lunes, 29 de octubre de 2012

No soy yo.




El mundo es mi representación.
El hombre que confiesa esta verdad
sabe claramente que no conoce un sol ni una tierra,
sino tan sólo unos ojos que ven un sol
y una mano que siente el contacto de una tierra.
 Arthur Schopenhauer.


No soy yo el que escribe. Son mis manos y mi boca las que recitan de memoria una historia que nunca existió. No soy yo el que acomoda los símbolos y los sonidos que se guardan en la cajita de los recuerdos. No soy yo el que camina durante horas por una calle que solo recuerdo en sueños, un sueño de ojos rojos, levedad y aroma a café turco. No soy yo el que lee a Borges cuando en sus páginas me encuentro la siguiente frase: “el tiempo está hecho de tiempo”. No soy por tanto, el que concatena la sucesión de silogismos que le siguen. Los sueños están hechos de sueños, el odio está hecho de odio, el amor está hecho de amor, la distancia está hecha de distancia, el espacio está hecho del espacio. No soy ninguno de ellos, ni siquiera sé si soy yo el que piensa este texto donde me niego. Probablemente piensa el que me piensa, las cosas se hayan invertido. En algún punto, la representación me ha devorado, las metáforas o los paisajes que administro con los ojos cerrados me han tragado desde dentro. Como  le ocurrió a Chuang Tzu (369-290 a.C.) quien soñó que era una mariposa y al despertar no sabía si realmente era Tzu el que soñó ser una mariposa o una mariposa quién soñó ser Tzu. No soy yo el que evoca al maestro taoísta, es el maestro o la mariposa quien me menciona desde un punto equidistante a este momento. No soy yo el que escribe, ni tampoco soy yo el que sueña, ni menos seré yo el que perciba las cosas. Desde ahora serán mis predecesores (mis precursores) quienes me irán armando, pedacito a pedacito, hasta volver a poner en mi cabeza, la lucidez o la esperanza si se quiere, de creer que el mundo es lo que nosotros creamos y no, como en este caso (donde ni siquiera estoy consciente) al revés. 


domingo, 28 de octubre de 2012

Lo bonito de escribir



Estoy en el mismo punto infernal, no en un lugar, no en un sitio repleto de minas antipersonales ni bajo una cascada de mercurio ardiendo. Estoy literalmente en el mismo punto, entre una frase que dije y me avergüenzo, y otra que quiero decir y no me sale. No es una coma, ni dos puntos que abren el texto con una expectativa temeraria,  se trata más bien de un  punto final que es en realidad un punto inicial o un guión suspendido en la nada. A eso le llamo, sin pensarlo dos veces, el horror. 

sábado, 27 de octubre de 2012

El cielo sobre Renoir




Las nubes son un montón de pelotas de humo. Me pregunto de dónde vienen porque desde aquí las veo salir de todas partes. Fumo el humo y aspiro nubes. Cuando amanezca pienso, todo será como un algodón en flor, una masa blanca y homogénea que acabará con  todo. El cielo es pesado y temo a que caiga y me aplaste. Temo a que de él surja una mano invisible y se me ponga encima tal como ocurre en la trama de César Aira. De pronto se ve un monstruo cabalgando el cerro, arrasa con todo y viene hacia mi, pero lo espero tranquilo. ¿Qué fue lo primero que supe del cielo? Que era azul, tanto o más que mis ojos de mentira. ¿Qué fue lo segundo qué supe?  Que era inmenso más que mis sueños o los de todos, más que toda una bandada de aves quebrando sus puntos de fuga. ¿Qué fue lo tercero qué supe? Qué se podía inventar, no solo inventarlo a él en sus óleos acuosos, sino a los que ahí viven. Creo que algún momento hablé de Dios o de un desfile de hombres que no eran hombres y mujeres que no eran mujeres. Lo cuarto que supe en realidad lo supuse. Vi en las orlas que dejaban las nubes, dibujos, palabras, frases que escribían fábulas donde el personaje principal era el infinito. Escuché al infinito hablar, no con palabras y tampoco con gestos, lo escuché con ese mutismo automático que se provoca cuando solo se puede hablar del clima o del tiempo. Ahí llené cada espacio con otro silencio, un poco para desatar la complicidad y otro poco para llenar el vacío más tarde cuando la libertad sea como esas nubes que se arman y luego siguen su rumbo hasta que otros las desarmen. Así, hasta el infinito. 

lunes, 22 de octubre de 2012

Los naufragios de Rodas.




"La cabeza es como el cielo. 
Siempre dando vueltas y vueltas dentro. 
Pero muy despacio. 
Cuando piensas va más rápido. Entonces, duele.
Paul  Bowles 


Nada más quisiera retomar lo que mis ancestros dejaron en la playa de Rodas. Medirme pulgada por pulgada con las piernas que encapotan el cielo mientras los barcos se desvanecen en una tierra que cada día me parece más redonda. He viajado tanto. Lo hice   con carga y también junto a una soledad llena de estrellas. Entonces debo confesar:  de esas dos secuencias mudas me he quedado solo con  voces en miniatura, un fraseo quieto como la brisa que cubre el Egeo cuando la guerra acaba con las bibliotecas que futuros hombres contarán con especial nostalgia. Y es evidente que no soy de este tiempo. El ciprés con el que están fabricadas estas embarcaciones yace podrido bajo el mar ardiente de las pesadillas a media noche. Mi intención es modesta y algo exagerada. Simplemente quiero ir y venir, tocar el agua que tus ojos han visto de lejos, recorrer los callejones que han sembrado tus pies, oír las melodías que la flauta macera en las ánforas subterráneas. El hombre con la esperanza puesta en el oro, el metal de los viajeros que depositan sin alardes. Quisiera volver a nacer pero no ahora, insisto, volver a nacer en la playa de Rodas, ese lugar de mentira que han ilustrado con esculturas y palacios de mentira. Solo para inventar otra mentira, allí quiero llegar. ¿Qué inventaría? Pues a ti. Como la poesía de Becker que leí de niño, los ojos verdes de una mujer que pregunta qué es poesía y la respuesta afirmativa que dice: poesía eres tú. Pero fíjate que este Santiago es más bien mezquino y ni siquiera sus nubes acrílicas pueden recrear las costas que escupen a hombres y mujeres hechos de piedra. La razón, no la verdad, no la realidad y menos las orlas doradas de los sueños, es en esta ciudad una piedra dura de roer. De ese modo –y no sin sentir que me convierto en un extranjero, un paria perdido en las palabras de amanecidas- prefiero dejar mi bolso en el suelo, sentarme en cualquier sitio y tomarme la cabeza con ambas manos para retroceder miles de años. He consultado libros, he pasado tardes en la Biblioteca Nacional empecinado en hallar las claves a un acertijo que cuaja en fechas, nombres y lugares que no son de ésta época. Cómo explicarte que se trata de huellas que escritas o no, representan lo que fuimos en vidas que no alcanzamos a recordar. Pienso en el eterno retorno y  sonrío. Busco a mi doble en el siglo III a.C, pero lamentablemente los personajes anónimos son siempre un accidente en la historia. Entonces te busco a ti. Sé que tu luz no tiene tu edad y probablemente en los sueños de filósofos y anacoretas, está la explicación a esto que denomino (por darle un nombre) ausencia de ti. Hasan Al-Basri, Demócrito de Abdera y el romántico Empédocles deben haber soñado con las siluetas de tu luz.
Porque no estás aquí y ese es un accidente temible, un naufragio pienso, una posibilidad que cabe en la perfección del Dios de los cristianos y de los musulmanes por igual. Es por eso, por este afán de viajero del tiempo y de lugares que solo puedo imaginar con una precisión vana, que me urge volver a la playa de Rodas para ver si allí encuentro tus huellas. 

domingo, 21 de octubre de 2012

Caravanas







Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. 
A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, 
de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, 
de habitaciones, de instrumentos, de astros, 
de caballos y de personas. Poco antes de morir, 
descubre que ese paciente laberinto de líneas
 traza la imagen de su cara.   Jorge Luis Borges.

 Cada día llegaba una carta y era esa relación epistolar, la que tenía a Abu Simel en la quiebra. Sus caravanas que hace medio siglo recorrían el Magreb y el Sahara con tesón de hordas guerreras, palidecían bajo el sol de junio. Muchas veces fueron los camellos su comida y sus vísceras la única salvación bajo un sol que era todo el cielo.
Los mensajes eran trasladados por un viejo amigo, un mercader mozárabe que soportó largamente las persecuciones –infundadas por cierto- de Felipe II en su delirio contra los judíos. Alí Ben Samir era  el nombre que le dio su padre Alí Atef Samir en la noche del 831 después de la hégira cuando dos esbirros de  Carlos V Ingresaron por el zaguán de su hogar y mataron a su mujer.  
Samir sabía lo que valía el amor de una mujer.  Conocía las aventuras de Roger de Flor durante la primera Cruzada y de esas historias sacaba conclusiones que le abrían el cielo. Los astros que sus antepasados de Calcedonia miraron como la clave para entender la vida y la muerte, se reflejaban en sus febriles iluminaciones sobre las mujeres a quienes comparaba con cada estrella. Eso fue lo que le dijo a Abu Simel cuando éste le mencionó a Calista y le hablo como si las entrañas se le salieran por la boca, unas entrañas que él definía como mariposas sobrevivientes de los jardines colgantes de Babilonia, mariposas que cruzaban el Mar Negro e iluminaban el color de sus aguas.
Al principio fue complicado. Alí debía sortear diversos obstáculos, las puertas del Califato por ejemplo que se cerraban con especial cuidado desde que Isabel y Fernando cruzaran los bastiones de Granada y descuartizaran a miles de musulmanes bajo el tibio calor de la cruz. Los soldados de Carlos V y luego los de Felipe II eran implacables con los hombres de rostro curtido por el sol de medio oriente. Desconfiaban de sus barbas, sus costumbres, sus atuendos blancos y sus procesiones hacia una Meca a la que nunca llegaban pues el inmenso Mediterráneo hundía sus barcos en las costas de Cártago o en las apestosas rocas de Biblos. Pero lo intentaba cada día. Cada mensaje llevado a destino le devolvía el amor que su padre profesaba a su madre. Generalmente era la noche su única aliada y claro, Adham, su flaco camello que ya contaba con más de veinte años.
Le sorprendía mirar a esa mujer de ojos grandes, esa mujer que Abu definía como una rosa en el desierto, un oasis que se desgranaba como pétalos o arabescos en las mezquitas de su tierra natal. La oscuridad (una oscuridad absoluta y sincera como el centro de una guerra) impedía  ratos contemplar las pupilas de Calista y desde entonces, procuró siempre contar con una antorcha para no perder de vista a esos ojos que siempre negó frente a su amigo.
En qué consistían los mensajes: Básicamente se trataba de poemas en un idioma que Ali no acababa de entender. No era el castellano cristiano que compilara Alfonso el sabio ni tampoco el árabe dromedario con el que contabilizaban las sedas de oriente. Era una rara mezcla de un latín entreverado y ese castellano fatídico que escuchaba en las bocas de los piqueteros isabelinos. Suponía que allí radicaba el secreto de su amigo. Ella era una católica confesa y él un musulmán que paulatinamente se desvanecía en los ojos de su dogma favorito: Calista
Abu prometía controlar todas las rutas en su nombre, le habló de palacios que emergían desde el mar y torres tan altas que los idiomas volvían a emparentarse. El negro abismo que contornea el espacio que he trazado en tu nombre, le escribía a Calista, se hará cada vez más pequeño y de ello me encargaré yo. Le hablaba de los navegantes genoveses y portugueses que conocía y que eventualmente contrataría para descubrir un mundo más grande que el visto por Ciro el Grande. Nada mi vida –sentenciaba casi siempre en sus cartas- nos podrá separar una vez que estas viejas modorras religiosas duerman al fin su sueño eterno.
Calista en tanto, respondía con breves apócrifos, aforismos que buscaba en el Corán –profanando la dicha de su religión- solo para llegar al corazón de su viejo Abu. Consideraba que en ello había una clave que parpadeaba como la luz que dejaban los versos de Aberroes, el tranquilo traductor de Aristóteles. A veces se sentaba a extrañarlo frente a los olivos que maceraban sus criadas bajo un sol que calcinaba sus rostros. Pensaba en cómo sería su vida con él. Un sueño que devela ese desierto que es también otro sueño. Y eran esos espejismos los que se colaban en las faenas nocturnas. Las libaciones de los cautivos, las danzas de sus criadas, el canto de los grillos y el aroma de la tierra remojada en vino. No pensaba en abrir el mundo ni recorrerlo como Abu y por descontado imaginar ampliar las fronteras de la plataforma sagrada. Las tareas de dios, son de dios repetía. Solo quería una vida apacible bajo los setos o mirar eso que algunos comenzaban a comentar: el movimiento de la tierra sobre el sol. Le parecía una chifladura a todas luces, sin embargo por poetizar, era capaz de creer que su dios era el tiempo y la distancia que mediaba entre ella y Abu.
Pero las caravanas siguen derrumbándose sobre la arena que todo lo oculta. Partían decenas y llegaban seis o siete hombres exhaustos que al cabo de meses solo hablaban de monstruos de sal que carcomían sus ojos. Qué lugar común era la locura. Qué habitual era toparse con los hombre de Abu y escucharlos maldecir. Así poco a poco, fue labrando una reputación que lo enclaustró en su palacete cordobés. Se encerraba noche y día a leer a los sabios griegos, a descubrir en ellos el fuego, el agua y el aire del que estaba compuesta la tierra. O Parménides o Heráclito o Anaximandro o el viejo Tales de Mileto. Leía como si de ello dependiera su contacto con Calista (la rosa de sus sueños, su oasis en el abstracto espesor de Aristóteles) y de cada palabra extraía una formula incomprensible, un gesto en el papel, una hendidura que rajaba de lado a lado las partículas que caian de su reloj de arena. A veces cerraba los ojos y se imaginaba tomando un café turco junto a esos lejanos maestros. Les hablaba (cómo no) de Calista y de su larga relación epistolar. Les decía que cada punto, cada letra en el papel que ella confiaba a Ali,  le parecía una contraseña en la búsqueda que ellos (especialmente Parménides) comenzaron. No conozco sus jardines en la esquiva Castilla, ni los olivos en flor que frecuentan las líneas de sus mensajes, pero es como si estuviera ahí, decía. La realidad no es lo que se ve, la realidad confesaba el viejo Abu, es lo que se dibuja en estas cartas. Son estas profecías las que me llevarán a revivir a mis hombres tras la línea del Mediterráneo, enderezar sus huesos, iluminar sus ojos, abrir sus bocas para que la risa deje de ser un artefacto desvencijado. Solo la felicidad de imaginar que la realidad que otros han construido en nombre de dios se desmorona, puede ser mi propia dicha. Cuando eso ocurra, esté vivo o muerto, podré retomar junto a los míos el camino que mi padre dejó inconcluso, salir de este claustro, besar los labios de Calista, organizar las frecuencias de los sueños en su melodía exacta. Que la serpiente abandone su jarra para bailar la noche que tenemos pendiente.
Esa fue la última carta del viejo Abu. Ali nunca pudo entregarla. Antes los turcos tomaron Castilla en una excursión suicida y sorpresiva. Entraron a la casa de Calista y encontraron su cuerpo frío manchado en tinta negra. No se sabe si fue un ataque al corazón o un suicidio bizantino. Sin embargo la última opción se descarta, su fe no se lo hubiese permitido. Se especula en cambio con la teoría escrita en los rollos de Tel-Amari. Sobre el frio desierto se mueven espíritus que mueven el viento y ayudan a caravanas a llegar. No importa a donde, pero a llegar.


sábado, 20 de octubre de 2012

Círculos





Al pasado;  el único cadáver que no se descompone.  


Estoy en el Paseo Ahumada, es veinte de octubre pero por algún motivo no puedo señalar con exactitud el año. Me siento en una banca frente a una cafetería, veo como entran y salen hombrecillos de traje con un diario bajo el brazo. El día está medio nublado, a ratos sale el sol pero la mayoría de las veces corre un viento que hiela los huesos. Estoy quieto, tirado, como si hubiese corrido una maratón en la que llegué último y sin aliento lo que implica que mi vista no es mucho mejor. Solo veo los pasos de la gente, los enfoco mediante un close-up imaginario al que le dedico todo el tiempo del mundo. Veo pasar zapatillas, botas, alpargatas, ruedas, patas de perro, y como no, un par de muletas. Podría estar mirando  los pasos pasar, todo el día. Me pongo los audífonos y busco algo de música. Tengo música norteamericana, bossa nova, rock y por supuesto jazz. No sé muy bien qué quiero escuchar y qué debo escuchar. Me decido por Stan Getz y me obligo a cerrar los ojos para despertar un poco. Sueño que veo pasos.
Siento que alguien sueña por mí. Siento que no soy yo el portador de los movimientos, quien me está soñando toma todas las decisiones incluyendo los pasos en falso. La espalda me pesa y tal como si estuviera en medio de una novela de Joseph Roth, comienzo a ver el mismo paseo Ahumada que soñaba en colores grises (ni siquiera blanco y negro, ni siquiera aparece el brillo del blanco cuando el sol lo golpea de frente). Este es el sueño más feo que puedo tener me digo, pero hasta las palabras no me salen. Es la hora donde todo entra y luego, no encuentra salida. Me voy llenando con palabras, lugares, frases (sobretodo frases) que viajan en círculos dentro de mi sueño (que es el sueño que otro me obliga a soñar) y decididamente busco refugio en otra noche, una de oscuridad y estrellas, una que en si misma se asemeje a un cielo protector o al menos a la manta que nos cobija cuando aun no empezamos a vivir.
Los círculos se traslapan al vinilo que recorre las curvas del pentagrama. El sol da vueltas alrededor de la tierra. El eje da vueltas alrededor de la tierra. Los párpados miran al ojo que se abre momentáneamente solo para mirarte. Y en mi sueño también me escondo, también  impido que veas la tierra y el agua que moldeo en las palabras. Siguen su marcha los pasos independientes del sistema nervioso e irrumpen como salidos de otro sueño, un centenar de hombres vestidos como zombies. Caminan como zombies y en sus ojos hay más muerte que en los míos. Encuentro ocasionalmente el consuelo en esos ojos blancos. No soy el único aquí pienso. Entre muertos podemos entendernos, de modo que le hablo a un hombre que no parece tener ni más ni menos edad que yo (por un momento pienso que soy yo ese zombie, un reflejo aun más palido en el mundo de los espejos) y le pregunto de qué va esa fila interminable de zombies. Me dice que es una marcha a favor de los zombies, un reconocimiento tácito de soberanía sobre el mundo de los vivos. Me habla de Walking Dead, de Resident Evil, de Michael Jackson y algo comienzo a entender. Grandes muertos le digo, pero el parece no entender nada y sigue caminando con teatralidad desproporcionada.
Despierto. Toco el bolsillo de mi chaqueta para comprobar que el dinero sigue allí. Todo está bien. El paseo Ahumada sigue oliendo al vivo desierto que somos todos cuando nos sentamos a solas. La cafetería no da a vasto, de un rato a otro a todos les dio por tomar café, despertar claro, de eso se trata imagino. Me paro y voy hacia allá. Pediré lo de siempre; un expreso grande y unas tostadas con palta. Ahora formo parte de los pasos que vi hace un rato, quien fui me vería pasar y en tanto entre a la cafetería, comenzaría a soñar. Como ferozmente. Las tostadas parecen insípidas y la palta con toda certeza está mezclada con agua. Le digo al garzón que es una estafa y una vergüenza, más lo primero que lo segundo aunque podría ser más lo segundo que lo primero si yo me pusiera cabrón y empezara a vociferar como los viejos abogados que frecuentan ese antro. Dice que me traerá una paila con huevos para compensar y que solo tendré que pagar la diferencia. Me parece un buen trato así que acepto.
El café sin azúcar sabe a neblina y en mi boca queda esa sensación de trasnoche o amanecida que revuelve el estómago, el ánimo decae nuevamente.  Me acuerdo de mis noches desde hace algún tiempo. Me acuerdo de su estructura metálica, de los diamantes que presionan el cielo hacia abajo, de las cuerdas que anclan su casco sobre mis sueños. Los días (los de sol y fotosíntesis) son una mera excusa, un apéndice necesario para conjugar los verbos que viajan al centro de la noche, así que prefiero hundir los ojos en el expreso que sostiene mis noches. Los barcos infiltran su naufragio precipitándose a tierra firme. Y los barcos son mis noches y tierra firme es ese otro planeta al cuál viajan esas frágiles carabelas.
Pago. Salgo del lugar y veo a cincuenta o sesenta hombres vestidos con harapos. Llevan las caras pintadas y sangre artificial sobre sus ropas. Son zombies me digo. Distingo a Michael Jackson y a un personaje de Walking Dead. Pero luego me veo tocando guitarra en una banca frente a mi posición y al lado un personaje increíblemente parecido al de la guitarra fumando con un libro en la mano. Me acerco pero parecen no escucharme. Pienso instintivamente que son sueños o tal vez no, tal vez coincidencias como las de siempre. Me voy, me voy de aquí digo entre dientes, pero por alguna razón los zombies deciden seguirme y termino por escribir todo esto con alguien tocándome el hombro. Cada vez que volteo ya no está.



martes, 16 de octubre de 2012

Una pasión, es una pasión.




Primero: Transcribo estas palabras sin tocar el papel, solo las pienso y las memorizo cuidadosamente para susurrártelas al oído.

Segundo: Son las tres de la mañana con algunos minutos, minutos que se van inmediatamente, que se descuelgan violentamente del santiamén en que los pienso.

Tercero: Estoy en una fiesta. Las luces son bajas y el aire es heladísimo, pero aún así prefiero salir de la casa. Escucho como gente que conozco y desconozco ríe animadamente cuando alguien lanza una broma que no es en doble sentido sino en triple sentido. A mí no me causa gracia la verdad de modo que prefiero hacer como que no he escuchado nada.

Cuarto: En estas circunstancias siempre ocurre lo mismo. Siento que el humo del cigarro es más espeso que las propias caladas que dan al otro extremo sus fumadores compulsivos. Huelo el olor del cigarro mezclado con el aroma del alcohol. El ron, la cerveza y sobretodo el vino con su intensa estela roja. Son esos olores los que me ubican en mi posición solitaria e incómoda, son esos olores los que me hacen recordarte –no sé por qué motivo- y me quitan la voz.

Quinto: No quisiera estar aquí me digo, aunque en honor a la verdad, nunca he estado aquí. Quisiera estar contigo, hablando contigo como de costumbre hasta la madrugada. Quisiera que estos olores que me embriagan fueran reemplazados por el tibio abrazo que imagino ahora, a las tres con cuarenta y cuatro minutos. A veces cierro los ojos haciéndoles creer que se trata del humo y mi insoportable alergia, pero los cierro solo para estar contigo y eso me hace pensar en lo que me he convertido. No dejo de creer que soy un perro romántico y no dejo de asegurar que eso no se cambia, ni ahora ni en diez años más, ni con hipnosis ni terapias en habitaciones blancas. He hablado con mis padres de un modo directo y franco, les he contado lo que ocurre y claro, se han sorprendido, mi madre se ha balanceado sobre mi y me ha abrazado, me ha dicho que ocupe la cabeza que el corazón es como un niño al que hay que educar. Le he respondido que lo sé, pero que hay edades y edades, tiempos que son fértiles y permiten una cosecha relativamente grata (he ocupado metáforas de campo, pinceladas bucólicas para no utilizar las otras que más bien se precipitan al desastre o al apocalipsis) pero yo ya pasé ese tiempo y ya no hay caso, no puedo cambiar. Le recuerdo la escena magnífica del Secreto de sus ojos, esa donde Sandoval le enseña el camino de la verdad a Esposito, la clave para descifrar el caso del asesinato de Liliana Coloto, y es una pura frase la que resume el sentido de esa búsqueda y de la vida: una pasión, es una pasión.

Sexto: Me quedo dormido en un sillón al fondo de la casa. Ya no queda casi nadie, solo un par de parejas recién formadas que intuyo, ya tenían parejas no tan recién formadas. Veo como se besan, como balbucean palabras entre risas, como podrían estar así lo que queda de la noche y al día siguiente hacer como si nunca se hubiesen conocido. Siento asco. Me he despertado mirando mi celular, he sentido la llamada invisible esa de la cual me habló un amigo. Según él, el sistema ha avanzado tanto que se ha encargado de introducirnos una memoria falsa, un virus en la cabeza que a cada tanto siente la vibración del celular en el bolsillo, y es esa necesidad, falsa o no, la que me lleva a mirar los mensajes de mi celular. Imploro para que seas tú, no sé cómo pero deberías ser tú me repito (no tan alto para no interrumpir las parejas que tengo en frente). Y sí, en efecto eres tú. El mensaje es más bien una pregunta y dice: te espero, quiero hablar contigo.
Séptimo: Pienso en el mensaje. Lo miro con lentitud de tortuga, cada letra es parte de un cifrado que he armado en la cabeza pues el mensaje no existe y yo me pregunto cómo, cómo es posible. Lo he visto, he sentido las puntadas correspondientes en el estómago, he despertado como si la habitación estuviera ardiendo, así que lo busco nuevamente, veo un listado terrible de otros mensajes, algunos avisos de deudas, los infaltables concursos que prometen millones, trivias que se asemejan a bromas de mal gusto, pero nada tuyo.

Octavo: Descubro lo obvio. El mensaje lo he inventado tal como en medio del sueño he inventado otros elementos. Los materiales de mis sueños son tuyos. Cada noche he labrado con ellos una escenografía idílica, un campo a veces, una playa cuyas costas son de una longitud extrema y un parque donde hay hombres y mujeres que han quedado congelados en el tiempo. Entonces voy entendiendo de que se trata todo esto. Los olores, los besos de otros, las palabras de mi madre, la escenita de la película. Voy entendiendo créeme, pero no es nada fácil. Nunca lo ha sido. Darse cuenta que todo conduce a ti se traduce a momentos en una pesadilla que cifro como su nombre, un pesado sueño irresoluble. Sé que estás leyendo esto, sé que he prometido decirlo en susurros en tu oído pero es más urgente la necesidad de sobrevivir, la necesidad de seguir haciendo lo mismo día a día, ya sabes, las labores y los trabajos, porque así puedo acostumbrarme un poco a vivir contigo sin estar del todo contigo.

Noveno: No desapareces. Desde hace un tiempo no desapareces. Y a veces es mejor no decir nada, no sé si me explico, a veces es mejor guardar el secreto y que los ojos hablen por si solos.

Décimo: Aunque confieso, no me vendría mal un abrazo justo ahora, a las tres con cincuenta y ocho minutos. 

sábado, 13 de octubre de 2012

Testigo




 Han llamado insistentemente a mi casa. Aló, aló, aló, diez o más veces. Han golpeado con una moneda la reja y los perros del vecino se han puesto a ladrar como si un ejército de fantasmas rasgara el aire. Me he visto en la obligación de salir.
Hola me dice una señora de pelo hirsuto, blanco y hasta la cintura, queríamos preguntarle si tiene un tiempecito para escucharnos. La quedo mirando y sé que a toda costa debo decir que no, pienso en hablarle de los fideos que cocino o de una cita al médico que no puede esperar, pero le digo que sí, no sé porque, pero le digo que sí. ¿conoce a dios? me pregunta y le respondo que sí, que ya tengo religión, que ya estoy consagrado a la noble causa de mi iglesia politeísta, sin embargo, es impaciente y me interrumpe diciéndome que no es de religiones ni de iglesias que quiere hablarme, sino de dios a secas y con mayúscula: DIOS. De eso y de la corrupción. Debería contra argumentar que dios con mayúscula no existe o mencionarle el listado de los ídolos que conforman mi pequeño panteón portátil, mi cajita de herramientas sagradas, un poco por decir algo y a la vez por la necesidad de recordarlos un poco. Claro que no hago ni lo uno ni lo otro y simplemente escucho en silencio y mirando al hombre de enfrente que corta un tronco con una sierra eléctrica. Me habla por lo tanto de dios y de la corrupción, de su permanencia indefinida tanto del creador como de lo creado, de los gobiernos contemporáneos y de los antiguos, menciona cómo no, a Sodoma y Gomorra y desliza una frase sardónica sobre los filisteos. Dice que lamentablemente siempre ha existido la corrupción y para graficarlo mejor, extrae un atalaya de su bolso henchido por la palabra del señor. Lo hojea rápidamente y luego me lo entrega como muestra de agradecimiento a mi paciencia y disposición (si supiera que no puedo decir que no, quizás no me entregaría nada). Veo la fotografía de una mujer hindú conversa, una familia feliz caminando por prados rebosantes en una fauna que es del holoceno o de comienzos del pleistoceno lo que no deja de sorprenderme y recordarme al misticismo borgeano que deambula por tierras parecidas, más áridas tal vez, pero semejantes. Intento decirle que eso me parece ridículo, pero no tengo corazón, veo en sus ojos y en los del niño de terno que la acompaña, una devoción sincera que conmueve hasta la médula mi ateísmo de juguete. Sigo escuchándola con detención, sobretodo porque casi por arte de magia abre su biblia en una página que a cualquiera le hubiese costado trabajo encontrar. Se trata de un Salmo que lee con una voz que no es de este mundo, escucho la palabra humilde, la palabra opresión, la palabra misericordia y la palabra amor y allí si me dan ganas de hablarle, le pregunto sinceramente si ella siente que esas predicciones sobre el fin de los tiempos sea verdadera. Le hablo de la temporalidad y ubicación de esas profecías, hace cuánto tiempo debería haberse acabado el mundo, hace cuanto tiempo el reino de dios debería haber congelado su Olimpo y deslizar su manto sobre, por ejemplo, mi casa. Recuerdo los platos sucios que se empinan sobre la cocina, el tazón de café a medio consumir, la marca de rouge sobre la colilla de cigarro que yace en el suelo. Siento que hay cosas más urgentes, no sé exactamente qué cosas pero si me da un tiempo, le digo, puedo hacer un listado. Quisiera partir hablándole de la cerveza que necesito tomarme, lo que me lleva a establecer lazos mentales con el libro de Paul Bowles que he dejado abierto en la mesa de centro. En qué estarán en el desierto del Sahara ahora, qué será de las caravanas y sus peregrinaciones hacia el agua, cuál será el dios de esos beduinos codiciosos. Le pido que no me hable de la corrupción porque corromper es en esencia romper con lo establecido, establecer un correlato entre el recto camino y su atajo, voltear las mercancías hacia el mar muerto y ver como flotan los libros en su sal. Al final necesito algo de eso (dicho esto me mira con unos ojos que extravían a dios), necesito desviarme de una ruta que damos por escrita pero que en realidad es un borrador entintado a medias. Le pido que me hable del becerro de oro, pero se niega y vuelvo a insistir solo que ahora con Baal y El, los dioses fundadores. Veo como pierde la paciencia y eso que solo he balbuceado dos o tres frases. No quiero ser pedante, mi curiosidad es sincera como la de un niño. Sin embargo, los perros no paran de ladrar y sus voces (algo deben querer aportar) impiden que reine la cordura de modo que lanza una perorata feroz sobre el mal que me lleva a conmemorar la escena en que Gandalf el gris hace lo propio con Bilbo Bolson. Siento que el cielo se oscurece, que la señora en cuestión crece y que de sus ojos salen chispas, hasta el niño me parece un cuchillo que terminará por asesinarme en mi propia casa. Tranquila le digo, al final usted tiene toda la razón, soy yo el que no tiene idea de estos asuntos, mi escatología es modesta y mis números no me ayudan mucho a encontrar a dios. La cábala es un secreto impío replica. Pero yo no hablaba de los judíos, yo hablaba de los números de su biblia solamente, le cuento que siempre me han parecido dígitos que bien combinados pueden resultar ser el número de teléfono de dios, así que voy probando uno por uno, generalmente del uno al diez. Entro en una cabina telefónica y presiono el dos y luego el ocho. Nadie contesta. Vuelvo a intentarlo con el uno y ahora el ocho y lógico: nadie contesta. Se trata de pistas prosigo. Dios nos da pistas, señales como las llaman ustedes y le cuento la historia de un amigo en la universidad quien me aseguraba que no había que llamar porque era dios quien se encargaba de eso, que los hombres solo debíamos dejar el teléfono colgado y esperar su llamada.
Aló aló aló aló, buenas tardes veníamos a… gracias, aló aló aló, buenas tardes somos… escucho que dice el resto de la procesión dos o tres casas más allá, pero sus conversaciones son escuetas, algunos dicen que ya hablaron de eso, otros mienten y dicen que no son los moradores reales de esas casas sino visitas que colaboran en la misión de levantar un hogar. De una casa emerge el grito ensordecedor de Kurt Cobain cantando “all apologies” y veo un rictus de desagrado en el rostro de mi confidente. Imagino que podría emitir algún comentario relacionado con Kurt Cobain, pero se limita a encauzar nuevamente la conversación a la corrupción hablándome a pito de nada de los concejales y candidatos alcaldes de la comuna. Le digo que desconozco el tema, que la política siempre deriva en guerras verbales o en hospitales hechos escombros. Claro dice, pero dios no es política dios es la verdad y la salvación. Está bien, tiene toda la razón ¿no tendrá usted por casualidad la costilla de alguien para armar mi propia salvación? Porque cada día intento armarla, la escribo, la pienso, la busco regando mis enredaderas, la llamo tocando mi guitarra, la organizo acomodando los pedacitos de un tiempo que se desgarra en los baldes de mi café, la imploro en definitiva, conversándole al hombre de lentes que registra todo en la libreta que se rehúsa entregarme. Si me diera usted esa costilla yo podría danzar junto a estos perros y armar mi salvación con dios como testigo.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Estás ahí ?



En algún momento tendré que volverme loco, perder el juicio de una vez por todas y pasar a engrosar las abultadas procesiones que enfilan hacia ese panteón privado en que descansan estas cartas.
Miro fijamente las burbujas que asoman en la coca-cola. Me parece que son siempre insinuaciones de la rebeldía, explosiones en miniatura que convergen hacia la extinción. El big bang en mi vaso y yo tan indolente como siempre veo pasar el momento de la creación sin siquiera pedirle que me espere. El bar está vacío (como en las películas, sí, como en las películas) y solo queda un mesero que se cae a pedazos y yo que no lo hago tan mal en ese sentido. Me dice que ya es tarde, pero en realidad busca decirme que me largue, que pague la cuenta y que me haga humo. El tiempo para variar, siempre es indirecto. Pero yo no lo tomo en cuenta, hago como que veo mis zapatos, a ratos marco algún número en mi celular pero todos terminan por no existir y la grabación es la de siempre. Le hablo, le digo hola a la mujer-robot al otro lado de la realidad, le pregunto sobre su vida y me cuenta siempre lo mismo, según entiendo tomo un mal camino, uno equivocado, asi que intento subirle el ánimo hablándole sobre mis cosas. Parto diciéndole que lo que le cuento no se lo he dicho a nadie así que debe olvidar todo una vez cuelgue el teléfono. No me dice nada, de modo que el silencio concede. Le digo que he perdido la cabeza y luego, los pulmones, que me cuesta respirar, que me cuesta aspirar, que siempre los suspiros terminan siendo un mecanismo auxiliar para mantenerme vivo. Le cuento que no exagero, que me crea, que es cierto, porque además las semanas terminan por consumir otro órgano y el lugar en el que vivo (que ya no se si es una casa, una habitación o una catedral) se llena de mis partes; la cabeza, los pulmones, el corazón, los brazos, mis manos, mis ojos, mis labios, mis pies. Todo me exige una correlación de fuerzas que no logro encuadrar. No es el café de cada mañana ni las copas de vino que dibujan horizontes en el vaso durante la comida lo que me permite arreglármelas para seguir, no sé a donde, pero seguir, le cuento a la voz al otro lado. Es probablemente la necesidad de que el mensaje llegue y a ratos creo que llega. A ratos siento que lo entiendes perfectamente, que sabes de lo que hablo, que no soy el único que entiende las metáforas en la coca-cola, que no soy el único que comprende los cambios de estaciones y la ferocidad de su marcha. Le digo a la voz –mientras el mesero comienza a darme de codazos advirtiéndome que ya no está para bromas-  que no se sienta mal por saberse dos o tres frases, porque al final siempre es así, yo por ejemplo, he reducido mi vocabulario a no más de cuatro o cinco conjugaciones,  pero lo peor –continúo- es que todas hablan de lo mismo. El número que usted ha marcado no existe me dice, pruebe con otro número. No y no, yo quiero hablar contigo le grito desatando inmediatamente la ira contenida del mesero que toma un palo, yo quiero escucharte y que me escuches hasta que tu no voz no sea la tuya, hasta que tus frases repetidas sean solo un silencio o un pitido da igual, hasta que yo me quede dormido al lado del teléfono y de pronto no encuentre ni al mesero, ni a la gente que camina afuera a pleno sol, ni menos, a las mesas y sillas que me acompañan en mi pequeña conversación con esa voz a la que le pongo un tono dulce para no sentirme tan loco.  

domingo, 7 de octubre de 2012

Stardust (en clave de sol)





Hay que amar para poder tocar.
Louis Armstrong



Esas fueron las mejores tardes de su vida. El cielo limpio como pocas veces, el viento aliviando la modorra de enero y el pasto de un verde intenso que a ratos se confundía con su polera –la de ella-  mientras se revolcaban como niños tras un par de bromas.
Mirándolo con paciencia, no necesitaba nada más. Ni nada ni a nadie. El tiempo podría detenerse pensaba él, y ese sería justamente el eslabón perdido a la felicidad. Sin embargo, luego se quedaba mirándola, fijándose en cada detalle de su rostro, en su boca, en su nariz, en sus dientes, en sus ojos –sobre todo en sus ojos- y comenzaba a sentir temor. Le habían dicho en la universidad que la perfección es una categoría inexistente, un universal (cuanto y con cuanta nostalgia recordaba a Duns Scoto) sin embargo, el no entendía el rostro de ella sino con esa expresión. Sus amigos lo trataban como un exagerado, como alguien que de pronto pierde la razón y va desvaneciéndose lentamente en un sueño que nadie entiende. A él de todas formas lo traía sin cuidado. Que lo miraran así lo complacía aun más. Saberse extraviado, tener conciencia de su perdida definitiva de la razón le provocaba un orgullo secreto que compartía solo con cuadernos de espiral que amontonaba –como siempre- sin orden ni respeto por sus propias ideas. Y esas lagunas, esas evocaciones difusas llegaban mientras ella reía, debido al grillo que se le posaba persistentemente en la nariz, cosa que él no acababa de entender porque según sus parvularios conocimientos de botánica los grillos solo salen a cantar de noche. Su risa era hermosa, tanto que él podría haberse disfrazado de payaso de conejo gigante, de cantante boliviano-mexicano-peruano de segunda división, solo para provocar esas legitimas carcajadas que le parecían dignas definiciones de diccionario de la palabra perfección.
El problema llegaba cuando eran las ocho o las nueve de la noche y tenían que despedirse. Siempre odió ese ritual. Siempre intento esquivarlo atrasando un poquito el reloj o experimentando distraerla con algún tema de conversación delirante, pero la hora es la hora y no se trata de manillas más o manillas menos, se trata de una suerte de dictador que emerge sin contrapeso para mostrarnos que el que manda es él. Evidentemente ese dictador tiene otro nombre, pero la rabia le hacía llamarlo así.  De niño por ejemplo, martirizaba insectos a través de insólitos mecanismos de tortura dignos de la represión francesa en Argelia y era su madre quien le repetía constantemente “diosito te va castigar”. Y claro, el castigo demoró varios años pero llegó, porque ahora eran las ocho y ella debía irse, entonces él pensaba en qué hacer, en qué imaginar, qué bichos martirizar para no sentirse solo en esa cámara de tortura en que se convertía su cabeza cuando ella no estaba.  Su situación cambiaba drásticamente. La luz del día, los olores frutales de una primavera que tardaba en consolidarse (una primavera de lluvias invasivas y nubes con forma de galaxias) retrocedían frente a ese inmenso vacío que dejaba la partida de ella. Era necesario armar todo de nuevo. Los lugares cotidianos, las rutinas, las obligaciones, las pruebas por revisar, las clases por planificar, las canciones por escuchar. Desde ese segundo su preocupación principal tenía que ver con la propia sobrevivencia al menos hasta otro día, uno en que pudiera verla nuevamente y desviar su atención ya no hacia el tiempo, ya no hacia los mecanismos de composición de la propia vida, sino simplemente hacia ella, mirarla y grabarla fijamente en la retina, porque regalos como esos tardan siglos en llegar, donde un siglo puede ser una semana o un día, da igual, pero su demostración de fuerza es feroz y es comparable solo a la de un dios y ¿cómo llegar a dios? se preguntaba ¿cómo sentarlo al frente y hablarle de esto y de esto otro? ¿cómo compartir una copa de vino y adormecerlo un ratito para que entienda que hay veces en que debe ser aun más benevolente, olvidarse del tiempo, hacerlo desaparecer, catapultarlo a la materia de la ficción o las viejas mitologías? Cómo en definitiva, convencerlo de que acelere su paso cuando ella no está y lo detenga cuando se sienten junto a un grillo a cantar o a tocar canciones que de algún modo siempre van dirigidas a él. Es eso –como para ir terminando la historia- lo que lo lleva a recordar a su profesor de universidad, quién le contaba pormenorizadamente como los esclavos afroamericanos de los estados del sur, golpeaban sus tambores para poder comunicarse con dios, y claro, él no tenía ni tambores ni vivía en el sur ni era esclavo, pero al menos tenía una guitarra que solo había que desempolvar.


sábado, 6 de octubre de 2012

Hoy




1 Que no termine nunca este día, que estas voces no callen nunca, que transmuten su sintonía etérea a las aves o a los insectos que dibujan parábolas de luz en las enredaderas que trepan el cemento. 2 Me quedaría aquí por siempre y no hablo de un lugar sino de un momento (un futuro perfecto calcado a los recuerdos ficticios de la infancia) y este es el momento, no este del cual escribo sino este hoy, que es ayer. 3 Me quedaría sentado en este lugar horas y horas acariciando la nube que dejaste, la sombra que llueve y aviva risas espontáneas, febriles inflexiones del rostro que ya no te ve pero te inventa con los mismos ojos que te evadieron. 4 ¿sabes de lo que hablo? Hablo de volver al futuro, de cruzar el umbral de ese otro mundo del que vienes, de esa caótica felicidad que llega en portugués, el idioma de los navegantes, el idioma de los que cruzaron cabos para dar la vuelta al mundo y luego inmolarse en ciudades como esta, pero al lado del mar. 5 Hablo de un viaje; siempre hablo de un viaje, a la luna a Marte a África o a la costa septentrional en la que habitan tus dulces manos. Otro continente u otro mundo, uno calcadito al que sueño todas las noches, pero en colores. Desde hace tiempo que quiero lo de siempre: llegar todo el tiempo llegar. Dejar de ser un extranjero o un turista, dejar de darme vueltas en el papel y el lápiz que te dibuja en las frases que mando a volar esperando una respuesta. 6 Necesito tocar tierra firme, desempolvar el catalejo y fijarlo en la dirección opuesta a las huellas que deja la madera en el  mar. Ver como el puerto desaparece, como las casas se diluyen en el oleo de los cerros, de los bares, de los callejones, de los hombres y mujeres que se miran pero no se tocan, que se miran y se extrañan hasta el día siguiente donde todo vuelve a empezar, y se configura la eternidad como una fotografía mental de ese momento que intentamos pintar o escribir para no ahogarnos en nuestro viaje.