sábado, 27 de octubre de 2012

El cielo sobre Renoir




Las nubes son un montón de pelotas de humo. Me pregunto de dónde vienen porque desde aquí las veo salir de todas partes. Fumo el humo y aspiro nubes. Cuando amanezca pienso, todo será como un algodón en flor, una masa blanca y homogénea que acabará con  todo. El cielo es pesado y temo a que caiga y me aplaste. Temo a que de él surja una mano invisible y se me ponga encima tal como ocurre en la trama de César Aira. De pronto se ve un monstruo cabalgando el cerro, arrasa con todo y viene hacia mi, pero lo espero tranquilo. ¿Qué fue lo primero que supe del cielo? Que era azul, tanto o más que mis ojos de mentira. ¿Qué fue lo segundo qué supe?  Que era inmenso más que mis sueños o los de todos, más que toda una bandada de aves quebrando sus puntos de fuga. ¿Qué fue lo tercero qué supe? Qué se podía inventar, no solo inventarlo a él en sus óleos acuosos, sino a los que ahí viven. Creo que algún momento hablé de Dios o de un desfile de hombres que no eran hombres y mujeres que no eran mujeres. Lo cuarto que supe en realidad lo supuse. Vi en las orlas que dejaban las nubes, dibujos, palabras, frases que escribían fábulas donde el personaje principal era el infinito. Escuché al infinito hablar, no con palabras y tampoco con gestos, lo escuché con ese mutismo automático que se provoca cuando solo se puede hablar del clima o del tiempo. Ahí llené cada espacio con otro silencio, un poco para desatar la complicidad y otro poco para llenar el vacío más tarde cuando la libertad sea como esas nubes que se arman y luego siguen su rumbo hasta que otros las desarmen. Así, hasta el infinito. 

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