martes, 27 de marzo de 2007

todo lo que puedo hacer para no ser.

Leo las cartas, escucho los discos, miro tus huellas en mi pieza, me concentro en los momentos, imagino tu aroma cerca de mi cuello y aun asi, este piedra en la garganta no desaparece. Cada vez se hace más grande e incluso hablar es un problema. Las palabras salen mudas y en sordina caen inermes como yo. No tengo fuerzas para recogerlas y ni siquiera tengo la voluntad de hacerlo ¿para qué? ¿para leerlas? No las quiero ver, porque sé muy bien qué quieren decirme. Me arrojan lo obvio, pero yo no quiero saber nada que tenga que ver con lo inexorable, lo inevitable, o lo obvio.

Quiero seguir soñando y estrellándome a cada momento con esa fuga. Desaparecer entre la niebla de las seis de la mañana y sentirme un poco escarchado, la tierra y yo, aguantando el paso del tiempo.

Primero fue el calor, ese arrobamiento y endulzamiento tan acogedor, pero ahora se trata de nubes bajando. Deberían quedarse arriba, tan sólo para ser contempladas. Temo a que en un abrir y cerrar de ojos, aparezca una voz diciendo "ey, esto es un sueño, tu existencia es parte de un largo cuento que manejo yo, el autor de este libro". La idea de que aparezca un Unamuno susurrándome verdades al oído, es un presentimiento que no puedo resistir por mucho tiempo.

Y sigo escuchándo los discos, aunque ahora se trata de algo mio. Un piano, sólo un piano y toda una historia de melancolía tras los dedos, que pueden cavar un profundo pozo en esta habitación. De a poco los muros van rasgándose como el papel, como si fuera un hormigón falso y en realidad, sólo existieran hojas, escritos, palabras acopiadas entre el cemento. Fragiles ladrillos son descompuestos por una música que arroja al pensamiento. Meditar y sentir a la intuición, esa es toda la clave de esta música, pero también de la vida. Jamás me he equivocado con eso ¿será esta la excepción ?

Sin tan sólo te amara un poco menos...

sábado, 10 de marzo de 2007

La catedral: último movimiento.

Anselmo consideraba que definitivamente, el mejor interprete de Agustin Barrios era David Russell. Hace poco había adquirido un disco del guitarrista escocés, y sin duda, las piezas Julia florida y La Catedral, le parecieron simplemente sublimes. Aunque más bien por un asunto de precisión aritmética, a él le gustaba hablar con sus amigos, de esa, su apreciación, por medio del adjetivo "excelso". La obra de Barrios era prolífica, quizás poco abundante, pero generosa en ideas, asi que cuando en medio de los coloquios, con sus compañeros de universidad, hablaban de música, pero especialmente del rumbo de la guitarra hispana en el siglo XX, además de lanzar sendos panegíricos y una que otra perorata a compositores como Joaquin Rodrigo, Segovia, Villa-lobos, Lauro y en una ocasión a un anacrónico Tarrega, él, advertía que en efecto, eran buenisimos todos, sin embargo, lo de Russell era excelso.

Le impresionaba sobremanera el hecho de que un escocés, uno de esos ingleses importados y sobrevivientes a la inyección cultural del rock y el pop yankee a mediados de los cincuenta, recibiera de forma tan perfecta, la esencia de la música latinoamericana. Para Anselmo, Russell era una de esas personas que no encajan con su tiempo, algo así como la antítesis del pensamiento diltheano donde todos, caben en un espíritu de una época. Y entonces, en medio de esa reflexión, que sacaba a colación siempre cuando la conversación sobre música tocaba el parnaso contemporáneo de guitarristas, excibía como saldo de una cuenta interrumpida -la de su pensamiento- el agrado y sobre todo, la fascinación del ir y venir de una pleyade de estilos y costumbres musicales. Siempre con la palabra excelso. Todo era excelso cuando quería decir magnífico, y cuando el adjetivo excelso se perdía entre los escombros de su lenguaje, otorgaba el título de pletórico, a cuenta de omitir el adjetivo magnífico, pues a su opinión era pasado de moda. Como Macanudo, insuperable, increíble, o el viejo "a la pinta" que ocupaba su padre, cada vez que consideraba que algo era, a la mirada de Anselmo, excelso.

Era tanta la pasión de Anselmo por Barrios y Russell, que cuando supo que el escocés estaría en la cúpula del Parque O'higgins, dando un concierto junto a un conjunto de Folklore latinoamericano, decidió con exceso de premura, ir al lugar a comprar una entrada.

Ese día, el sol era infernal y el viaje en micro se hizo eterno, al punto de vomitar a medio camino. Su error fue despreocuparse de su desayuno, y a la vez, otorgarle excesiva preocupación a la compra de las entradas. Seguramente pensaba que Russell, arrastraba a miles de seguidores que con carpas, ollas comunes e improvisados carteles estarían afuera del recinto, manifestándo su refinado gusto, por quien, a su juicio, era el mejor interprete desde Segovia.
A John Williams, lo consideraba bueno, pero claramente lo suyo eran las obras europeas. Bach, Purcell, Albeniz y cómo no, Segovia, en un catálogo de obras que, a pesar de tener incluídas participaciones con diversos proseres del latinoamericanismo, aquel movimiento de izquierda galeanista de moda en los universitarios lanas de los noventa, caía en una caricatura burda del sentir americano. Sobre todo indígena. Porque si bien, Barrios optaba por un delicado barroco entre el contrapunto Bachiano y la música vernácula de Paraguay, el resultado era muy distinto a la de la obra de Villa-lobos, quien en la misma senda, pero con música de Brasil, lograba tan sólo un hibrido como el de una canción arreglada para sonar "media alemana, pero siempre con raíces brasileñas".
Eso traía a la defensiva a Anselmo. El sincretismo musical, debía ser algo que dejara de lado el sonido medio así, medio asá. Y Barrios lograba eso. Canalizaba perfectamente la cueca, el waltz, en coordenadas distintas a las de la partitura americana. Pero no es que se tratara de un casi, de un como, de un medio, lo que a él le anonadaba, era la novedad de algo imposible para casi la totalidad de la humanidad. Barrios y Russell, como inquilinos de un barrio absolutamente perdido en los etnocentrisnos, Barrios en la Prusia de Bach, y Russell en el Amazonas paraguayo del Doctor Francia, se desprendían de la genética, de sus pieles mestizas y caucásicas respectivamente, para transformarse en lo que según Anselmo, era la ósmosis perfecta del viajero que se transforma en un niño en medio del desierto.
Y se acordaba de Zaratustra, de Osmus Mazda, de Gautama, De Jesús, de Mahoma, de aquellos viajeros providenciales, que efectivamente se hacían niños para luego tatuarse de humanidad. De la humanidad que permite ser nativo en cualquier lugar. El hombre, como el universal de Duns Scotto. En eso pensaba Anselmo, mientras a su lado un viejo de unos sesenta y cinco, se sacaba la mugre de los dedos con su carnet.

Cuando la micro llegó a Parque O'higgins y el vomito ya había escurrido bastante por el piso de la micro, hasta el punto de desaparecer en pegajosas manchas de suelas, Anselmo, quien había pensado bastante en laberintos ontológicos e incluso escatológicos, miraba con extrañeza la soledad de la Cupula. Pensó durante un par de minutos, mientras caminaba moviendo su llavero de clave de sol, en la posibilidad, remota, pero posible al fin y al cabo, de que el anuncio en Internet sobre la visita de Rusell a Chile, haya sido más bien una especulación con letras grandes. Entonces, casi al llegar a la boletería, aun más baldía que las calles del pueblito, dudó seriamente sobre si comprar o no algo que quizás no existía.
Lo que él no quería era hacer nuevamente el ridículo, pero más que cualquier otra cosa, no pasar otra vez, una verguenza semejante a la del mareo en la micro. Sentía que el rostro siempre clandestino, de la mujer tras el vidrio rayado de la boleteria, sabía perfectamene y con exceso de precisión cada una de las tentativas que pasaron por la cabeza de Anselmo, con respecto a la presentación de Russell.
Él pensaba que la mujer sabía lo de su modelo antropológico y etnomusical, y de las implicancias que éste tenía en Russell y porque no decirlo, en la vida misma de Anselmo.
Mientras miraba por el vidrio, y se reía con un par de mensajes obscenos, "quien fuera paco pa meterla presa" o el infaltable "si te gusta el pico sonríe", y a la vez, se sentía medio homosexual por no sólo haber sonreído, sino que lisa y llanamente por haber dado una carcajada con semejante "despilfarro de creatividad", decidió soportar un bochorno más, y arriesgarse a una negativa en letras aun más grandes que las del anunció del concierto.

-Disculpe, aquí venden las entradas para la presentación de David Russell.
-Sí.
-Ahmm.
-Quiero una para platea ¿cuánto es?
-Treinta y cinco mil novecientos noventa.
-Ahhh, entonces deme una, pero, disculpe, por casualidad no sabe cuántas entradas se han vendido.
-Esta es la primera. Aquí está la entrada y su vuelto.

Del laconismo exasperante de la cajera, que media aturdida por la escena de amor en una teleserie chilena repetida, miraba de reojo al cliente de lentes y pelo largo, Anselmo pasó a un ataque de rabia de una lasitud tan extensa como La Catedral de Barrios. Cómo era posible que aquella mujer, aquella ballena perdida o más bien, esa morsa bizca y pintarrajeada, tuviera la gigantesca falta de tacto para referirse así, a Russell, a ese Dios de las seis cuerdas empadronado quizás por equivocación en un mundo terrenal, al que claramente, esa señorita entradita en carnes, pertenecía hasta la exageración de ser ella, la mujer tras el vidrio, la caserona descasada, la mujer-carrete, la mujer del celular y la teleserie en frente, la excelente prueba de que en el fondo somos animales.

Todos quizás, excepto Russell y Barrios.

Arriba, las nubes zarandeaban, se movían como en los tétricos relatos de Poe y los árboles, plagados de palillos de volantines, hacían ademán de ser uno con las nubes. También se movían, pero de cualquier forma, menos espantosamente que las nubes de Poe.
Los árboles eran como los de Faulkner. Anselmo los miraba tratando de aplacar su ira, asi que con lenitiva paciencia le dijo a la señorita de la caja, si estaba segura de que esa fuera la primera entrada.
Sí, repitió la mujer, que ahora, subía el volumen del televisor.

No era posible, repetía Anselmo en su fuero interno una decena de veces, como extravíado en las carcajadas que en tono irónico brotaban del televisor. ¿cómo les contaría a sus amigos, que Russell, aquel músico descomunal, era un perfecto desconocido? ¿qué rostro pondría Eliza, su novia cuando le hablara de la soledad en la que se encuentra lo que a él tanto le atrae?. Se sentía como un ridículo, como un poseso extrafalarío en medio de una racionalidad, aun más extraña para él, pero que de todas formas, por la objetividad y la generalización de los hechos, era la correcta.
Lo que más le afectaba, era que esa mujer prendada a un televisor, tuviera la razón, y él, quien pagó treinta y cinco mil novecientos noventa pesos para ver a quien hasta hace poco era un dios, fuera el perdido. Decidió sin considerar la salvedad, de que eso, fuera otra prolongación sin sentido de su terquedad, hacerle una última pregunta a la mujer que ahora, no le parecía tan atroz como hace algunos minutos. Un poco gorda tal vez.

-¿usted me considera muy raro?
-No, no mucho -dijo la mujer levantándose de su silla para mirarlo de pie a cabeza.
-mmm "no mucho", entonces sí tengo algo raro, quiero decir, soy raro pero no mucho. ¿qué es lo raro?
-Tu pelo
-¿Mi pelo ? -preguntó Anselmo tocándose la cabeza como si le hubiera caído mierda de paloma- ¿qué tiene de raro mi pelo?
-Es largo y no sé, es como crespo, pero no es crespo.
-Entonces si me lo cortara ¿dejaría de ser, yo, un tipo raro?.
-Sí.-dijo mientras estiraba nuevamente el cuello para verlo mejor-
-Y dígame, ¿es muy raro que venga a ver a Russell?
-¿quién es ese huevón? preguntó en sordina la mujer.
-Russell, el músico que dará un concierto. Usted me vendió una entrada, ¿lo recuerda?
-Bueno, no conozco a nadie que lo conozca, por lo que supongo que sí. Es raro conocer a alguien que conozca lo que otros no conocen.
-Claro -respondió él, medio encabritado a esas alturas-

Un sonido de alarma interrumpió la conversación. Era una sirena de ambulancia, Anselmo trato de buscarla, pero no la encontró, entonces la mujer riéndo, le dijo, que se tranquilizara, que era la televisión. Habían atropellado a Alvaro, el novio de la protagonista.
Anselmo se rio un poco, era una de esas risas frugales y tristes, que de compromiso, se transforman en una elaboración del destino para alegrar un poco el día de algún desafortunado.
Al parar la risa, Anselmo secándose las lagrimas que habían caído después de sus dos minutos y medio de carcajadas, le preguntó a la mujer sobre Alvaro, el tipo atropellado. Quería saber si era un tipo raro. No, le respondió la mujer, a la vez que le preguntó por Russell.

-Y ese Russell, ¿qué gracia tiene? ¿es raro?
-No no, es sólo un guitarrista que toca bien la guitarra -respondió mirando largamente su entrada de treinta y cinco mil novecientos no venta pesos-