martes, 25 de noviembre de 2008

Después de Beethoven


Karajan dirige la novena de Beethoven y la cámara que lo graba enfoca sus manos. Tras ellas, los violines, los chelos, los clarinetes. Todo lo oigo a través de mis audífonos y a medida que la música sube en intensidad, mis audífonos amenazan con desplomarse o de buenas a primeras, estallar en diminutas partículas plásticas, las que repasaré levemente como si fueran hormigas fulminadas por una gota de agua. Pero de pronto la música cesa. No hay ni Beethoven, Karajan, ni Filarmónica de Berlín. Sólo un silencio a medias, una ausencia total de música y en cambio un caracol de mar en mi oreja, lo que implica que tampoco hay caracol de mar en mi oreja sino, sólo el mar. Esa sobriedad espantosa que demarca el sitio de la inquietud al centro de un lugar vacío.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

La escritura como paseo: Robert Walser

Entre W.G. Sebald y Saul Bellow, me tope con una joyita y siguiendo mis malas costumbres, comencé y terminé de leer una pequeña novela de otro suizo (otro, además de Sebald). Y afortunadamente fue como pasear.




"—Pasear —respondí yo— me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. Un hombre tan inteligente y despierto como usted podrá entender y entenderá esto al instante. En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia. Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo íos lindos paseos, por cortos que sean"

lunes, 10 de noviembre de 2008

El mal de montano y otros males.



Conseguí un mejor trabajo y lo dejé. Me consiguieron un mejor trabajo, mejor al que ya era un mejor trabajo y también lo dejé o lo que es igual, me dejaron. Menos tiempo, por algún tiempo y de momento, algunos libros leídos a menor intensidad: El mal de Montano de Enrique Vila-Matas, Historia Universal de la Infamia de Borges, El Vampiro de la calle Mejico de Vicente Molina Foix, Asesino bajo la lluvia de Raymond Chandler y Plegarias Atendidas de Truman Capote.


Todos tienen en común algo: por lo menos en uno o dos capítulos la literatura es el centro. Como en el caso de El Vampiro de la calle Mejico donde Juan (el protagonista gay del libro) escucha atentamente la historia de su amante sobre George Sand en Venecia (lugar que para Molina Foix es el water más hermoso del mundo), o Plegarias atendidas donde el alter ego de Capote menudea con los comienzos literarios de un Sallinger casero, amable y ante todo dulce. Y qué decir de Borges y Vila-matas; allí todo es literatura, todos son libros y escritores compulsivos. De igual forma, todo es letras y todos son lectores compulsivos, tanto es así, que el protagonista de Vila-Matas se enferma de literatura y termina buscando medicinas entre bibliotecas mentales y laboratorios poéticos hechos con diarios personales, entre ellos, Kafka, Válery y quien seguramente es el autor favorito de Vila-Matas: Robert Walser.





De Asesinos en la lluvia (o bajo la lluvia) habría que decir que es el germen de lo que más tarde será El Sueño Eterno, para muchos, la mejor novela escrita por Chandler y además llevada al cine durante la década de los cincuenta. Los escenarios son recurrentes, típicamente chandlerianos; mansiones, librerías, muelles oscuros y callejas adoquinadas bajo el transito incesante de Los Angeles. ¿Es necesario contar de qué trata la historia? ¿Será necesario contar que se trata de crímenes, chantajes y mujeres hermosas ignoradas por nuestro futuro Marlowe? Bueno, de eso trata. Podría parecerse al texto de Capote, pero esta vez, Capote narra con pretensiones proustianas ciertos episodios comprometedores de la vida de un arribista, un escritor arribista que se codea con la flor y nata de la sociedad norteamericana y europea. Un escritor que las hace de masajista y gigollo, y que siempre, absolutamente siempre, busca en las conversaciones y hechos cotidianos, como un cronista del siglo XVI, la materia prima de su escritura.


La escritura, su escritura, mi escritura, nuestra escritura. Una lectura completa a miles de páginas impresas por toneladas y que de nada sirve realmente. Ni “para comer” ni para vivir, ni para mantener lo poco y nada que a veces el hombre en su estado más privado, quiero decir, en su tranquilidad que no es sino una soledad llena de todos sus fantasmas (los que no dicen nada claro) logra conservar. Porque la literatura multiplica los ojos que miran desde abajo, aunque probablemente Kafka mire desde su caverna, y luego, una vez que hay un Polifemo en nuestras piezas cerradas y por lo tanto, impregnadas con el olor del roneo o la tinta, no hay vuelta atrás. Ese es nuestro panoptico, uno que es a la vez vida, muchas vidas y otra que no es sino, un gran mausoleo agrietado. Una vez que se toma la decisión, todo se arruina, todo se hunde y lo peor es que creemos que de allí, de esas ruinas letradas, podremos levantarlo todo de nuevo y para siempre. Pero déjenme decirles algo: eso, no sucede. En cambio, todo se cae a pedacitos.


sábado, 1 de noviembre de 2008

ROMA


Me acuerdo de un beso en la mejilla mientras caminábamos por La Alameda. Me acuerdo de sus ojos mirándome como si en vez de mi, fuera otro el que estuviera al frente de ella; pienso en alguien grande, en alguien extraño y de aspecto inusual.
Había poca gente. Resabios, restos, migas de personas atravesando de un extremo a otro una calle infinita. Eso es lo que prefiero pensar. Que La Alameda fue una postal con tiraje indefinido, digamos, un invento de las editoriales y del turismo para atraer (y amedrentar) a ciertos espíritus indolentes que al llegar desde lugares aun más profanos, probaron y vieron nuestro pequeño México DF, nuestro pequeña Roma, nuestra inmensa Hiroshima.
Me acuerdo de ese beso, un pequeño roce de su boca contra mi mejilla difusa por culpa de mi barba y pienso o tal vez sienta y luego piense, o quizás las dos cosas ametrallando a pulso lo que ahora denomino nostalgia, que volvería mil veces atrás, pero sólo hasta allí. A la noche, a esa noche en que La Alameda se abrió como el mar muerto y me puso frente a frente con el verdadero motivo de mi obsesión reincidente. Porque caería mil veces en lo mismo por culpa de sus ojos prediluvianos, sus ojos de cuento bíblico, sus ojos afectos a la inauguración de nuevas épocas históricas. Y entre esos ojos (ojos que podría estar nombrando y renombrando horas enteras) y su boca en mi mejilla con una Alameda infinita mientras la gente desaparece, lo que hay es simple y dura para siempre. Y Fromm y Ovidio se equivocan: no es un arte, es puro y absoluto azar.