Un hombre
se propone la tarea de dibujar el mundo.
A lo largo de los años puebla un
espacio con imágenes de provincias,
de reinos, de montañas, de bahías, de
naves, de islas, de peces,
de habitaciones, de instrumentos, de astros,
de
caballos y de personas. Poco antes de morir,
descubre que ese paciente
laberinto de líneas
traza la imagen de su cara. Jorge Luis Borges.
Cada día llegaba una carta y era esa relación
epistolar, la que tenía a Abu Simel en la quiebra. Sus caravanas que hace medio
siglo recorrían el Magreb y el Sahara con tesón de hordas guerreras, palidecían
bajo el sol de junio. Muchas veces fueron los camellos su comida y sus vísceras
la única salvación bajo un sol que era todo el cielo.
Los mensajes eran trasladados por un viejo
amigo, un mercader mozárabe que soportó largamente las persecuciones –infundadas
por cierto- de Felipe II en su delirio contra los judíos. Alí Ben Samir era el nombre que le dio su padre Alí Atef Samir
en la noche del 831 después de la hégira cuando dos esbirros de Carlos V Ingresaron por el zaguán de su hogar
y mataron a su mujer.
Samir sabía lo que valía el amor de una
mujer. Conocía las aventuras de Roger de
Flor durante la primera Cruzada y de esas historias sacaba conclusiones que le abrían
el cielo. Los astros que sus antepasados de Calcedonia miraron como la clave
para entender la vida y la muerte, se reflejaban en sus febriles iluminaciones
sobre las mujeres a quienes comparaba con cada estrella. Eso fue lo que le dijo
a Abu Simel cuando éste le mencionó a Calista y le hablo como si las entrañas
se le salieran por la boca, unas entrañas que él definía como mariposas
sobrevivientes de los jardines colgantes de Babilonia, mariposas que cruzaban
el Mar Negro e iluminaban el color de sus aguas.
Al principio fue complicado. Alí debía sortear
diversos obstáculos, las puertas del Califato por ejemplo que se cerraban con
especial cuidado desde que Isabel y Fernando cruzaran los bastiones de Granada
y descuartizaran a miles de musulmanes bajo el tibio calor de la cruz. Los
soldados de Carlos V y luego los de Felipe II eran implacables con los hombres
de rostro curtido por el sol de medio oriente. Desconfiaban de sus barbas, sus
costumbres, sus atuendos blancos y sus procesiones hacia una Meca a la que
nunca llegaban pues el inmenso Mediterráneo hundía sus barcos en las costas de
Cártago o en las apestosas rocas de Biblos. Pero lo intentaba cada día. Cada
mensaje llevado a destino le devolvía el amor que su padre profesaba a su
madre. Generalmente era la noche su única aliada y claro, Adham, su flaco
camello que ya contaba con más de veinte años.
Le sorprendía mirar a esa mujer de ojos grandes,
esa mujer que Abu definía como una rosa en el desierto, un oasis que se
desgranaba como pétalos o arabescos en las mezquitas de su tierra natal. La
oscuridad (una oscuridad absoluta y sincera como el centro de una guerra)
impedía ratos contemplar las pupilas de Calista
y desde entonces, procuró siempre contar con una antorcha para no perder de
vista a esos ojos que siempre negó frente a su amigo.
En qué consistían los mensajes: Básicamente se
trataba de poemas en un idioma que Ali no acababa de entender. No era el
castellano cristiano que compilara Alfonso el sabio ni tampoco el árabe
dromedario con el que contabilizaban las sedas de oriente. Era una rara mezcla
de un latín entreverado y ese castellano fatídico que escuchaba en las bocas de
los piqueteros isabelinos. Suponía que allí radicaba el secreto de su amigo.
Ella era una católica confesa y él un musulmán que paulatinamente se desvanecía
en los ojos de su dogma favorito: Calista
Abu prometía controlar todas las rutas en su
nombre, le habló de palacios que emergían desde el mar y torres tan altas que
los idiomas volvían a emparentarse. El negro abismo que contornea el espacio
que he trazado en tu nombre, le escribía a Calista, se hará cada vez más
pequeño y de ello me encargaré yo. Le hablaba de los navegantes genoveses y
portugueses que conocía y que eventualmente contrataría para descubrir un mundo
más grande que el visto por Ciro el Grande. Nada mi vida –sentenciaba casi siempre
en sus cartas- nos podrá separar una vez que estas viejas modorras religiosas
duerman al fin su sueño eterno.
Calista en tanto, respondía con breves apócrifos,
aforismos que buscaba en el Corán –profanando la dicha de su religión- solo
para llegar al corazón de su viejo Abu. Consideraba que en ello había una clave
que parpadeaba como la luz que dejaban los versos de Aberroes, el tranquilo
traductor de Aristóteles. A veces se sentaba a extrañarlo frente a los olivos
que maceraban sus criadas bajo un sol que calcinaba sus rostros. Pensaba en
cómo sería su vida con él. Un sueño que devela ese desierto que es también otro
sueño. Y eran esos espejismos los que se colaban en las faenas nocturnas. Las
libaciones de los cautivos, las danzas de sus criadas, el canto de los grillos
y el aroma de la tierra remojada en vino. No pensaba en abrir el mundo ni
recorrerlo como Abu y por descontado imaginar ampliar las fronteras de la
plataforma sagrada. Las tareas de dios, son de dios repetía. Solo quería una
vida apacible bajo los setos o mirar eso que algunos comenzaban a comentar: el
movimiento de la tierra sobre el sol. Le parecía una chifladura a todas luces,
sin embargo por poetizar, era capaz de creer que su dios era el tiempo y la distancia
que mediaba entre ella y Abu.
Pero las caravanas siguen derrumbándose sobre la
arena que todo lo oculta. Partían decenas y llegaban seis o siete hombres
exhaustos que al cabo de meses solo hablaban de monstruos de sal que carcomían sus
ojos. Qué lugar común era la locura. Qué habitual era toparse con los hombre de
Abu y escucharlos maldecir. Así poco a poco, fue labrando una reputación que lo
enclaustró en su palacete cordobés. Se encerraba noche y día a leer a los
sabios griegos, a descubrir en ellos el fuego, el agua y el aire del que estaba
compuesta la tierra. O Parménides o Heráclito o Anaximandro o el viejo Tales de
Mileto. Leía como si de ello dependiera su contacto con Calista (la rosa de sus
sueños, su oasis en el abstracto espesor de Aristóteles) y de cada palabra
extraía una formula incomprensible, un gesto en el papel, una hendidura que
rajaba de lado a lado las partículas que caian de su reloj de arena. A veces
cerraba los ojos y se imaginaba tomando un café turco junto a esos lejanos
maestros. Les hablaba (cómo no) de Calista y de su larga relación epistolar. Les
decía que cada punto, cada letra en el papel que ella confiaba a Ali, le parecía una contraseña en la búsqueda que
ellos (especialmente Parménides) comenzaron. No conozco sus jardines en la
esquiva Castilla, ni los olivos en flor que frecuentan las líneas de sus
mensajes, pero es como si estuviera ahí, decía. La realidad no es lo que se ve,
la realidad confesaba el viejo Abu, es lo que se dibuja en estas cartas. Son
estas profecías las que me llevarán a revivir a mis hombres tras la línea del
Mediterráneo, enderezar sus huesos, iluminar sus ojos, abrir sus bocas para que
la risa deje de ser un artefacto desvencijado. Solo la felicidad de imaginar
que la realidad que otros han construido en nombre de dios se desmorona, puede
ser mi propia dicha. Cuando eso ocurra, esté vivo o muerto, podré retomar junto
a los míos el camino que mi padre dejó inconcluso, salir de este claustro,
besar los labios de Calista, organizar las frecuencias de los sueños en su
melodía exacta. Que la serpiente abandone su jarra para bailar la noche que
tenemos pendiente.
Esa fue la última carta del viejo Abu. Ali nunca
pudo entregarla. Antes los turcos tomaron Castilla en una excursión suicida y
sorpresiva. Entraron a la casa de Calista y encontraron su cuerpo frío manchado
en tinta negra. No se sabe si fue un ataque al corazón o un suicidio bizantino.
Sin embargo la última opción se descarta, su fe no se lo hubiese permitido. Se
especula en cambio con la teoría escrita en los rollos de Tel-Amari. Sobre el
frio desierto se mueven espíritus que mueven el viento y ayudan a caravanas a
llegar. No importa a donde, pero a llegar.