miércoles, 28 de diciembre de 2011

Como una película en blanco y negro

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A.- Intento escribir como si la trama fuera un guion de alguna película de Billy Wilder o de Fritz Lang. Del primero saco mi obsesión por los dipsomaniacos, los callejones y los hoteles de medio pelo. Por el segundo extraigo mi curiosidad por esa ciencia ficción cercana, naturalista y que contempla todos los sueños del hombre. El viaje al centro de la tierra, la construcción de ciudades subterráneas, el predominio de los medios de comunicación sobre mentes atormentadas y rostros marcados por el cansancio.

B.- Me gusta entonces el blanco y negro, fundamentalmente el negro porque es la materia prima de cientos de pasajes en nuestras vidas. Algunas veces más vividas, otras completamente oscuras. Imagino que de eso se trata. Caminar con millones de colores, ver millones de colores y de pronto sumergirse en una ciudad de otro tiempo, no por una simple afición al pasado y ni siquiera por un romanticismo digno de esas novelas que leímos en el colegio por obligación e incluso por temor, sino porque de pronto se instalan esos dos colores y no hay nada que hacer. El binomio cae cuando menos lo esperas. Puede tratarse de una simple aproximación a esos estados melancólicos que los griegos definían como la peor de las enfermedades o también una absurda necesidad estética de enclaustramiento citadino.

C.- Pero hay más. La estética del cine de los 40, el cine norteamericano, el cine de Nueva York, el de gánsters y criminales formados en los buenos modales que da la mafia italo-americana, esa del amor por la familia, la lealtad y ciertos principios provincianos, es aquello que me convierte en un aficionado por los colores pálidos. Se que hace ochenta años todo era igualmente a color, pero el registro es siempre en blanco y negro, y a mi lo que me interesa dada mi filiación con la historia es mas el registro que otra cosa. Todo el resto es mentira. El pasado puro es una falacia.

D.- Y cuando escribo lo hago desde el registro, desde uno puramente mnemotécnico, a veces basado en las fotografías mentales que tomo al azar y otras, desde los sueños, las pesadillas e incluso las inclinaciones a la somnolencia a pleno día. Todo eso es en blanco y negro. Yo sueño en blanco y negro, e incluso con marcados rastros de bruma. Y si mi memoria opera de esa forma, tanto en su esfuerzo por esclarecer los vacíos que deja el humo como en la construcción de las imágenes, no me queda mas que tomar mi tinta china, mi pluma, y entintar con mi memoria lo que quiero que sea mi historia.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Escritos inconexos sobre el mismo viaje.

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A.- El viaje es de Viña del Mar a Santiago y se repite del mismo modo en que se reanudan los ciclos lunares. Comprende idas y vueltas, la misma estación, el mismo desembarco, las mismas puestas de sol y lo mas importante: las mismas curvas deletreando su paso abnegado hacia el abismo.

B.- Frecuentemente el viaje se hace en bus. Se trata un poco de cumplir con el rito del tren remplazando a los carruajes de sangre; comprar el pasaje y las provisiones mínimas para el viaje. Una vez adentro, el aire acondicionado hace lo suyo. Afuera surgen los desiertos brumosos dignos de Aladino y las palmas chilenas emulando a sus pares arábigas serpentean con el viento costero. Todo el calor se esfuma, cae la niebla, los bosques improvisados de umbría y las culebras que en la solana cavan sus moradas (sus tumbas).

C.- El chofer irremediablemente viste una camisa y un pantalón que lo hacen lucir como la mayoría de quienes tenemos un empleo que necesita de ciertas tenidas formales, pero que con el paso del tiempo, el ajetreo y la permanencia estoica del cuerpo y la mente en lugares desolados, terminan en el mas ridículo sin sentido.

D.- En la tele, esa que esta a metros de distancia y que nunca suena, dan Linterna verde y yo pongo atención a las palabras iniciales. Leo que se trata del bien y el mal (como suele ocurrir), del Imperio y de la libertad (Como suele ocurrir desde que los Sith implantaron dicha idea en Roma durante el principado de Augusto) y además de una exigua reflexión sobre la volatilidad del ser humano. Los hombres como las lacras del universo, como sinónimo de avaricia.

E.- Miro la película, solo por hacer algo y descubro que todo podría caber en escenas como las que dificultosamente se encadenan. Todo es verdad, desde el traje hasta los superpoderes e inevitablemente me acuerdo de esos juguetes que debían cargarse a la luz para luego brillar en la oscuridad. Asumo entonces que la metáfora es buena. Un superhéroe debería brillar solo mientras el resto se camufla en la penumbra.

F. Slavoj Zizek debería patentar dicha idea. Hacer un ensayo o uno de esos comentarios infinitamente rebuscados. Hablar sobre Linterna verde en plan Star Wars y sus repercusiones para la sociedad postmoderna a medio camino entre la fuerza y el zen.

G.- Poca gente en el bus. Linterna Verde azota a su rival contra un contenedor de partículas y los virus que allí se incuban amenazan a la humanidad. Tópico manido y facilón, pero que siempre da efecto. Nada peor que combatir contra seres superiores que solo se identifican con telescopios. Asi que me aburro y vuelvo a dormir. Pienso en leer algo pero el sueño es mas fuerte y el viaje recién comienza. Como de costumbre terminare con el asiento recto y mirando por la ventana como todo viene y va.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Navidad.

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Siempre vi a mi mama hacer cola de mono. La vi comprar meticulosamente el agua ardiente, la esencia de vainilla, el café y por supuesto, los clavos de olor. Vi también como utilizaba esas ollas gigantescas que no cabían en ninguna despensa y que por el contrario se arrumban en lugares secretos siempre al margen del uso corriente. Llegado diciembre sin embargo, aparecían los implementos necesarios para esa labor preindustral que es preparar el cola de mono, desde las cucharas, los embudos y las botellas de 2 litros de coca cola reservadas especialmente para tamaña empresa.

Me llamaba la atención la laboriosidad, la paciencia y el esmero incalculable con que mi madre distribuía los ingredientes dentro de esa olla enorme. La veía por lo menos revolver y guiñar su frente en cada sesión aun cuando lo único que quedaba era sentarse a tomar el cola de mono. Pero mi mama era exigente y sabia que cumplir con un ritual no era asunto de azares ni de urgencias. Se tomaba su tiempo y meditaba de cuando en cuando sobre la pertinencia del litro o del medio litro de agua ardiente. Sabia que en el alcohol había una cuota de responsabilidad difícil de ignorar y según ella, tomarlo con poco era cuestión de niños. El verdadero se tomaba con una buena cantidad y no solamente eso, sino que acompañado de un buen pan de pascua. Había que sentarse tranquilamente, en lo posible sin nadie alrededor, en las horas en que el día termina, con el viento en la cara y la mirada perdida en quien sabe que recuerdos. Probablemente, imagino que pensaba en su madre, mi abuelita, en las conversaciones interminables que juntas tejían mientras preconizaban el mismo ritual, el cola de mono y el pan de pascua, pero también la revitalización de lo cotidiano. Los espacios dedicados a hablar sobre sus plantas, sus comidas, sus problemas mínimos y torrenciales. Imagino que cabían esas situaciones donde se implantaba el silencio como norma de emergencia, un silencio tímido y breve que podría haber sido el reflejo de una necesidad oculta de abrazarse, de quererse mutuamente como las dos únicas mujeres de una familia de hombres, de vino y de naipes. Imagino que por lo menos mi madre quiso decirle que para ella, lo era todo, no solo su madre y la abuela de sus hijos, sino que también un refugio sagrado que contenía las primaveras y los inviernos de toda una vida al margen de otras vidas, teóricamente mas relevantes. Porque como mujeres de ese patriarcado, sus existencias parecían mínimas, siempre veladas por el estruendo de voces y risas copando los bares de la bohemia santiaguina. Imagino que mi madre quiso decírselo tantas veces y tal vez lo hizo, a su modo, con la llamada telefónica diaria, con la alteración de la palabra “mamá” pronunciada por ella como “máma” es decir, con un sonoro acento en la primera “a”, un viejo resabio itálico que auguraba lo imprescindible de ese lazo filial. Y ahora, que veo a mi madre con sus setenta y tantos a cuestas, con indicios de artrosis en su mano derecha, con sus ojos pequeños pero brillantes como dos lunas, con su voz tibia previniéndome sobre posibles riesgos, con sus pasos cortos y rápidos cruzando toda la casa (todo el universo) entiendo que solo en su conversación se puede tocar el verdadero amor, ese que le tuvo a su madre, ese que exploto y la devoro con su muerte, ese mismo que puede dejarla con la mirada extraviada en el cielo hasta que encuentra el consuelo en el sueño. Y no cabe duda que allí están, ella mi madre y ella mi abuela, otra vez, tomando cola de mono y comiendo pan de pascua cada noche desde diciembre. Mi mama dice que le gusta hacerlo sola, beber y comer cuando llega la noche y todos duermen, pero yo sé que no es así, se que su navidad tiene que ver con ese regalo perdido en el aire, en el aroma del cola de mono, en las frutas confitadas que todos diseccionamos al trozar el pan de pascua y en las jornadas de trabajo frente a la cocina. Sé que ahí la vida se vuelve infinita y retoma el eterno retorno en el que se transforma el amor cuando perdemos al depositario de nuestra compañía.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Solo un sueño

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Soñé que caminaba cuadras y cuadras en busca de algo indefinible. Soñé que atravesaba los páramos de neón en medio de la noche mientras las micros goteaban aceite y bencina en calles recién quemadas. Soñé que desfilaba por San Antonio, Estado y naturalmente por el Paseo Ahumada y allí me metía en galerías y caracoles más oscuros que la mismísima noche. Soñé que solo encontraba rostros acabados en vitrinas igualmente acabadas. Como un desierto de sal bañando a los caracoles. Soñé que los letreros rojos eran un presagio del juicio final, quiero decir, una escena importada de películas tipo b en que el apocalipsis es solo una circunstancia más y no el destino bíblico que predican en las esquinas. Soñé que entraba de lleno en la oscuridad, una oscuridad que no estaba afuera sobre los faroles y los adoquines lustrosos, sino adentro, en esas habitaciones parapetadas en nada (vidrios sobre vidrios) y ahí encontraba a mujeres semidesnudas que hablaban de sus sueños como yo ahora hablo de los míos. Soñé que me contaban sus aspiraciones a la vez que presionaban un vaso contra la llave de cerveza. Queremos ser peluqueras me decían, tener nuestro propio salón de belleza y ser dueñas de nuestro trabajo. Otras mencionaban a sus hijos, algunos con 18 o 19 años y por lo tanto, con hijos propios también. Hablaban de sus frustraciones, de lo que fue y de lo que pudo ser, sobretodo de lo que pudo ser. Muchas serian profesionales, enfermeras, contadoras, veterinarias, ingenieras, etc. En ese mundo paralelo que se dibuja al cerrar los ojos, todas habrían sido reinas, casi como un sueño de reivindicación social por mucho que Martin Luther King no les sonara más que a sucedáneo de rapero del Bronx o a marca de cigarrillos importados. Pero eso no valía, pues sus cuerpos semidesnudos desaparecían al tiempo que la cerveza bajaba su cota de espesor y los escaparates, repletos de nada, llenos hasta el hastío de vidrios sobre vidrios, de vidrios que nos proyectan hasta el infinito, se transformaban en los castillos, en las torres y en el puente colgante que defendía su dignidad. Soñé entonces que todos éramos un poco como esos sueños de una mujer a medio vestir. Lo único que buscamos siempre, es un poco de dignidad. La misma que perdemos en los rincones de esta ciudad maldita.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Cazando al animal literario: El caso de Foster Wallace.

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A.- Leer a Foster Wallace es algo parecido a tallar un poema en los durmientes de la línea del tren con el tiempo a la contra. Hablo de escribir un poema cuando tienes  al tren en frente mirándote con ese ojo inmóvil que se confunde con el sol o con el mentado túnel después (o antes, o en el preciso momento, aun no lo entiendo) de morir.

B.- Curiosamente hoy comprobé que el sonido de un tren, ese tremendamente estertóreo que azota hasta los pájaros, no se escucha cuando tienes los vagones a diez metros.

C.- Sus cuentos son una miniatura estilizada de la desesperación, una maqueta perfecta del desapego absoluto al american way of life. El niño que mira a su padre y se da cuenta que no quiere ser como el, no por su trabajo, no por su casa ni por su auto, sino porque  vivir para eso y que todos vivan para eso, es el problema. Un asunto irresoluto e imposible. Dichos síntomas prematuros están en la gran mayoría de sus relatos editados en Extinción, y reflejan a la larga la visión que probablemente le llevo a quitarse la vida antes de tiempo. Por lo menos para los lectores así fue: antes de tiempo.

D.- Pero Foster Wallace no es el típico yonqui y beat nihilista que habla permanentemente del desasosiego. Wallace es un cultor de una terminología técnico-literaria envidiable que acopla a sus relatos con una naturalidad pasmosa. Es imposible no recordar, por ejemplo en el cuento del niño sabio del paleolítico, los ejercicios de estilo de Raymond Queneau o acercándonos un poquito a Chile, ver en la prodigiosidad de la narración esa imagen casi arquetípica y fundacional en la que Rodrigo Lira declama un furioso poema frente a Enrique Lihn que solo atina a sonreír. Wallace es entonces un animal literario como pocos. Y al igual que Rodrigo Lira, quizás su suicidio representa una contemporización respecto a aquella idea también patente en uno de sus relatos. Las palabras dice Wallace no sirven de nada, todo lo que pensamos resulta imposible de expresar o bien, cuando es traducido a ese lenguaje fonético al que llamamos idioma, lo pensado, lo sentido, lo vivido, desaparece ante la imposibilidad del calco.

E.- Esa es mi hipótesis: Es simple, un hombre que lucha por dominar sus palabras, un hombre que sueña con amaestrarlas y convertirlas en los objetos con los que puede representar sus deseos, un hombre que habla con un psicoanalista solo para derrotarlo a través de la palabra y que luego, cuando lo logra, cree o siente o piensa, que ya está todo acabado. Algo así como el juego que damos vuelta en nivel experto. ¿Qué mas queda después de eso, para quien ama el juego de las palabras?

domingo, 20 de noviembre de 2011

Un hombre que camina a solas. La microhistoria de Carlo Ginzburg.

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A.- La microhistoria siempre me ha parecido un desperdicio nominativo porque finalmente se pilla la cola. Quiero decir, el esfuerzo sobrehumano del historiador que indaga en fuentes casi impenetrables choca siempre, con ese estructuralismo manido de mediados de siglo xix. Choca y lo revienta.

B.- Cuando Carlo Ginzburg detalla los documentos que atestiguan la sentencia, lo dicho, lo alegado e incluso lo callado, en el procesamiento de Menochio (el artesano friulano acusado de herejía) llega la interpretación forzada a veces, de lo que quiso decir y de lo que pensó el pobre Menochio. Se examinan sus metáforas, sus incongruencias, su falta de coherencia entre lo dicho en la primera jornada y la tercera, del modo en que un psicólogo indagaría en los panegíricos vehementes de su paciente atormentado moralmente. Y se estrella contra ese andamiaje también forzado que es el estructuralismo, dejando –ciertamente- espacio a lo cotidiano, pero a la postre acudiendo a un espíritu de época que bien podría monitorear Huizinga o Braudel. La microhistoria acude además, al detalle que reinventa la mentira de la primera traducción. La fijación y la exegesis del discurso del artesano italiano, la saturación en la que entra el análisis por develar el significado del “queso y los gusanos”, la concatenación de textos medievales, apócrifos y según el propio autor venidos a bagatela, con la defensa que el propio Menochio elabora de su doctrina, nos lleva invariablemente a la cuestión de la Metahistoria. Al desarmar la microhistoria –fabulosa por lo demás- de Ginzburg, cabe la pregunta sobre la veracidad o la pertinencia de una historia que interpreta las palabras de un individuo a punta de constructos socio-culturales. El camino probablemente sea el correcto, el mas racional, el metodológicamente más atractivo y encomiable, pero es imposible rehusar a la imposibilidad de la constatación de una conciencia –como la de Menochio- que desaparece varios siglos atrás.

C.- El estudio de la sociedad a partir del conflicto personal de un hombre que cruza los márgenes de la doctrina católica, es arriesgado, no tanto por su resultado (dado que este va en concordancia con el contexto que le rodea) sino por la ambición en la que cae. El deslumbramiento del lector al constatar la voracidad de la historia que va tragando y escupiendo partes de la escenografía medieval en medio del delicado mundo de la Reforma, cae frente al tupido mundo que la historiografía a configurado, no en base a la historia de un hombre frente al mundo, sino de los hombres en el mundo. Una microhistoria entonces, está condenada a ser más grande incluso que el estructuralismo o el historicismo hegeliano, pues ella encuentra en la conciencia ese sublime objeto de la ideología, ese modus operandis que engendra la representación del mundo desde adentro y hacia afuera superando la contradicción inicial entre ideología y realidad. Menochio es la ideología o la contraideologia si se quiere, y lo que estudia la microhistoria es como se anida esa representación en el lejano escenario de las conversaciones, los aromas, las imágenes y los miedos que lo rodean.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Ese insomnio que suena a gotera

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Veinte minutos pegado a la pantalla, abriendo y cerrando ventanas, jugando con el puntero, creando rectángulos azules, acomodando iconos, googleando y visitando todo lo que siempre visito y nunca cambia. Veinte minutos sintiéndome la cabeza apretada por una llave inglesa, dando vueltas a la izquierda y luego a la derecha fiel, rutinaria y mecánicamente. Veinte minutos buscando que hacer, si el play, el computador, el librito, la pipa, la guitarra o este despojo escritural al que me someto. Veinte minutos y luego un par de segundos para que llegue la idea de meter mano al acopio de música que he olvidado por culpa de tanto concierto. Solo ahí y no antes aparece Eric Dolphy silbándome al oído mientras la llave inglesa finaliza su ejecución macabra y el puntero del ratón desaparece en la medida que su huella es reemplazada por las palabritas que acomodo para relajarme un poquito. Pienso en un mantra o algo similar, una sibilina disposición hacia el vuelo, algo que no promete ni cumple la Sertralina, cuando ella en lo concreto solo anuda el rito que une el insomnio a la somnolencia, la pesadilla perfecta.

Veinte minutos pasan, y pasaran otros más como contados con las ovejas que olvido lentamente. Ya no hay forjas en esta zona hueca, todo, desde el dedo que convierte a la tripa en cuerda y el ojo que moldea las sombras, ha pasado a mejor vida al menos por hoy. En su lugar quedan los resabios de Hypnos, mi pariente lejano, el fecundo hacedor de ojeras y letras muertas que gotea lentamente. Tlap, Tlap, Tlap, Tlap, sucesivamente, Tlap, Tlap, Tlap, con un ritmo infernal que quema. No hay llaves que cerrar. Como el astronauta ruso que ve la tierra por primera vez (antes que los yanquis, antes que los chinos, antes que los indios, pero no antes que los mayas desde su colmena pétrea) solo me acostumbro y decido amar ese sonido. Tlap, Tlap, Tlap, por unos veinte minutos más, circularmente hasta que alguien decida abrir de plano la llave y dejar que el torrente escurra hacia el agua que finalmente somos todos.

martes, 15 de noviembre de 2011

Witold Gombrowicz y el desnudo humano.

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A.- Leer a Gombrowicz es desconcertante. Lo mismo que leer a Breton o a Michaux, con la salvedad que Gombrowicz es polaco, condición que lo hace doblemente más complejo.

B.- Ferdydurke, su primera novela –editada en 1937- entra en circulación en momentos complejos para la historia polaca. La anexión a la URSS y el consiguiente peso ideológico del stalinismo ejercen sobre la creación literaria una presión insoslayable. Mas allá, dos o tres años más allá, el comienzo de la guerra con la invasión alemana a Varsovia, obligaran a Gombrowicz a buscar asilo en Argentina.

C.- ¿Pero por qué el stalinismo pudo ser una amenaza a la obra del escritor polaco? Básicamente por las disonancias en las que se mueve. Gombrowicz aborda el tema del condicionamiento social, desde una perspectiva cuasi ambientalista (determinista por cierto), una crítica alegórica hacia las formas de entender la subjetividad apuntando hacia la mirada del otro como eje fundamental en la composición de lo propio. Esto es, señalando directamente al rostro (la facha) del lector, espectador o compañero de clase (por nombrar a un sujeto que presencia) el cotejo del ser. Soy lo que soy en la medida que el otro me cataloga como algo determinado, soy inmaduro, soy profesor, soy joven, soy ingeniero en tanto el otro me identifica y me convierte ese rotulo que perentoriamente me asigna. John Holloway, decenios más tarde podría identificar esta intersubjetividad con el aniquilamiento del ser inacabado o infinitamente más complejo de lo que realmente somos. Es decir, yo no soy solo un profesor. Soy más que eso. El no es solo un estudiante, es mas que eso.

D.- Ser más que eso, más que esto que dicen soy, es un gesto profundamente libertario y rupturista. Es decir, ellos no son proletarios, ellos no son burgueses, ellos no son de tal o cual clase, son más que eso. Es desarmar todo andamiaje y ley histórica, es deformar la secuencia de los ciclos históricos que llevarían al hombre a un estado determinado. Cuando por ejemplo el tio del protagonista increpa a “Polilla” un amigo a todas luces poco ortodoxo, por querer este último congeniar con el criado, lo hace pensando en que Polilla trama una conspiración del tipo lucha de clases, incitando a la revolución y a la liberación de la opresión a la que está sometido el criado. Sin embargo, como el mismo protagonista señala, lo de Polilla y su empatía con el criado, es simplemente el deseo de fraternizar, ponerse en el lugar del empleado, como si eso fuera un simple asunto de categorías. Categorías como las tipificadas en los manuales de teoría marxista. La crítica es entonces a la aniquilación del ser, del individuo, en manos de ese asesino silencioso que es el entendimiento forzado del mundo. El hombre en la ciudad es más pequeño dirá Gombrowicz, el hombre entre otros hombres es más insignificante.

E.- Es la inmadurez, la insensatez, el desconocimiento de las convenciones sociales lo que permite el desarrollo de la creatividad. El acto creativo es por antonomasia un salto al vacío, libre y muchas veces irresponsable. Implica no mirar hacia atrás, no mirar a los costados e incluso no mirar hacia el futuro poniendo en el las estructuras que nos rodean. Es el rechazo al materialismo histórico, a esa evidencia empírica en la que el hombre se funda a través de su tiempo y su espacio, la que es necesario desechar. El hombre sin nada, desnudo e imposible de traducir, tal como Ferdydurke.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La isla de Cemento (o la tragedia posmoderna de J. G. Ballard )

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A.- J. G. Ballard escribe sobre un pequeño burgués que se pierde en la ciudad. Están los autos, los edificios y evidentemente las carreteras que serpentean el abismo con especial arrogancia. El personaje es un tipo cuya doble vida impregna en su ejercicio cotidiano de sobrevivir una singular paranoia, esa que recala en los otros como exclusivos agentes del mal. Lo correcto sin embargo, es hurgar en la propia conciencia, no ya en la alteridad omnipresente de los accidentes y los gestos sino en la responsabilidad del estancamiento.

B.- Nuestro hombre choca. No va rápido, no pisa el acelerador lo suficientemente fuerte como para desintegrarse contra un muro, solo choca a la velocidad justa, la única que le permite a un homo urbano, sobrevivir y al mismo tiempo quedar varado en los límites de una isla de la cual es soberano absoluto.

C.- No hay archipiélagos a la vista, solo redes de concreto y asfalto mediando entre lo propio y lo ajeno como las boyas que delimitan ese peligro inminente que es hundirse en el fondo del mar. Ballard lo sabe. Maneja muy bien la política de los ahogados, la adrenalina que fluye por el cuerpo de quien linda con el abismo. Entonces, el autor muestra su carta bajo la manga, esa que es al mismo tiempo la premisa fundamental del libro: Quien se pierde, quien se ahoga, quien sucumbe en los terrenos baldíos de sus dominios, estaba predestinado a hacerlo. Como en una tragedia griega con la salvedad que es ahora, “el individuo” y no los dioses los interlocutores de ese destino.

martes, 8 de noviembre de 2011

Entre Reyes y Peones. O como perderse en una ciudad que es la misma pero al revés.

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Un día no muy afortunado tuve la inédita idea de ir por una lata de tabaco al Parque Arauco. Era Jueves y el termómetro promediaba los treinta grados a eso de las cuatro de la tarde. La idea de comprar allí, en un lugar que no conocía para nada, la saque de un foro de fumadores de pipa en el que aseguraban que ahí era el único sitio donde podría encontrar la mentada lata de tabaco. Así que partí.

Tome el metro y me baje en Escuela Militar. Según las instrucciones del mapa que apenas mire antes de salir, el asunto era sencillo. Debía caminar unas tres o cuatro cuadras por Américo Vespucio hasta llegar a Kennedy. Un juego de niños.

El problema llego cuando al salir del metro no encontré Américo Vespucio y en mi afán por solucionarlo todo con mi ojo de águila creí prudente caminar hasta encontrar la calle, sin embargo, tenía otra dificultad: la orientación. ¿Dónde estaba? ¿Cuál era el norte? ¿Cuál era el sur, el este, el oeste? Fácil, había que ubicar la cordillera. Una mierda de cordillera pensé, una de las cordilleras más extensas del mundo, una de las pocas que atraviesa según los geógrafos un continente entero e incluso tiene la capacidad de parecer muerta y luego revivir en la Antártica con un nombre esplendido, digno de alguna toponimia fantástico medieval. Cordillera y la que la pario, tan grandecita que se ve en el mapa y yo al buscarla entre esa mazmorra de edificios metálicos no podía verla por ningún lado. Solo veía cerros. El Manquehue, el San Cristóbal a la distancia y otros cientos de cerros que según deduje debían pertenecer justamente a la gigantesca y nevada cordillera que aparecía en las postales y en los atlas militares. Me pareció que hasta un coloso como la cordillera podía ser un chiste si se le miraba con detención.

Una vez que deduje la existencia de la cordillera, caí en la cuenta que ese dato era insuficiente, básicamente porque ya había olvidado o confundido (da igual) el mapa que lastimosamente mire antes de salir. Hice lo que debía hacer desde el comienzo. Desde el comienzo de los tiempos, desde que Salí del útero y años más tarde comencé a reconocer el mundo que me rodeaba: preguntar.

Me acerque a un minimarket (porque a cierta altura los almacenes desaparecen y solo subsisten los reductos anglófilos marcadamente arribistas) y le pregunte al cajero (que era a la vez vendedor, reponedor y parte honoraria del personal de aseo) sobre la calle Kennedy. Dicho esto, el funcionario que era probablemente también el dueño del sucucho me indico que estaba muy lejos, que por lo menos tenia para veinte minutos caminando así que más valía que me proveyera de algunos insumos básicos para capear el calor y la inminente resequedad de la boca producto del extenso periplo que me aguardaba. Le compre un agua mineral y le di las gracias. El agua mineral más cara que he comprado en mi vida.

Efectivamente Kennedy, quedaba lejos, a lontananzas, a la chucha. Camine treinta minutos, perdido, cansado, odiando a las putas casitas del barrio alto y a esos condominios que hacían patente el monopolio del poder, esas relaciones en teoría multivocas y dispersas pero que en la práctica quedan encerradas en las cuatro paredes del cuarto donde parieron a los fundadores de este país. Me cuestione todo. Desde el vicio al que me había suscrito voluntariamente hasta el feroz ordenamiento territorial sectario al que quedo sometido Santiago. Despotrique silenciosamente contra los personajes de pantalón caqui y camisa celeste, maldije en una docena de ocasiones a los niñitos rubios que salían del Pedro de Valdivia, a las señoras arremangadas e impecables que sacaban a pasear al mismo perro chico, blanco y neurótico, todas sin excepción como si existiese un manual de cómo ser gente de clase. Insulte profusa y poéticamente a los mismos huevoncitos de pantalón caqui y camisa celeste, pero que esta vez iban en sus cuatro por cuatro, en sus autos norteamericanos de dimensiones bíblicas, estoicos hacia sus hogares donde los estarían esperando sus mujeres eternamente jóvenes junto a su numerosa prole impregnada en los valores del catolicismo y la familia. Y mientras seguía caminando y sudando, veía como me había dormido y caído repentinamente en un sueño (o una pesadilla), una ilusión cruel y nostálgica propia de las quimeras ochenteras importada del país de las donas. Porque ya no estaba en Chile. Estaba en un país de mentira, ni siquiera en la copia feliz del Edén (Cuyo Edén es EEUU), sino en un país donde reinaba lo absurdo, lo paradojal, la aventura de un Samuel Beckett por construir un teatro infinitamente incoherente. Estaba en medio de la risa y la broma, una en la que yo padecía lo segundo y el rubiecito del pantalón institucional-sport disfrutaba lo primero. Claro, yo era el que me dirigía al centro comercial de los cojones, al Mall Parque Arauco, como si alguna vez la Araucania o eso que en los libros de historia se denomina “pueblo araucano” hubiese considerado la opción de transformar su patrimonio discursivo-nacional-cultural en un Parque y aun mas, en un tongo de la magnitud que se plantaba en la calle con nombre del presidente yanqui.

No podía estar despierto, eso era finalmente un sueño. Yo que quería comprar tabaco para relajarme, para ir en búsqueda del sueño de la paz como los antiguos, había ido mucho más lejos y termine llegando al umbral donde la inversión de la realidad llega de las manos de Alicia en las Maravillas y finaliza con una patada en el culo gentileza de tipos como el presidente que graciosa y fatalmente fue electo en este feudo del que somos sus siervos. Pero ya no había vuelta atrás y yo estaba a punto de llegar a ese epicentro cursi del consumo y la arbitrariedad. Todo sea por la fumada de la paz.

¿Qué paso cuando llegue? Bueno, busque la tabaquería recomendada por internet y al encontrarla vi maravillado la mayor cantidad de pipas que he visto nunca. Pipas carísimas, lujosísimas, de brezo, de cerámica, de arena de mar, todas salidas del salón del capitán, de un puerto en Liverpool o un palacete en Londres. Las observe extasiado y del mismo modo caí abruptamente al mirar los precios. Cerdos capitalistas. Las pipas eran hermosas, niñas bellas esperando una fumada y ellos, los cerdos ultraliberales de siempre, catapultan los precios cinco o diez veces sobre el original. Especuladores como ellos han llevado al mundo a sucesivas crisis económicas y ahora me tenían allí, mirando sus atavíos y productos de uso cotidiano como elementos de lujo. Demás está decir, que mi odio contra el sustrato dueño de los medios de producción y el capital, volvió a emerger.

Para apaciguar mi frustración, consulte por el tabaco a la mujer que atendía el local. Una mujer cincuentona, con lentes y con ínfulas de baronesa o esposa del capitán de la marina inglesa. Me pregunto por la marca del Tabaco y le respondí rápidamente: “Dunhill”. ¿Qué tipo? Mascullo, me da lo mismo le dije, solo me interesa probar esa mezcla de la que he leído bastante. Pero insistió. Así que por decir algo, le dije que buscaba la lata de Dunhill Nightcap, la lata azul que asegura máxima relajación. Acto seguido le describí una escena en la que yo podría estar tendido fumando ese tabaco mientras mis sentidos se esfumaban entre la espesura del humo. Me pidió que la esperara, pues en vitrina no tenían nada de Dunhill, pero aseguro tener algo en bodega. La espere y volvió a los cinco minutos con un montón de tabacos en sobre (pouch para los iniciados). Me dijo que la marca Dunhill había dejado de exportar las emblemáticas mezclas para pipa, pero en cambio, aparecieron en el mercado un sinfín de productos alemanes, daneses y sobretodo holandeses. Véalos me dijo.

Ni siquiera me demore un minuto en notar que cada sobre podía encontrarlo fácilmente en las inmediaciones de Plaza de Armas, en el Portal Fernández Concha por ejemplo, en el Paseo Matte o en Huérfanos. La diferencia estaba en que la tabaquería del Parque Arauco era infinitamente más cara y para colmo de males, a la salida no tenía ni un miserable local de completos pa’ comerme un tomate palta y volver a la realidad.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Catorce.

pianistaA.-

Un hombre que ve a la mujer de sus sueños entre otras muchas mujeres, parece querer correr, querer alistarse en las filas de los cuentos que lee secretamente al alero de canciones que también, escucha secretamente.

B.-

Un hombre que no es tan hombre sino solo un niño prefiere olvidarlo (olvidarla), pero no puede porque los niños nunca olvidan sus primeras impresiones del todo.

C.-
El hombre-niño o el niño-hombre encuentra en sus mezquinos recursos la forma más adecuada de hacer frente a esa guerra lejana que durara cinco o seis años. Su elemento son las palabras, los personajes y los lugares comunes. No los cliches ni las viejas repeticiones noveladas, sino la vanguardia que decididamente es su objeto de estudio (su sujeto de desesperación)

D.-

El sujeto de desesperación no es masculino, es femenino. Todo se vuelve complejo. El hombre-niño procura cambiar los nombres, utiliza una capucha, lee a Bakunin y al príncipe Kropotkin, hurga en el Persa Bio-Bio buscando libros baratos sobre la anarquía. Pretende encontrar allí la prosa que lo oculte a través del desafío.

E.-

La mujer-sujeto de desesperación deviene en cartas, poemas, tocatas, películas y en una universidad que de pronto es más pequeña de lo que es. Los espacios que antes eran inmensos se topan entre sí, topándose también el hombre-niño y la mujer que poco a poco, va convirtiéndose en mujer-niña, un poco para acercarse a él y otro tanto, para desafiar a la desesperación.

domingo, 23 de octubre de 2011

En otra galaxia.

1106105613810Uno:

Los telescopios giran sobre la órbita de su propio eje. Los astronautas intentan alcanzar las gotas de una cerveza tibia que deambula chocando en las paredes de una locura metálica y blanca. Bukowski en tanto, espera que cada gota termine en su boca.

Dos:
El humo forma pequeñas volutas que se esparcen por la habitación vacía. Tocan con meridiana tranquilidad las hojas de los libros que permanecen amontonados en el suelo. El aire sabe a vainilla y a chocolate, de modo que la boca incurre en esa falacia adolescente de morder la nada como los labios que besan a su mano.

Tres:

La cazoleta hierve y las cenizas adoptan un particular tono blanquecino, uno que es similar a las fibras de una planta colgante, a las hendiduras del caliche, a la sabia del brezo que termina siendo puro espacio: el agujero donde todo se extingue.

Cuatro:

Median cuatrocientos ochenta y siete años luz desde el hueco que fulmina al tabaco hasta el hoyo negro que devora la galaxia más cercana. En ambos casos, lo único que permanece es una copiosa estela de humo.

jueves, 20 de octubre de 2011

La Fuerza.

buk

La narrativa que se desprende del texto como un rio rabioso que arrastra y hunde todo tiene un nombre. Un nombre científico, de esa ciencia literaria que consume los manuales y atormenta al lector. Pero yo desconozco su nombre. Algún día si mal no recuerdo una colega lo menciono y al día siguiente como bien recuerdo, lo olvide.

Lo que interesa no obstante, no es saber que es la fuerza, porque ese ya es un asunto de física y solo el hecho de pensar en conceptualizar la fuerza bajo la retórica de la física, me quita la fuerza de la que quiero hablar. Es mejor referirse a quienes la portan.

¿Quiénes tienen fuerza? Los que te dejan pegados al libro. Bien, pero ¿Quiénes son ellos? Bukowski en primer lugar. Alguien que escribe a medio camino entre una botella de oporto y la mendicidad, y para variar con el estómago vacío, solo puede escupir fuerza. La fuerza que no tiene su cuerpo le sobra a sus palabras.
Luego esta John Fante, muy parecido a Bukowski (recomendado y descubierto incluso por este último) el italoamericano que sueña con ganarse la vida de escritor, el joven que se hace viejo escribiéndolo todo, desde sus arrebatadoras experiencias adolescentes, hasta los tristes desenlaces que en la narración se presentan con un humor que cala los huesos.

Ambos dos, Fante y Bukowski son los más poderosos, los panzers o los ninjas de la literatura norteamericana, los que te atraviesan con su espada o con una bala y luego siguen su camino incólumes. El listado podría proseguir con una escala de menor intensidad: Kerouac por su puesto, Ginsberg igualmente, pero ya aquí la cosa se desdibuja porque el par de yonquies pierde la fuerza cuando la droga los lleva a los mundos donde reina solamente lo dionisiaco. Allí empieza el camino fatal –y fetal- de la deconstrucción. Fante y Bukowski en cambio son más europeos, mas alemanes, más duros y consistentes y optan por la destrucción.

Están también personajes como Philip Roth, pujando con la fuerza que da la lucha de clases (extraña en el país de las donas), John Cheever y sus relatos cuya fuerza radica en la inteligencia, Kennedy O’toole y la literatura como última opción y salvación. Pero la fuerza del jedi, solo la tienen ellos: Fante y Bukowski

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Primera estación.

el-secreto-de-sus-ojos-subterraneo-buenos-aires Veo tus fotos, miro y me obsesiono con tus fotos. Algo tienen. Probablemente son los colores pienso. O las diminutas señas que de lejos me indican que son fotografías que operan a la inversa. Desde el pasado al presente. Porque lo admito: cada vez que las miro, hay una especie de murmullo, una vocecita que desde el fondo de mi cabeza me repite que debes aparecer. El problema es que esa voz no razona del modo en que las lecturas al sol en los patios de la universidad le enseñaron a razonar. El problema es que esa voz no sabe nada del tiempo o de la distancia, o del tiempo y la espera, o de la espera y la calma. Y yo le intento enseñar. Me siento y escucho como pasan los autos, las micros, los camiones que van a destinos inciertos, probablemente al norte, a la costa o al sur. De un modo poco convencional intento hablarle a esa vocecita. Lo hago sin hablarle quiero decir. Solo me quedan los recursos que da lo cotidiano. Desde la música, preparar el almuerzo, lavar la loza, leer, tocar algo de guitarra y en un infinito divagar, olvidarme de la vocecita. A veces lo logro. Este día se sobrepone a los días futuros. Este momento logra transformarse en el salvavidas que me permiten entender tus fotos como lo que son: capturas de momentos pasados y no como lo que quiero que sean, preámbulos del futuro.

Pero yo estaba en tus fotos. En lo que me provocan tus fotos. La descripción es obvia a estas alturas: cada una de ellas es un trazo, un pedacito de la mujer que reconozco en sueños prematuros. Cada una es una excepción entre las otras. Cada una tiene una parte de ti que me hunden en una búsqueda minuciosa. ¿Quién eres? ¿Cómo llegaste aquí?. He repasado a Benedetti, a Lihn, a Cortázar, letra a letra, y no hay forma en la que pueda mencionarte sin caer en comparaciones que tengan como trasfondo la luna, el mar, o la noche. Sobretodo la noche. ¿Y si eres como esos mitos chilotes que aparecen y se van? ¿Y si eres como esas leyendas nortinas del tiempo del salitre y la miseria? ¿Y si eres una de esas representaciones que mi vocecita elabora en los sueños?

He soñado por lo demás que despierto en el contexto de lo absurdo, cada paso y cada gesto mío colaboran indiscriminadamente a acentuar esa formula, hasta que de pronto vuelvo a despertar pero esta vez en mi departamento y aquí estas tu, tendida en la cama, quiero abrazarte, quiero besarte.

Afuera en tanto, pasan camiones conducidos por hombres cuya piel se cae y quiebra. Somos quienes se han quedado dentro de los sueños me dicen, estamos aquí hace siglos. Y te miro nuevamente, pareces tan real, eres como en tus fotos. Dulce, tierna, encantadora, terriblemente linda. Pero ¿Qué pasaría si los camioneros tuvieran razón?

jueves, 1 de septiembre de 2011

Formas de Volver a casa (en modo reseña)

En la contratapa:

volver_casaFormas de volver a casa habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet. La esperada tercera novela de Alejandro Zambra muestra el Chile de mediados de los años ochenta a partir de la vida de un niño de nueve años. El autor apunta a la necesidad de una literatura de los hijos, de una mirada que haga frente a las versiones oficiales. Pero no se trata sólo de matar al padre si no también de entender realmente lo que sucedía en esos años. Por eso la novela desnuda su propia construcción, a través de un diario en que el escritor registra sus dudas, sus propósitos y también cómo influye, en su trabajo, la inquietante presencia de una mujer. Editorial Anagrama.

Este es el tercer libro de Zambra. Primero están Bonsái y La vida privada de los árboles. Ambos son libros muy breves pero de una belleza increíble. Según Zambra, ambos podrían ser catalogados como novelas en miniatura o cuentos-novelas, sin embargo, yo que soy un lector aficionado, poco práctico y que lo reduce todo –tal como el mismo autor del libro que “reseño” afirma- a las experiencias propias más que a lo ajeno, podría calificarlo como un gran poema. Uno de esos poemas-cuentos como los de Bukowski o –sin el talante proselitista evidentemente- como aquellos manifiestos líricos de Pablo de Rokha. Pero Zambra está más cerca de Lihn y sobretodo de Bolaño, que como es bien sabido más que novelista, siempre se consideró un poeta. Un novelista que hacía buenos poemas y malas novelas.

El hecho es que Zambra cuenta una vez más, una historia preciosa que repara en cada detalle y que en este caso va un paso más adelante de sus otras producciones gracias al trasfondo político, social y cultural que hay esta vez en su novela.

Podría parecer redundante en la literatura chilena el tema de la dictadura y de cómo ella, incluso en su estado teórico-terminal a fines de los ochenta impacta en las familias chilenas, no obstante, esta memoria es tomada con pinzas y Zambra se encarga de ubicarla con mucho cuidado en el plano de lo cotidiano, lo invisible y en esa transparencia heideggeriana que es respirar determinados ambientes. No se trata de un carácter meramente elusivo, sino más bien, del viejo axioma de la punta del iceberg de Hemingway aplicado en este caso, de manera perfecta, no solo a la historia sino al aura que rodea la historia. Leer formas de volver a casa es en primer lugar volver a la infancia, a nuestra verdadera patria y a su vez asumir esa presencia en nuestros efectos y lugares personales. En segundo lugar, es mirar directamente a nuestros padres, probablemente no con un tono desafiante como el narrador de la novela pero sí, asumiendo que ellos fueron los que escribieron verdaderamente la novela, su novela. Una que iba en serio. Que decididamente se las veía cara a cara con limitaciones cívico-sociales y en ciertos casos con aquella complacencia y silencio respecto a la situación de la época. Y en tercer lugar, el relato es la reflexión obligada en torno a los rótulos fatales que rodearon los setenta y los ochenta. Rótulos y nomenclaturas provenientes de la inteligencia pinochetista, la DINA, el SIFA, la CNI entre otros , y a su vez, de la paranoia conservadora-mercantil y gremialista, que por estos días, reflotan incluso, convocando directamente al pasado con nombre y apellido: Ley maldita, Ley de Seguridad Interior del Estado.

fotoalejandrozambra2_grande Alejandro Zambra, el autor.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Mi música.

Eddie Vedder He encontrado el volumen justo. Ubiqué la barrita un milímetro más allá de la mitad, un milímetro hacia la derecha quiero decir, un poco después de ese ecuador imaginario que fijamos con la mirada para medir nuestra propia inexactitud. Entonces, con ese paso listo la música suena no desde afuera como siempre sino desde adentro, como siendo connatural a los oídos. Los audífonos eso sí, tienen que estar bien puestos, especialmente si lo que se quiere es caminar por la calle o pasear por los laberintos que suelen ser nuestros espacios comunes, sintiendo que reemplazamos la molesta voz de nuestra conciencia con esa carencia absoluta de lucidez, que es final y fatalmente, la música en su estado más puro.

lunes, 29 de agosto de 2011

Lunes (en modo descriptivo)

cubo El mejor día de la semana. No llueve, está despejado pero no hace calor. El aire es relativamente limpio y a lo lejos se ven nubes que parecen sacadas de algún capítulo de los Simpsons.

Voy al colegio. Escucho y hablo parcialmente sobre algunos temas relevantes. Educación, democracia y empleo. Luego los minutos pasan y se vuelven pesadamente en horas que bien pensado se asemejan a las canas que salen –en mi caso- después de los 25. Cada hora en ciertos contextos es equivalente a una cana.
Al final me despido y camino hasta el metro Quinta Normal. Paso frente al Bibliometro y no hay nada interesante. Solo Las Benévolas de Jonathan Littell, un libro increíble y de proporciones bíblicas.

Me bajo en Plaza de Armas con la esperanza de encontrar el último libro de Gabriel Salazar del cuál me hablaron profusamente en un carrete a eso de las tres de la mañana. Le pregunto al vendedor por el último libro, pero el vendedor me comenta que el último es un texto de entrevistas en torno a la figura de Carlos Altamirano y yo le digo que no, que ese no es el último porque el último según mis fuentes habría salido no hace un año, sino que recientemente, una semana o menos quizás. El vendedor quien tiene una voluntad de oro, me lleva hasta su computador y busca infructuosamente. Qué raro le digo, probablemente es tan nuevo que ni siquiera está en las librerías y aun permanece oculto en la editorial de origen. Sin embargo, al tiempo que digo esto, pienso en que mi fuente no es del todo confiable porque a fin de cuentas está absolutamente mediatizada por un grado importante de vino en mi cuerpo. Ese día a las tres ya había consumido dos botellitas de Merlot y la única certeza que tenía entonces radicaba en la importancia del vino desde tiempos inmemoriales. Dije gracias al vendedor y me fui.

Lo hice caminando como siempre. Ni micro. Ni taxi. Ni metro. Es que caminar desde el centro hasta mi departamento es fabuloso. Ver el imponente edificio de la Universidad de Chile tapizado con lienzos, afiches y proclamas me da un poco de ansiedad y de curiosidad. Me recuerda a ratos que estoy viviendo en medio de un proceso histórico único.

Caminé por San Diego, miré sus librerías y me fijé en uno que otro libro, vi los instrumentos en la casa amarilla y reí mientras buscaba la tienda La Polar justo ahí, en el lugar donde ya no había nada. Llegué finalmente al Parque Diego de Almagro. Ese lugar siempre ha significado varias cosas. Desde los juegos Diana que me remiten a mi niñez a mis padres tomándome fotos sobre los juegos, hasta el pequeño rincón de los libros donde justamente, conseguí mis primeros textos. Si mal no recuerdo, el primero fue Balzac y el segundo Pessoa. El tercero y el quinto no los recuerdo, pero asumo que era algún escritor menor y decadente.

Mirando los libros, me llamo la atención un texto de Sergio Grez: La historia del Comunismo en Chile 1912 1927. Le pregunte al vendedor, quien se notaba instruido y amante de la literatura de izquierda, y me respondió que efectivamente era un texto nuevo e inédito, publicado hace no mas de una semana y que ni siquiera estaba en librerías. Dicho eso, no me quedo nada más que comprarlo.

domingo, 28 de agosto de 2011

Botiquín (en modo fresaniano)

Pearl Jam No Code 1996 Inside I

Uno: Cada disco, cada artista, cada tema es una cápsula. Pienso en un medicamento que consumes cada tanto y de manera desprolija, pero que de cualquier modo recetarían cuando ya no hay nada más que recetar.

Dos: Consumo tanto Miles Davis como Mark Lanegan. El primero es recomendado para los problemas derivados del corazón, taquicardias o arritmias y el segundo –Lanegan- sirve para las alzas de azúcar. Es como quitarle el azúcar al café.

Tres: Se recomienda escucharlos en dosis moderadas. No más de 4 o 5 temas continuos y siempre en horario vespertino ojalá entrando en la madrugada.
Cuatro: Para comenzar el día recomendaría mezclar tu suplemento alimenticio de cabecera con alguno de los siguientes comprimidos: Pearl Jam (evidentemente que el disco Ten o Versus), Kuervos del Sur (sobretodo si tienes un trabajo tedioso y necesitas fuerzas, muchas fuerzas para pasar la prueba) y Kings of Leon (disco Only by the night).

Cinco: El uso desmedido de cualquiera de los medicamentos anteriores puede provocar alteraciones evidentes en el estado de ánimo. Sonrisas espontáneas, melancolía e incluso alucinaciones en estado de vigilia.

jueves, 25 de agosto de 2011

De esta no te salvas.

pinochet El desempleo indudablemente provoca el mayor de los placeres: ocio. Y como madre o padre de todas las ciencias cultiva entre otras cosas, adicciones y profundiza los antagonismos entre el deber ser y el simple y rápido hecho de ser a secas.

A veces me comprometo en ese debate interno y al salir de él, lo único que queda es el impulso definitivo que me lleva hacia la guitarra, el libro, el cuaderno o –a propósito de nuevas adicciones- al PlayStation. Sin embargo, la más fundamental ha sido de cualquier modo, pensar mi país.

Chile como campo de batalla. Como siempre ha sido según Alejandro Zambra. Y yo me entero de esta pequeña guerra silenciosa, mirando por internet los titulares de los periódicos independientes que complemento con la falacia bien estructurada de El Mercurio, diario del cuál soy orgullosamente suscriptor. Allí (en El Mercurio o en los pasquines independientes) se ven las escaramuzas callejeras y confieso que sin ser un anarquista ni un ultrón, he añorado ver en uno de esos combates, el triunfo épico de los encapuchados sobre el aparato represor. Sería una escena muy bonita sin duda. Justicia para el argumento anarco que se basa en la violencia cotidiana de la cuál son víctimas los más desposeídos de este fundo colonial.

Menciono a Chile porque mi nueva adicción es colarme entre esas fisuras que dejan medio abiertas los procesos históricos y entre ellas, observo, a veces presencialmente y otras desde lejos como el modelo va cayendo a pedacitos. No a nivel local solamente, sino a nivel Mundial. Santiago Segura lo afirma y si él lo plantea de ese modo, entonces no hay posibilidad de error.

Por otra parte, el tiempo libre me ha garantizado la posibilidad de quedarme largo rato mirando el techo y recordar episodios notables de mi infancia. Uno de ellos tiene que ver con la política. Año 1989. Año de propaganda política. Mis padres me llevan a presenciar el acto político de Hernan Büchi, el candidato de la derecha. Se demora en llegar. Tarda demasiado. Tanto que los vecinos comienzan a impacientarse. Algunos especulan su ausencia, otros solo esperan sentados y no faltan los que optan por retirarse. Mi mamá en cambio espera, pero lo hace comentando la situación. Para ella es todo un circo. Pronuncia la palabra “teatro”. Esto es “puro teatro” dice ante el atraso del pajarraco neoliberal y yo me quedo mirándola porque lo dice con cierto rencor, el mismo que se contrapone a los vítores y aplausos que recibe el candidato al llegar minutos más tarde. Sin embargo, esa expresión me ha quedado dando vueltas hasta hoy. Deduzco que tiene que ver con esa vergonzosa forma en la que se ha vuelto el país desde entonces. Las sonrisas, las fotografías de vida social en el Mercurio, los debates inocuos, los discursos y la pobreza.

Sí, sobre todo la pobreza. Esa que como en el teatro de mi madre, han sabido esconder meticulosamente los políticos bajo la alfombra, olvidando en todo caso que no se puede acumular tanta basura sin tener que removerlo todo al final. Y al igual que muchos, ahora podemos mirar –como un pasatiempo vívido tal vez- como todo vuelve a su lugar. La deshonra de no poder haber juzgado a quien avaló y cobijó el actual modelo puede ser menos fuerte una vez que su herencia desaparezca. Y en eso está gran parte del pueblo chileno.

domingo, 27 de marzo de 2011

Frio


Los perros se han ido y en su lugar ha quedado un vacío que ahora me parece la materia prima de la desolación. Ese hueco, pienso a veces, lo llenan los autos y los pasos que caen desde el techo. Suenan también, las carcajadas de una mujer al otro lado de la tele, porque en este lado, la risa se desata en su cofre de mármol. La muerte, en una palabra, llena los episodios que fácilmente podría reventar quizás, la vida, el movimiento o ese suero inverosímil que es precisamente la risa al otro lado de la pantalla.

En clases, me toca decir que todo es cambio y mientras intento pensar en que consiste esa afirmación universal, la llama de la vela que me ilumina no se mueve ni un milímetro de su eje transparente. Pero he pensado mucho en esto y el solo fenómeno de este equilibrio precario, pero equilibrio al fin, me mantiene alerta. Las olas barren con Japón, y las horas hacen lo propio en Chile. Como de costumbre aca solo llegara un reflujo de esa bocanada en el otro extremo del Pacifico. Y eso es suficiente. Que el barco o el bote, la boya o el palo que mide la marea, agiten su centro es ya, una señal imponente de lo secundario que es este bloque de tierra al sur del mundo. Nada se levanta ni impone cuando se hace urgente la presencia del espectáculo, por el contrario, la luz se apaga y los focos se diluyen en los ojos de algún periodista triste que ve como lo fortuito es lo único que vale y en la mayoría de los casos, el gran momento llega cuando no estamos listos. No hay avisos ni premoniciones.

Hace media hora he prendido esta vela. Hay luz, pero nada es suficiente cuando compites mano a mano con un espacio vacío en apariencia, pero tan lleno de todo. No hay nada que se pueda alterar sin terminar destruyéndose, nada que se pueda mover sin terminar siendo otro.