lunes, 14 de junio de 2010

El horror.

Empiezo a escribir esto a las 3:20 a.m. Hoy es lunes y mañana es lunes.

Empiezo a escribir no por que quiera escribir, lo hago en cambio por necesidad y en este caso, como en tantos otros, la necesidad se asimila a la desesperación, al temor; al horror. He visto como mi celular apoyado sobre una repisa de mi pieza, ha comenzado a levitar. Luego fue la propia repisa. Se encorvaba y se fundía con el azul triste de mis muros. Claro: me dio risa y luego miedo.

Estoy enfermo, teóricamente tengo fiebre y teóricamente también, estoy resfriado como lo he estado pocas veces. Es el frio dicen algunos y es el calor dicen otros, los más sin embargo, apuntan a que se trata de ambas cosas, “los cambios de temperatura” dicen y yo me lo creo. Esa es mi teoría favorita. Pero ¿se puede sostener cuando has visto a tu celular volar? Yo creo que no. Entonces aparece un cambio distinto, una respuesta que conecta con algunos síntomas. Con la tricotilomanía por ejemplo o con mi incapacidad ya crónica, para terminar lo que empiezo.

Y he dejado de leer. Y he dejado de escribir. He dejado de soñar y de conversar. Toco mi guitarra o mi teclado y a veces anoto un par de frases sueltas para una canción, pero ojo, que cuando digo “anoto” solo me refiero a un gesto espontáneo e imaginario que se inscribe y escribe en el aire como las volutas de humo que vi hace poco en la portada de un disco de Cerati. Pobre Cerati.

No ha sido un buen año. Me estoy volviendo loco. Pienso en ansiolíticos y por primera vez me suena cuerda la palabra terapia o psicoanálisis. Ya no tiene que ver con un chiste de Woody Allen ni una maniobra snob para llegar a Freud. Tiene que ver con estar en paz, dejar de tirarme los pelos de la cara y coleccionar autores y títulos en mi pequeña biblioteca. Quizás no lo entiendas, pero ellos y tú me mantienen cuerdo: son los únicos que me escuchan y son los únicos a los que puedo y quiero escuchar.

Y he tardado más de un mes en dar vuelta ciento veinte miserables páginas de un librito de Andrés Neuman. Al principio le eché la culpa al estilo medio forzado e impostado del tema y también de la prosa. No me encajaba que un escritor argentino contemporáneo y joven escribiese una novela como si fuese Flaubert o Balzac, pero cuando probé con Teitelboim o con Paz Soldán e incluso con Rushdie, con el mismo pobre resultado, caí en la cuenta que la tierra me estaba tragando de a poco. Ahora ya casi los perdí a todos. Te perdí a ti. Los perdí a ellos. Me perdí a mi.

Practico por lo tanto, un pequeño ejercicio para principiantes del catálogo de Czerny, un ejercicio simple que de cualquier modo me cuesta. Voy bien. Hago encajar las notas de ambas claves con la coordinación de ambas manos y sin embargo a medio camino me detengo. Siempre llego hasta el mismo lugar. Me conecto a internet, tipeo direcciones de periódicos online, me meto al facebook, bajo discos de bandas indies y a veces, como ahora, me distraigo con la idea de que algún día podré tocar un nocturno para ti. ¿Qué más hago? Obviamente miro el techo y en la lucha por dormir veo como mi celular vuela.

Me dan ganas de mandar todo a la mierda. Ya no quiero ser profesor, ni quiero tener que levantarme a las seis y luego llegar a las ocho de la noche a mi casa. No quiero tener que subir al metro y aguantarme el codo de alguien en una costilla. No quiero pensar en todo lo que debería pensar y menos en todo lo que debería hacer. Me gustaría –como todos en su sano juicio- hacer de esto algo más fácil. Un loto o un golpe de suerte y asegurar el futuro o por lo menos el presente. Y es que ya no se trata de dinero. Se trata de tiempo, de tranquilidad, de paz, de no cruzar esta línea que veo cada vez más cerca y que tiene que ver con la frustración o con una vejez prematura -esa vejez que es la muerte de algo muy complicado de explicar pero que se siente como una puntada en la espalda cada mañana- que me impide moverme.

Siempre hay algo porque quejarse. Que no hay plata, que no hay tiempo libre, que no hay tranquilidad, que no hay amor, que no hay suerte, que no hay respeto, etc. Siempre hay algo. Pero yo ya ni me quejo. Solo me hablo y –si me lees- te hablo de las cosas que me pasan. Afuera por ejemplo, cuando ya son las 3:35, suena la sirena de una ambulancia que de seguro lleva a alguien que sí está en todo su derecho de quejarse. En cambio yo te hablo y lo hago desde esta oscuridad interrumpida por la pantalla del computador que en cualquier momento se une al celular y se eleva hasta el techo.

Así están las cosas. Si fuera niño, te pintaría un dibujo con un hombre de palitos en medio de un salón gigante pintado con un azul marino y gris, y rodeado por centenares puntos rojos. Sobre él, sobre el salón, la noche. Dime como ese hombre de palitos sale de ese salón enorme sin sentir que afuera no hay nada, excepto el mismísimo vacío, que es en este caso, la noche que cierra al dibujo.

gato

miércoles, 2 de junio de 2010

Viaje.

atardecer2

“He desarrollado un amor meticuloso por toda y cada una de sus cosas. Por eso me gusta tanto hacerle la maleta y cargar con ella como el dueño de un tesoro. El amor es tan real como el resto de las cosas imaginadas. Como el calor que uno siente mirando el nombre de las ciudades en las que nunca ha estado. Como el mar en los mapas o las pesadillas de los astronautas.”  Ray Loriga, Tokio ya no nos quiere.

martes, 1 de junio de 2010

No estaré aquí.

 

profecia

A mi izquierda un teclado que no sé tocar. A mi derecha una guitarra que se tocar y que no sé tomar.  En mis manos un vacío que se mira pero no se toca.