domingo, 21 de octubre de 2012

Caravanas







Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. 
A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, 
de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, 
de habitaciones, de instrumentos, de astros, 
de caballos y de personas. Poco antes de morir, 
descubre que ese paciente laberinto de líneas
 traza la imagen de su cara.   Jorge Luis Borges.

 Cada día llegaba una carta y era esa relación epistolar, la que tenía a Abu Simel en la quiebra. Sus caravanas que hace medio siglo recorrían el Magreb y el Sahara con tesón de hordas guerreras, palidecían bajo el sol de junio. Muchas veces fueron los camellos su comida y sus vísceras la única salvación bajo un sol que era todo el cielo.
Los mensajes eran trasladados por un viejo amigo, un mercader mozárabe que soportó largamente las persecuciones –infundadas por cierto- de Felipe II en su delirio contra los judíos. Alí Ben Samir era  el nombre que le dio su padre Alí Atef Samir en la noche del 831 después de la hégira cuando dos esbirros de  Carlos V Ingresaron por el zaguán de su hogar y mataron a su mujer.  
Samir sabía lo que valía el amor de una mujer.  Conocía las aventuras de Roger de Flor durante la primera Cruzada y de esas historias sacaba conclusiones que le abrían el cielo. Los astros que sus antepasados de Calcedonia miraron como la clave para entender la vida y la muerte, se reflejaban en sus febriles iluminaciones sobre las mujeres a quienes comparaba con cada estrella. Eso fue lo que le dijo a Abu Simel cuando éste le mencionó a Calista y le hablo como si las entrañas se le salieran por la boca, unas entrañas que él definía como mariposas sobrevivientes de los jardines colgantes de Babilonia, mariposas que cruzaban el Mar Negro e iluminaban el color de sus aguas.
Al principio fue complicado. Alí debía sortear diversos obstáculos, las puertas del Califato por ejemplo que se cerraban con especial cuidado desde que Isabel y Fernando cruzaran los bastiones de Granada y descuartizaran a miles de musulmanes bajo el tibio calor de la cruz. Los soldados de Carlos V y luego los de Felipe II eran implacables con los hombres de rostro curtido por el sol de medio oriente. Desconfiaban de sus barbas, sus costumbres, sus atuendos blancos y sus procesiones hacia una Meca a la que nunca llegaban pues el inmenso Mediterráneo hundía sus barcos en las costas de Cártago o en las apestosas rocas de Biblos. Pero lo intentaba cada día. Cada mensaje llevado a destino le devolvía el amor que su padre profesaba a su madre. Generalmente era la noche su única aliada y claro, Adham, su flaco camello que ya contaba con más de veinte años.
Le sorprendía mirar a esa mujer de ojos grandes, esa mujer que Abu definía como una rosa en el desierto, un oasis que se desgranaba como pétalos o arabescos en las mezquitas de su tierra natal. La oscuridad (una oscuridad absoluta y sincera como el centro de una guerra) impedía  ratos contemplar las pupilas de Calista y desde entonces, procuró siempre contar con una antorcha para no perder de vista a esos ojos que siempre negó frente a su amigo.
En qué consistían los mensajes: Básicamente se trataba de poemas en un idioma que Ali no acababa de entender. No era el castellano cristiano que compilara Alfonso el sabio ni tampoco el árabe dromedario con el que contabilizaban las sedas de oriente. Era una rara mezcla de un latín entreverado y ese castellano fatídico que escuchaba en las bocas de los piqueteros isabelinos. Suponía que allí radicaba el secreto de su amigo. Ella era una católica confesa y él un musulmán que paulatinamente se desvanecía en los ojos de su dogma favorito: Calista
Abu prometía controlar todas las rutas en su nombre, le habló de palacios que emergían desde el mar y torres tan altas que los idiomas volvían a emparentarse. El negro abismo que contornea el espacio que he trazado en tu nombre, le escribía a Calista, se hará cada vez más pequeño y de ello me encargaré yo. Le hablaba de los navegantes genoveses y portugueses que conocía y que eventualmente contrataría para descubrir un mundo más grande que el visto por Ciro el Grande. Nada mi vida –sentenciaba casi siempre en sus cartas- nos podrá separar una vez que estas viejas modorras religiosas duerman al fin su sueño eterno.
Calista en tanto, respondía con breves apócrifos, aforismos que buscaba en el Corán –profanando la dicha de su religión- solo para llegar al corazón de su viejo Abu. Consideraba que en ello había una clave que parpadeaba como la luz que dejaban los versos de Aberroes, el tranquilo traductor de Aristóteles. A veces se sentaba a extrañarlo frente a los olivos que maceraban sus criadas bajo un sol que calcinaba sus rostros. Pensaba en cómo sería su vida con él. Un sueño que devela ese desierto que es también otro sueño. Y eran esos espejismos los que se colaban en las faenas nocturnas. Las libaciones de los cautivos, las danzas de sus criadas, el canto de los grillos y el aroma de la tierra remojada en vino. No pensaba en abrir el mundo ni recorrerlo como Abu y por descontado imaginar ampliar las fronteras de la plataforma sagrada. Las tareas de dios, son de dios repetía. Solo quería una vida apacible bajo los setos o mirar eso que algunos comenzaban a comentar: el movimiento de la tierra sobre el sol. Le parecía una chifladura a todas luces, sin embargo por poetizar, era capaz de creer que su dios era el tiempo y la distancia que mediaba entre ella y Abu.
Pero las caravanas siguen derrumbándose sobre la arena que todo lo oculta. Partían decenas y llegaban seis o siete hombres exhaustos que al cabo de meses solo hablaban de monstruos de sal que carcomían sus ojos. Qué lugar común era la locura. Qué habitual era toparse con los hombre de Abu y escucharlos maldecir. Así poco a poco, fue labrando una reputación que lo enclaustró en su palacete cordobés. Se encerraba noche y día a leer a los sabios griegos, a descubrir en ellos el fuego, el agua y el aire del que estaba compuesta la tierra. O Parménides o Heráclito o Anaximandro o el viejo Tales de Mileto. Leía como si de ello dependiera su contacto con Calista (la rosa de sus sueños, su oasis en el abstracto espesor de Aristóteles) y de cada palabra extraía una formula incomprensible, un gesto en el papel, una hendidura que rajaba de lado a lado las partículas que caian de su reloj de arena. A veces cerraba los ojos y se imaginaba tomando un café turco junto a esos lejanos maestros. Les hablaba (cómo no) de Calista y de su larga relación epistolar. Les decía que cada punto, cada letra en el papel que ella confiaba a Ali,  le parecía una contraseña en la búsqueda que ellos (especialmente Parménides) comenzaron. No conozco sus jardines en la esquiva Castilla, ni los olivos en flor que frecuentan las líneas de sus mensajes, pero es como si estuviera ahí, decía. La realidad no es lo que se ve, la realidad confesaba el viejo Abu, es lo que se dibuja en estas cartas. Son estas profecías las que me llevarán a revivir a mis hombres tras la línea del Mediterráneo, enderezar sus huesos, iluminar sus ojos, abrir sus bocas para que la risa deje de ser un artefacto desvencijado. Solo la felicidad de imaginar que la realidad que otros han construido en nombre de dios se desmorona, puede ser mi propia dicha. Cuando eso ocurra, esté vivo o muerto, podré retomar junto a los míos el camino que mi padre dejó inconcluso, salir de este claustro, besar los labios de Calista, organizar las frecuencias de los sueños en su melodía exacta. Que la serpiente abandone su jarra para bailar la noche que tenemos pendiente.
Esa fue la última carta del viejo Abu. Ali nunca pudo entregarla. Antes los turcos tomaron Castilla en una excursión suicida y sorpresiva. Entraron a la casa de Calista y encontraron su cuerpo frío manchado en tinta negra. No se sabe si fue un ataque al corazón o un suicidio bizantino. Sin embargo la última opción se descarta, su fe no se lo hubiese permitido. Se especula en cambio con la teoría escrita en los rollos de Tel-Amari. Sobre el frio desierto se mueven espíritus que mueven el viento y ayudan a caravanas a llegar. No importa a donde, pero a llegar.


No hay comentarios: