sábado, 13 de octubre de 2012

Testigo




 Han llamado insistentemente a mi casa. Aló, aló, aló, diez o más veces. Han golpeado con una moneda la reja y los perros del vecino se han puesto a ladrar como si un ejército de fantasmas rasgara el aire. Me he visto en la obligación de salir.
Hola me dice una señora de pelo hirsuto, blanco y hasta la cintura, queríamos preguntarle si tiene un tiempecito para escucharnos. La quedo mirando y sé que a toda costa debo decir que no, pienso en hablarle de los fideos que cocino o de una cita al médico que no puede esperar, pero le digo que sí, no sé porque, pero le digo que sí. ¿conoce a dios? me pregunta y le respondo que sí, que ya tengo religión, que ya estoy consagrado a la noble causa de mi iglesia politeísta, sin embargo, es impaciente y me interrumpe diciéndome que no es de religiones ni de iglesias que quiere hablarme, sino de dios a secas y con mayúscula: DIOS. De eso y de la corrupción. Debería contra argumentar que dios con mayúscula no existe o mencionarle el listado de los ídolos que conforman mi pequeño panteón portátil, mi cajita de herramientas sagradas, un poco por decir algo y a la vez por la necesidad de recordarlos un poco. Claro que no hago ni lo uno ni lo otro y simplemente escucho en silencio y mirando al hombre de enfrente que corta un tronco con una sierra eléctrica. Me habla por lo tanto de dios y de la corrupción, de su permanencia indefinida tanto del creador como de lo creado, de los gobiernos contemporáneos y de los antiguos, menciona cómo no, a Sodoma y Gomorra y desliza una frase sardónica sobre los filisteos. Dice que lamentablemente siempre ha existido la corrupción y para graficarlo mejor, extrae un atalaya de su bolso henchido por la palabra del señor. Lo hojea rápidamente y luego me lo entrega como muestra de agradecimiento a mi paciencia y disposición (si supiera que no puedo decir que no, quizás no me entregaría nada). Veo la fotografía de una mujer hindú conversa, una familia feliz caminando por prados rebosantes en una fauna que es del holoceno o de comienzos del pleistoceno lo que no deja de sorprenderme y recordarme al misticismo borgeano que deambula por tierras parecidas, más áridas tal vez, pero semejantes. Intento decirle que eso me parece ridículo, pero no tengo corazón, veo en sus ojos y en los del niño de terno que la acompaña, una devoción sincera que conmueve hasta la médula mi ateísmo de juguete. Sigo escuchándola con detención, sobretodo porque casi por arte de magia abre su biblia en una página que a cualquiera le hubiese costado trabajo encontrar. Se trata de un Salmo que lee con una voz que no es de este mundo, escucho la palabra humilde, la palabra opresión, la palabra misericordia y la palabra amor y allí si me dan ganas de hablarle, le pregunto sinceramente si ella siente que esas predicciones sobre el fin de los tiempos sea verdadera. Le hablo de la temporalidad y ubicación de esas profecías, hace cuánto tiempo debería haberse acabado el mundo, hace cuanto tiempo el reino de dios debería haber congelado su Olimpo y deslizar su manto sobre, por ejemplo, mi casa. Recuerdo los platos sucios que se empinan sobre la cocina, el tazón de café a medio consumir, la marca de rouge sobre la colilla de cigarro que yace en el suelo. Siento que hay cosas más urgentes, no sé exactamente qué cosas pero si me da un tiempo, le digo, puedo hacer un listado. Quisiera partir hablándole de la cerveza que necesito tomarme, lo que me lleva a establecer lazos mentales con el libro de Paul Bowles que he dejado abierto en la mesa de centro. En qué estarán en el desierto del Sahara ahora, qué será de las caravanas y sus peregrinaciones hacia el agua, cuál será el dios de esos beduinos codiciosos. Le pido que no me hable de la corrupción porque corromper es en esencia romper con lo establecido, establecer un correlato entre el recto camino y su atajo, voltear las mercancías hacia el mar muerto y ver como flotan los libros en su sal. Al final necesito algo de eso (dicho esto me mira con unos ojos que extravían a dios), necesito desviarme de una ruta que damos por escrita pero que en realidad es un borrador entintado a medias. Le pido que me hable del becerro de oro, pero se niega y vuelvo a insistir solo que ahora con Baal y El, los dioses fundadores. Veo como pierde la paciencia y eso que solo he balbuceado dos o tres frases. No quiero ser pedante, mi curiosidad es sincera como la de un niño. Sin embargo, los perros no paran de ladrar y sus voces (algo deben querer aportar) impiden que reine la cordura de modo que lanza una perorata feroz sobre el mal que me lleva a conmemorar la escena en que Gandalf el gris hace lo propio con Bilbo Bolson. Siento que el cielo se oscurece, que la señora en cuestión crece y que de sus ojos salen chispas, hasta el niño me parece un cuchillo que terminará por asesinarme en mi propia casa. Tranquila le digo, al final usted tiene toda la razón, soy yo el que no tiene idea de estos asuntos, mi escatología es modesta y mis números no me ayudan mucho a encontrar a dios. La cábala es un secreto impío replica. Pero yo no hablaba de los judíos, yo hablaba de los números de su biblia solamente, le cuento que siempre me han parecido dígitos que bien combinados pueden resultar ser el número de teléfono de dios, así que voy probando uno por uno, generalmente del uno al diez. Entro en una cabina telefónica y presiono el dos y luego el ocho. Nadie contesta. Vuelvo a intentarlo con el uno y ahora el ocho y lógico: nadie contesta. Se trata de pistas prosigo. Dios nos da pistas, señales como las llaman ustedes y le cuento la historia de un amigo en la universidad quien me aseguraba que no había que llamar porque era dios quien se encargaba de eso, que los hombres solo debíamos dejar el teléfono colgado y esperar su llamada.
Aló aló aló aló, buenas tardes veníamos a… gracias, aló aló aló, buenas tardes somos… escucho que dice el resto de la procesión dos o tres casas más allá, pero sus conversaciones son escuetas, algunos dicen que ya hablaron de eso, otros mienten y dicen que no son los moradores reales de esas casas sino visitas que colaboran en la misión de levantar un hogar. De una casa emerge el grito ensordecedor de Kurt Cobain cantando “all apologies” y veo un rictus de desagrado en el rostro de mi confidente. Imagino que podría emitir algún comentario relacionado con Kurt Cobain, pero se limita a encauzar nuevamente la conversación a la corrupción hablándome a pito de nada de los concejales y candidatos alcaldes de la comuna. Le digo que desconozco el tema, que la política siempre deriva en guerras verbales o en hospitales hechos escombros. Claro dice, pero dios no es política dios es la verdad y la salvación. Está bien, tiene toda la razón ¿no tendrá usted por casualidad la costilla de alguien para armar mi propia salvación? Porque cada día intento armarla, la escribo, la pienso, la busco regando mis enredaderas, la llamo tocando mi guitarra, la organizo acomodando los pedacitos de un tiempo que se desgarra en los baldes de mi café, la imploro en definitiva, conversándole al hombre de lentes que registra todo en la libreta que se rehúsa entregarme. Si me diera usted esa costilla yo podría danzar junto a estos perros y armar mi salvación con dios como testigo.

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