El mundo es mi
representación.
El hombre que confiesa
esta verdad
sabe claramente que no
conoce un sol ni una tierra,
sino tan sólo unos ojos
que ven un sol
y una mano que siente
el contacto de una tierra.
No soy yo el que escribe. Son mis
manos y mi boca las que recitan de memoria una historia que nunca existió. No
soy yo el que acomoda los símbolos y los sonidos que se guardan en la cajita de
los recuerdos. No soy yo el que camina durante horas por una calle que solo
recuerdo en sueños, un sueño de ojos rojos, levedad y aroma a café turco. No
soy yo el que lee a Borges cuando en sus páginas me encuentro la siguiente
frase: “el tiempo está hecho de tiempo”. No soy por tanto, el que concatena la
sucesión de silogismos que le siguen. Los sueños están hechos de sueños, el
odio está hecho de odio, el amor está hecho de amor, la distancia está hecha de
distancia, el espacio está hecho del espacio. No soy ninguno de ellos, ni
siquiera sé si soy yo el que piensa este texto donde me niego. Probablemente
piensa el que me piensa, las cosas se hayan invertido. En algún punto, la
representación me ha devorado, las metáforas o los paisajes que administro con
los ojos cerrados me han tragado desde dentro. Como le ocurrió a Chuang Tzu (369-290 a.C.) quien soñó
que era una mariposa y al despertar no sabía si realmente era Tzu el que soñó
ser una mariposa o una mariposa quién soñó ser Tzu. No soy yo el que evoca al
maestro taoísta, es el maestro o la mariposa quien me menciona desde un punto
equidistante a este momento. No soy yo el que escribe, ni tampoco soy yo el que
sueña, ni menos seré yo el que perciba las cosas. Desde ahora serán mis
predecesores (mis precursores) quienes me irán armando, pedacito a pedacito,
hasta volver a poner en mi cabeza, la lucidez o la esperanza si se quiere, de
creer que el mundo es lo que nosotros creamos y no, como en este caso (donde ni
siquiera estoy consciente) al revés.
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