Las nubes son un montón de
pelotas de humo. Me pregunto de dónde vienen porque desde aquí las veo salir de
todas partes. Fumo el humo y aspiro nubes. Cuando amanezca pienso, todo será
como un algodón en flor, una masa blanca y homogénea que acabará con todo. El cielo es pesado y temo a que caiga y
me aplaste. Temo a que de él surja una mano invisible y se me ponga encima tal
como ocurre en la trama de César Aira. De pronto se ve un monstruo cabalgando
el cerro, arrasa con todo y viene hacia mi, pero lo espero tranquilo. ¿Qué fue
lo primero que supe del cielo? Que era azul, tanto o más que mis ojos de
mentira. ¿Qué fue lo segundo qué supe? Que
era inmenso más que mis sueños o los de todos, más que toda una bandada de aves
quebrando sus puntos de fuga. ¿Qué fue lo tercero qué supe? Qué se podía
inventar, no solo inventarlo a él en sus óleos acuosos, sino a los que ahí
viven. Creo que algún momento hablé de Dios o de un desfile de hombres que no
eran hombres y mujeres que no eran mujeres. Lo cuarto que supe en realidad lo
supuse. Vi en las orlas que dejaban las nubes, dibujos, palabras, frases que
escribían fábulas donde el personaje principal era el infinito. Escuché al
infinito hablar, no con palabras y tampoco con gestos, lo escuché con ese
mutismo automático que se provoca cuando solo se puede hablar del clima o del
tiempo. Ahí llené cada espacio con otro silencio, un poco para desatar la
complicidad y otro poco para llenar el vacío más tarde cuando la libertad sea
como esas nubes que se arman y luego siguen su rumbo hasta que otros las desarmen.
Así, hasta el infinito.
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