estrella del norte, precisando obviamente que Santa Rosa ocurre ahora y no en el futuro, pero ¿Qué es el futuro?
Nuestro presente está claro: es el Veinticinco. Es nuestra Cancion Triste, nuestro lugar imaginario pero a la vez ficticio, quiero decir, nuestra realidad móvil, acoplable como la novela de Rodrigo Fresán, como el Amberes de Bolaño, como el cut-up de Burroughs, como las maquinarias de Guerra deleuzianas. Todo eso pero más íntimo, más habitual. Es el lugar donde todo converge, el este con el oeste, el sur con el norte, los perros y los hombres. La humanidad y la muerte (que corolario tan inseparable). Apareciendo por lo general más perros que hombres, más muerte que hombres. E intento registrarlo todo, los perros, los hombres, los carritos de sopaipillas, las mujeres con delantales blancos vendiendo tortillas, los conductores de micros sentados en los troncos mientras la gente toma por asalto las micros, los escolares escupiendo las puertas, los payasos abanicándose con los cuchillos gigantes de plástico, en fin, el escenario variopinto de nuestro veinticinco. Intento escribirlo todo, pero no puedo. De cualquier forma, escribir nunca es perder el tiempo sino todo lo contrario, ganar una inmensa fracción de tiempo, no aquí ni ahora.

Hablo del futuro.


lunes, 12 de mayo de 2008

A.-

Yo aprendí a nadar. El golpeteo de las olas, esa tronadura perfecta, redonda como la explosión de una bomba en el fondo del mar, me dio la clave. Me refiero a una contraseña, un santo y seña de hierro, invaluable e inviolable. Y las olas venían una tras otra. Héctor gritaba “maremoto”, otros como Francisco, como Enzo, escandían diámetros, equiparaban curvaturas, otros como Carlos desarrollaban sorprendentes ejercicios de ingeniería y soportaban estoicos el flujo de las olas. Yo rodaba, la arena raspaba mis codos y la fuerza del agua me devolvía una vez más. Otro ciclo más, como si el giro desprovisto de ángulo y eje no fuera suficiente para orientarme en esa vía láctea salobre.

B.-

A penas miraste. No sabías quien era. Nuestra génesis fue un cuento de Salinger. Fue la vida de Salinger. Yo miraba de reojo por el hueco de la cerradura. A veces abría la puerta de la habitación de Salinger. A veces me lo tomaba en serio y salía de la habitación. Te buscaba en tu mundo.

Otro mar.

C.-


Optamos por la evasión. Una evasión simbólica como la representación infantil de una estrella fugaz. Una cámara lenta, tan lenta que tanto la estrella como su estela hacen de la fuga una paradoja. He ahí la gran fábula. Lo que corre, lo que se va, lo que cruza umbrales a velocidades estelares, acaba –siempre y cuando el ojo humano sea testigo- convirtiéndose en un retrato de piedra donde las tortugas y las dimensiones geológicas del tiempo, son la verdadera hazaña de la inmortalidad.

martes, 6 de mayo de 2008

La oportunidad.



"Buenos sitios donde den trabajo no los hay, amigo... Malos, sí, de sobra... Yo dentro de un mes y cuatro dúas cumpliré los sesenta y cinco, y he trabajado desde que tenía cinco años, creo, y aún no he encontrado un buen empleo" John Dos Passos


Sobre cómo llego allí, sobre cómo apareció entre los mesones, las sillas desvencijadas y apunto de coronar una catástrofe, es por excelencia, el misterio. Lo demás, los niños, las patrullas deambulando como carros fúnebres, los evaluadores derrotados y los fantasmas a la vuelta de cada esquina, son la claridad.
Nadie supo de dónde venía y de alguna forma él mismo ni siquiera sabía hacía donde iba. Sólo apareció y lo hizo con la inocencia típica de los desprevenidos.

Era una comuna limítrofe. Pedro Aguirre Cerda, Cerrillos o dada la orientación del viento, Peñalolen, pero no, no era ninguna de esas comunas, no al menos en los términos que la orientación o esa brújula innata que los hombres desarrollan después de perderse un centenar de veces, dicta. Si lo eran, si esas comunas efectivamente determinaban el lugar al que él, sin saber llegó, lo eran sólo nominalmente. Categorías superpuestas, asimiladas por arte poético, por analogías bastardas fundamentadas en paisajes amarillos y grises, con casas moldeadas por tablas disímiles, latones oxidados y pizarreños invirtiendo el orden de las cosas. El techo en los muros, los muros en el suelo, el suelo y la tierra en el cielo.

Cuando nuestro personaje abrió los ojos, se encontró en un gimnasio, un galpón anémico repleto de mesones, bancas y sillas. Luego vio entrar a un hombre vestido con un traje formal, pero horriblemente combinado. Pantalón verde oscuro, camisa blanca con cuadros verdes y un vestón azul. La corbata tenía dibujada formas abstractas que a él le parecieron espermios o piriguines congelados. Nuestro personaje pensó en saludarlo, pero al ver que el hombre de traje se dirigía en línea recta, como un sonámbulo al comienzo del galpón, cambio de idea. Entonces vio entrar a una tropa de jóvenes. Parecían vestir de escolares, pero el hibrido de los pantalones grises y la camisa blanca, contrastaba con los polerones rojos, blancos y los gorros roidos por su transpiración y garabatos a lapicera en los costados.

El hombre que ingresó al comienzo dijo ser profesor y empezó la clase. Nadie escuchaba. Todos hablaban. Unos lanzaban papeles, otros rayaban las sillas. Las mujeres retocaban sus cejas y miraban sus rostros en diminutos espejos con bordes ovalados de plástico. Ese era el escenario para cuando entró el segundo hombre vestido con traje, quien a diferencia del primero, se paró al fondo del galpón y miro fijamente al primero. No pasaron más de diez minutos y el primer hombre dijo que no podía más, que estaba cansado y que renunciaba.
Muy bien, dijo el segundo hombre, y mirando a nuestro personaje, le pregunto si podía hacerse cargo él de la situación. Él dijo “claro”. Y les habló de José Joaquín Pérez y de Chile y de las guerras y de los hombres y de la infamia. Pero todos seguían en lo suyo, incluso el segundo hombre que ahora depositaba su mirada en nuestro personaje.

Un joven dijo que no se esforzara, que ninguno de ellos obedecería, pero nuestro personaje se acercó y le dijo algo al oído, y cuando volvía al comienzo de ese gimnasio de raras proporciones, el joven a quien habló, se acercó a un grupo de ocho jóvenes, entre ellos, tres mujeres, y les dijo algo entre murmullos, que parecían contener un agravio o probablemente una duda potencialmente ridícula. Cuando terminó de hablar con sus compañeros, ellos estaban en silencio y nuestro personaje hablaba de La Guerra contra la confederación Perú-Boliviana.

La tonalidad del gimnasio era oscura. Se notaba a simple vista la humedad en las murallas, signo irrefutable de que por ellas pasan cañerías antiquísimas. Habían rayas que parecían condenar al lugar al epígrafe de algún archivo penitenciario o por lo menos, a necesidades básicas sin cumplir. Los rincones eran urinarios y el olor a mierda se escamoteaba entre los perfumes baratos de las mujeres y la fetidez del sudor congelado en la lana y el algodón.

Eran doce los niños en silencio, doce los cuadernos abiertos, veinticuatro los ojos mirando a nuestro personaje, doce las cabezas gachas en signo de aprobación y arrepentimiento, el resto, los más de cincuenta jóvenes que colmaban el galpón y amenazaban con voltear alguna mesa en cualquier momento, seguían como siempre, cumpliendo su rol histórico, su función ingrata, concedida no por un arranque de voluntad o rebeldía, sino por esa forma tan curiosa con la que trabaja el azar. La súbita emergencia de los hombres al patíbulo; la de ellos claro, la de los jóvenes, pero también la del primer y segundo hombre, y cómo no, la de nuestro personaje que a ojos del segundo hombre, reprueba igual que el primero y dimitirá, en un par de días, del mismo modo que el primero.

Cuando nuestro personaje salió de aquel lugar, siendo aceptado por el segundo hombre, vio pasar a una patrulla y se encontró con un asalto a una panadería. Quienes apuntaban a los dueños del negocio, le gritaron que pasara, que el asunto no era con él. Entonces pasó por el costado sin importarle los dueños, ni la seguridad de los que estaban adentro. Caminó en línea recta, mirando de vez en cuando hacía atrás, y le pareció ver que no era él quien desaparecía, sino que como en un barco en movimiento, las calles, los edificios, las casas e incluso los cerros, se deslizaban lentamente. No soy yo quien se va insistió, tarareando una canción que desconocía, tal vez una estrofa y un ritmo inventado por él y vio salir de una casa, a ese joven a quien habló mientras intentaba describir a José Joaquín Pérez, minutos atrás. Lo vio mirándole de frente, y un gesto brusco con la cabeza. El saludo de dos desconocidos que acaban de conocerse. Luego un chasquido y un aroma a naftalina.