domingo, 20 de noviembre de 2011

Un hombre que camina a solas. La microhistoria de Carlo Ginzburg.

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A.- La microhistoria siempre me ha parecido un desperdicio nominativo porque finalmente se pilla la cola. Quiero decir, el esfuerzo sobrehumano del historiador que indaga en fuentes casi impenetrables choca siempre, con ese estructuralismo manido de mediados de siglo xix. Choca y lo revienta.

B.- Cuando Carlo Ginzburg detalla los documentos que atestiguan la sentencia, lo dicho, lo alegado e incluso lo callado, en el procesamiento de Menochio (el artesano friulano acusado de herejía) llega la interpretación forzada a veces, de lo que quiso decir y de lo que pensó el pobre Menochio. Se examinan sus metáforas, sus incongruencias, su falta de coherencia entre lo dicho en la primera jornada y la tercera, del modo en que un psicólogo indagaría en los panegíricos vehementes de su paciente atormentado moralmente. Y se estrella contra ese andamiaje también forzado que es el estructuralismo, dejando –ciertamente- espacio a lo cotidiano, pero a la postre acudiendo a un espíritu de época que bien podría monitorear Huizinga o Braudel. La microhistoria acude además, al detalle que reinventa la mentira de la primera traducción. La fijación y la exegesis del discurso del artesano italiano, la saturación en la que entra el análisis por develar el significado del “queso y los gusanos”, la concatenación de textos medievales, apócrifos y según el propio autor venidos a bagatela, con la defensa que el propio Menochio elabora de su doctrina, nos lleva invariablemente a la cuestión de la Metahistoria. Al desarmar la microhistoria –fabulosa por lo demás- de Ginzburg, cabe la pregunta sobre la veracidad o la pertinencia de una historia que interpreta las palabras de un individuo a punta de constructos socio-culturales. El camino probablemente sea el correcto, el mas racional, el metodológicamente más atractivo y encomiable, pero es imposible rehusar a la imposibilidad de la constatación de una conciencia –como la de Menochio- que desaparece varios siglos atrás.

C.- El estudio de la sociedad a partir del conflicto personal de un hombre que cruza los márgenes de la doctrina católica, es arriesgado, no tanto por su resultado (dado que este va en concordancia con el contexto que le rodea) sino por la ambición en la que cae. El deslumbramiento del lector al constatar la voracidad de la historia que va tragando y escupiendo partes de la escenografía medieval en medio del delicado mundo de la Reforma, cae frente al tupido mundo que la historiografía a configurado, no en base a la historia de un hombre frente al mundo, sino de los hombres en el mundo. Una microhistoria entonces, está condenada a ser más grande incluso que el estructuralismo o el historicismo hegeliano, pues ella encuentra en la conciencia ese sublime objeto de la ideología, ese modus operandis que engendra la representación del mundo desde adentro y hacia afuera superando la contradicción inicial entre ideología y realidad. Menochio es la ideología o la contraideologia si se quiere, y lo que estudia la microhistoria es como se anida esa representación en el lejano escenario de las conversaciones, los aromas, las imágenes y los miedos que lo rodean.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Ese insomnio que suena a gotera

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Veinte minutos pegado a la pantalla, abriendo y cerrando ventanas, jugando con el puntero, creando rectángulos azules, acomodando iconos, googleando y visitando todo lo que siempre visito y nunca cambia. Veinte minutos sintiéndome la cabeza apretada por una llave inglesa, dando vueltas a la izquierda y luego a la derecha fiel, rutinaria y mecánicamente. Veinte minutos buscando que hacer, si el play, el computador, el librito, la pipa, la guitarra o este despojo escritural al que me someto. Veinte minutos y luego un par de segundos para que llegue la idea de meter mano al acopio de música que he olvidado por culpa de tanto concierto. Solo ahí y no antes aparece Eric Dolphy silbándome al oído mientras la llave inglesa finaliza su ejecución macabra y el puntero del ratón desaparece en la medida que su huella es reemplazada por las palabritas que acomodo para relajarme un poquito. Pienso en un mantra o algo similar, una sibilina disposición hacia el vuelo, algo que no promete ni cumple la Sertralina, cuando ella en lo concreto solo anuda el rito que une el insomnio a la somnolencia, la pesadilla perfecta.

Veinte minutos pasan, y pasaran otros más como contados con las ovejas que olvido lentamente. Ya no hay forjas en esta zona hueca, todo, desde el dedo que convierte a la tripa en cuerda y el ojo que moldea las sombras, ha pasado a mejor vida al menos por hoy. En su lugar quedan los resabios de Hypnos, mi pariente lejano, el fecundo hacedor de ojeras y letras muertas que gotea lentamente. Tlap, Tlap, Tlap, Tlap, sucesivamente, Tlap, Tlap, Tlap, con un ritmo infernal que quema. No hay llaves que cerrar. Como el astronauta ruso que ve la tierra por primera vez (antes que los yanquis, antes que los chinos, antes que los indios, pero no antes que los mayas desde su colmena pétrea) solo me acostumbro y decido amar ese sonido. Tlap, Tlap, Tlap, por unos veinte minutos más, circularmente hasta que alguien decida abrir de plano la llave y dejar que el torrente escurra hacia el agua que finalmente somos todos.

martes, 15 de noviembre de 2011

Witold Gombrowicz y el desnudo humano.

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A.- Leer a Gombrowicz es desconcertante. Lo mismo que leer a Breton o a Michaux, con la salvedad que Gombrowicz es polaco, condición que lo hace doblemente más complejo.

B.- Ferdydurke, su primera novela –editada en 1937- entra en circulación en momentos complejos para la historia polaca. La anexión a la URSS y el consiguiente peso ideológico del stalinismo ejercen sobre la creación literaria una presión insoslayable. Mas allá, dos o tres años más allá, el comienzo de la guerra con la invasión alemana a Varsovia, obligaran a Gombrowicz a buscar asilo en Argentina.

C.- ¿Pero por qué el stalinismo pudo ser una amenaza a la obra del escritor polaco? Básicamente por las disonancias en las que se mueve. Gombrowicz aborda el tema del condicionamiento social, desde una perspectiva cuasi ambientalista (determinista por cierto), una crítica alegórica hacia las formas de entender la subjetividad apuntando hacia la mirada del otro como eje fundamental en la composición de lo propio. Esto es, señalando directamente al rostro (la facha) del lector, espectador o compañero de clase (por nombrar a un sujeto que presencia) el cotejo del ser. Soy lo que soy en la medida que el otro me cataloga como algo determinado, soy inmaduro, soy profesor, soy joven, soy ingeniero en tanto el otro me identifica y me convierte ese rotulo que perentoriamente me asigna. John Holloway, decenios más tarde podría identificar esta intersubjetividad con el aniquilamiento del ser inacabado o infinitamente más complejo de lo que realmente somos. Es decir, yo no soy solo un profesor. Soy más que eso. El no es solo un estudiante, es mas que eso.

D.- Ser más que eso, más que esto que dicen soy, es un gesto profundamente libertario y rupturista. Es decir, ellos no son proletarios, ellos no son burgueses, ellos no son de tal o cual clase, son más que eso. Es desarmar todo andamiaje y ley histórica, es deformar la secuencia de los ciclos históricos que llevarían al hombre a un estado determinado. Cuando por ejemplo el tio del protagonista increpa a “Polilla” un amigo a todas luces poco ortodoxo, por querer este último congeniar con el criado, lo hace pensando en que Polilla trama una conspiración del tipo lucha de clases, incitando a la revolución y a la liberación de la opresión a la que está sometido el criado. Sin embargo, como el mismo protagonista señala, lo de Polilla y su empatía con el criado, es simplemente el deseo de fraternizar, ponerse en el lugar del empleado, como si eso fuera un simple asunto de categorías. Categorías como las tipificadas en los manuales de teoría marxista. La crítica es entonces a la aniquilación del ser, del individuo, en manos de ese asesino silencioso que es el entendimiento forzado del mundo. El hombre en la ciudad es más pequeño dirá Gombrowicz, el hombre entre otros hombres es más insignificante.

E.- Es la inmadurez, la insensatez, el desconocimiento de las convenciones sociales lo que permite el desarrollo de la creatividad. El acto creativo es por antonomasia un salto al vacío, libre y muchas veces irresponsable. Implica no mirar hacia atrás, no mirar a los costados e incluso no mirar hacia el futuro poniendo en el las estructuras que nos rodean. Es el rechazo al materialismo histórico, a esa evidencia empírica en la que el hombre se funda a través de su tiempo y su espacio, la que es necesario desechar. El hombre sin nada, desnudo e imposible de traducir, tal como Ferdydurke.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La isla de Cemento (o la tragedia posmoderna de J. G. Ballard )

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A.- J. G. Ballard escribe sobre un pequeño burgués que se pierde en la ciudad. Están los autos, los edificios y evidentemente las carreteras que serpentean el abismo con especial arrogancia. El personaje es un tipo cuya doble vida impregna en su ejercicio cotidiano de sobrevivir una singular paranoia, esa que recala en los otros como exclusivos agentes del mal. Lo correcto sin embargo, es hurgar en la propia conciencia, no ya en la alteridad omnipresente de los accidentes y los gestos sino en la responsabilidad del estancamiento.

B.- Nuestro hombre choca. No va rápido, no pisa el acelerador lo suficientemente fuerte como para desintegrarse contra un muro, solo choca a la velocidad justa, la única que le permite a un homo urbano, sobrevivir y al mismo tiempo quedar varado en los límites de una isla de la cual es soberano absoluto.

C.- No hay archipiélagos a la vista, solo redes de concreto y asfalto mediando entre lo propio y lo ajeno como las boyas que delimitan ese peligro inminente que es hundirse en el fondo del mar. Ballard lo sabe. Maneja muy bien la política de los ahogados, la adrenalina que fluye por el cuerpo de quien linda con el abismo. Entonces, el autor muestra su carta bajo la manga, esa que es al mismo tiempo la premisa fundamental del libro: Quien se pierde, quien se ahoga, quien sucumbe en los terrenos baldíos de sus dominios, estaba predestinado a hacerlo. Como en una tragedia griega con la salvedad que es ahora, “el individuo” y no los dioses los interlocutores de ese destino.

martes, 8 de noviembre de 2011

Entre Reyes y Peones. O como perderse en una ciudad que es la misma pero al revés.

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Un día no muy afortunado tuve la inédita idea de ir por una lata de tabaco al Parque Arauco. Era Jueves y el termómetro promediaba los treinta grados a eso de las cuatro de la tarde. La idea de comprar allí, en un lugar que no conocía para nada, la saque de un foro de fumadores de pipa en el que aseguraban que ahí era el único sitio donde podría encontrar la mentada lata de tabaco. Así que partí.

Tome el metro y me baje en Escuela Militar. Según las instrucciones del mapa que apenas mire antes de salir, el asunto era sencillo. Debía caminar unas tres o cuatro cuadras por Américo Vespucio hasta llegar a Kennedy. Un juego de niños.

El problema llego cuando al salir del metro no encontré Américo Vespucio y en mi afán por solucionarlo todo con mi ojo de águila creí prudente caminar hasta encontrar la calle, sin embargo, tenía otra dificultad: la orientación. ¿Dónde estaba? ¿Cuál era el norte? ¿Cuál era el sur, el este, el oeste? Fácil, había que ubicar la cordillera. Una mierda de cordillera pensé, una de las cordilleras más extensas del mundo, una de las pocas que atraviesa según los geógrafos un continente entero e incluso tiene la capacidad de parecer muerta y luego revivir en la Antártica con un nombre esplendido, digno de alguna toponimia fantástico medieval. Cordillera y la que la pario, tan grandecita que se ve en el mapa y yo al buscarla entre esa mazmorra de edificios metálicos no podía verla por ningún lado. Solo veía cerros. El Manquehue, el San Cristóbal a la distancia y otros cientos de cerros que según deduje debían pertenecer justamente a la gigantesca y nevada cordillera que aparecía en las postales y en los atlas militares. Me pareció que hasta un coloso como la cordillera podía ser un chiste si se le miraba con detención.

Una vez que deduje la existencia de la cordillera, caí en la cuenta que ese dato era insuficiente, básicamente porque ya había olvidado o confundido (da igual) el mapa que lastimosamente mire antes de salir. Hice lo que debía hacer desde el comienzo. Desde el comienzo de los tiempos, desde que Salí del útero y años más tarde comencé a reconocer el mundo que me rodeaba: preguntar.

Me acerque a un minimarket (porque a cierta altura los almacenes desaparecen y solo subsisten los reductos anglófilos marcadamente arribistas) y le pregunte al cajero (que era a la vez vendedor, reponedor y parte honoraria del personal de aseo) sobre la calle Kennedy. Dicho esto, el funcionario que era probablemente también el dueño del sucucho me indico que estaba muy lejos, que por lo menos tenia para veinte minutos caminando así que más valía que me proveyera de algunos insumos básicos para capear el calor y la inminente resequedad de la boca producto del extenso periplo que me aguardaba. Le compre un agua mineral y le di las gracias. El agua mineral más cara que he comprado en mi vida.

Efectivamente Kennedy, quedaba lejos, a lontananzas, a la chucha. Camine treinta minutos, perdido, cansado, odiando a las putas casitas del barrio alto y a esos condominios que hacían patente el monopolio del poder, esas relaciones en teoría multivocas y dispersas pero que en la práctica quedan encerradas en las cuatro paredes del cuarto donde parieron a los fundadores de este país. Me cuestione todo. Desde el vicio al que me había suscrito voluntariamente hasta el feroz ordenamiento territorial sectario al que quedo sometido Santiago. Despotrique silenciosamente contra los personajes de pantalón caqui y camisa celeste, maldije en una docena de ocasiones a los niñitos rubios que salían del Pedro de Valdivia, a las señoras arremangadas e impecables que sacaban a pasear al mismo perro chico, blanco y neurótico, todas sin excepción como si existiese un manual de cómo ser gente de clase. Insulte profusa y poéticamente a los mismos huevoncitos de pantalón caqui y camisa celeste, pero que esta vez iban en sus cuatro por cuatro, en sus autos norteamericanos de dimensiones bíblicas, estoicos hacia sus hogares donde los estarían esperando sus mujeres eternamente jóvenes junto a su numerosa prole impregnada en los valores del catolicismo y la familia. Y mientras seguía caminando y sudando, veía como me había dormido y caído repentinamente en un sueño (o una pesadilla), una ilusión cruel y nostálgica propia de las quimeras ochenteras importada del país de las donas. Porque ya no estaba en Chile. Estaba en un país de mentira, ni siquiera en la copia feliz del Edén (Cuyo Edén es EEUU), sino en un país donde reinaba lo absurdo, lo paradojal, la aventura de un Samuel Beckett por construir un teatro infinitamente incoherente. Estaba en medio de la risa y la broma, una en la que yo padecía lo segundo y el rubiecito del pantalón institucional-sport disfrutaba lo primero. Claro, yo era el que me dirigía al centro comercial de los cojones, al Mall Parque Arauco, como si alguna vez la Araucania o eso que en los libros de historia se denomina “pueblo araucano” hubiese considerado la opción de transformar su patrimonio discursivo-nacional-cultural en un Parque y aun mas, en un tongo de la magnitud que se plantaba en la calle con nombre del presidente yanqui.

No podía estar despierto, eso era finalmente un sueño. Yo que quería comprar tabaco para relajarme, para ir en búsqueda del sueño de la paz como los antiguos, había ido mucho más lejos y termine llegando al umbral donde la inversión de la realidad llega de las manos de Alicia en las Maravillas y finaliza con una patada en el culo gentileza de tipos como el presidente que graciosa y fatalmente fue electo en este feudo del que somos sus siervos. Pero ya no había vuelta atrás y yo estaba a punto de llegar a ese epicentro cursi del consumo y la arbitrariedad. Todo sea por la fumada de la paz.

¿Qué paso cuando llegue? Bueno, busque la tabaquería recomendada por internet y al encontrarla vi maravillado la mayor cantidad de pipas que he visto nunca. Pipas carísimas, lujosísimas, de brezo, de cerámica, de arena de mar, todas salidas del salón del capitán, de un puerto en Liverpool o un palacete en Londres. Las observe extasiado y del mismo modo caí abruptamente al mirar los precios. Cerdos capitalistas. Las pipas eran hermosas, niñas bellas esperando una fumada y ellos, los cerdos ultraliberales de siempre, catapultan los precios cinco o diez veces sobre el original. Especuladores como ellos han llevado al mundo a sucesivas crisis económicas y ahora me tenían allí, mirando sus atavíos y productos de uso cotidiano como elementos de lujo. Demás está decir, que mi odio contra el sustrato dueño de los medios de producción y el capital, volvió a emerger.

Para apaciguar mi frustración, consulte por el tabaco a la mujer que atendía el local. Una mujer cincuentona, con lentes y con ínfulas de baronesa o esposa del capitán de la marina inglesa. Me pregunto por la marca del Tabaco y le respondí rápidamente: “Dunhill”. ¿Qué tipo? Mascullo, me da lo mismo le dije, solo me interesa probar esa mezcla de la que he leído bastante. Pero insistió. Así que por decir algo, le dije que buscaba la lata de Dunhill Nightcap, la lata azul que asegura máxima relajación. Acto seguido le describí una escena en la que yo podría estar tendido fumando ese tabaco mientras mis sentidos se esfumaban entre la espesura del humo. Me pidió que la esperara, pues en vitrina no tenían nada de Dunhill, pero aseguro tener algo en bodega. La espere y volvió a los cinco minutos con un montón de tabacos en sobre (pouch para los iniciados). Me dijo que la marca Dunhill había dejado de exportar las emblemáticas mezclas para pipa, pero en cambio, aparecieron en el mercado un sinfín de productos alemanes, daneses y sobretodo holandeses. Véalos me dijo.

Ni siquiera me demore un minuto en notar que cada sobre podía encontrarlo fácilmente en las inmediaciones de Plaza de Armas, en el Portal Fernández Concha por ejemplo, en el Paseo Matte o en Huérfanos. La diferencia estaba en que la tabaquería del Parque Arauco era infinitamente más cara y para colmo de males, a la salida no tenía ni un miserable local de completos pa’ comerme un tomate palta y volver a la realidad.