jueves, 26 de junio de 2008

Literalmente Literatura

"La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad. Por eso fue posible que una poesía paradójica, de la angustia y de la opresión, naciera en medio de los hipermercados y de los edificios de oficinas. No es una poesía alegre; no puede serlo. La poesía moderna ya no aspira a construir una hipotética 'casa del ser', del mismo modo que la arquitectura moderna no aspira a construir lugares habitables; sería una tarea muy diferente de la que consiste en multiplicar las infraestructuras de circulación y de tratamiento de la información. La información, producto residual de la permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso al lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos." La vida como supermercado. Michel Houellebecq

viernes, 20 de junio de 2008

Footsteps

De pie en el metro. De pie y con las manos en los bolsillos, sostiene entre sus piernas su bolso. Llega a Estación La Cisterna y antes de bajar, espera que todos lo hagan. Pretendía quedarse allí, escondido, tirado bajo un asiento a la espera de una linterna con una voz ronca y adormilada que lo invitara a salir. Quería ver los carros de noche y cómo funciona eso de las líneas que se acomodan a medida que vienen y van los trenes. Pero no hizo nada de eso. Sólo bajo después del resto e incluso, alcanzo la misma premura que llevan los que intentan llegar primeros a quien sabe donde.

Recordó a su profesor de universidad, al viejo ronco, cascarrabias y de contextura infinitamente delgada. Tuvo la impresión de tenerlo al lado mientras subía los peldaños. Y escucho cómo esa voz de madera podrida, le decía que todo era una carrera y que a la meta sólo llegarían los más rápidos, pero también los más avispados.

Sintió nauseas, ganas de vomitar todo lo que había comido en el día y mirado desde el presente, el almuerzo y el desayuno le parecían un cóctel de mierda. Lo curioso es que no había almorzado ni tomado desayuno. Pero no sentía hambre. Sólo añoraba un vaso de jugo de durazno y un baño entre otras cosas. Probablemente leer algo de Houellebecq. Imprecaciones, maldiciones o efusivas bienvenidas al mundo de la poesía. Le hubiese caído bien algo de Bataille. Algo de pornografía sublime en medio de una canción de Bill Evans.

Subió los peldaños a la fuerza, más por inercia que por voluntar y cuando llego al final, decidió que no tenía ganas de llegar a ningún sitio y rápidamente miró alrededor en busca de asientos. Cuando al fin encontró un par desocupado, corrió a sentarse. Luego miró su reloj (un viejo reloj suizo que lleva perpetuamente un atraso de diez minutos) y abrió su bolso en busca de comida. Encontró las galletas que su madre le había dado como colación y en cosa de segundos las devoró con un hambre animal. Una vez que limpió su abrigo de migas, escogió un libro de historia para leer y desdobló el borde de la página 54. La opresión rusa sobre los polacos. La prisión de Bakunin. La Grosería genuina y legendaria del Zar Nicolás.

Una niña jugaba con una tapa de bebida. La pateaba y la paseaba por el suelo lentamente. La reina Victoria despreciaba a Nicolás. La niña miraba la tapita de Coca Cola; buscaba algo en el reverso. El se rascaba una pierna mientras pensaba en lo popular de Cal y Canto. La tapita giraba y tambaleaba al borde del anden. Palmerston quería guerra, Thiers quería Guerra, pero ni Victoria ni Luis Felipe estaban de acuerdo. Claro, Cal y Canto se construyo durante el siglo XVIII un poco después de los tajamares del Mapocho. La tapita caía. El cerraba el libro. La guerra, la guerra, qué habrá sido de la guerra.

Miró por segunda vez la hora y decidió que debía regresar a casa. Seguramente estaría su madre esperándolo con el almuerzo listo, era día de legumbres y no podía dejarla plantada. Dejó el libro dentro del bolso, acomodó su bufanda sobre el abrigo y camino a la salida. Contó los pasos como cuando era niño y contaba los pastelones que alcanzaba a pisar sólo una vez. Veinticino pasos y como siempre, ya estaba afuera.

jueves, 19 de junio de 2008

Un polizonte


Leería poesía
en un baño,
una cárcel
o dentro de una caja
rumbo al mar negro.

jueves, 12 de junio de 2008

III

Te he dicho muchas cosas
he añadido nuevas combinaciones
a las ya existentes.
Todo en la caja fuerte
o en la caja de pandora,
donde se deposita no sólo
lo que quedó a Prometeo,
no sólo lo que dejo
Zeus y Pandora.
Te he faltado el respeto
cojiendo por sorpresa a la mentira
mostrándola
y he puesto los puntos
sobre ies que son hiatos,
espacios como las haches
o hachas que cortan en rodajas
bien milimetradas
cada parte de ti y cada parte de mi
Me he resfriado y he estornudado por la mañana
buscando con una mano
pañuelos desechables,
los mismos que tu usaste cuando nos venció el amor
y los mismos que nosotros ocupamos
cuando finjíamos ser de la entente o la triple alianza.
Entonces, acodado sobre un asiento en movimiento
y viendo el vapor pasar
como si fuera una sóla industria
viajando bajo la historia,
pienso en tus ojos
en tu ausencia sin piedad,
en tu lejanía rimando con letanía
y me acuesto imaginariamente sobre los brazos
de cientocincuentaycuatro pasajeros a bordo
de un choque.
Una colisión que me recuerda a los impactos nocturnos
en el Golfo.
La cabeza se revuelve como una caja con despojos,
el celofán, los papeles de regalo, la cinta, los autoadesivos
patinando sobre y dentro el cartón
abren las puertas de mi manicomio.
Leí a Foucault, repasé a Deleuze,
y
hablé con Lewis Carol.
El conejo que juega poker,
las lagrimas que inundan la habitación,
el gato negro de ojos blancos
en su cueva negra con luces blancas,
el día del no cumpleaños
la reina de corazones y el fajo de cartas
bajo tu manga.
La misma historia congelandose a las seis de la mañana
y ahí están mis pies
en su justa medida
contritos por mis zapatillas rotas.
Un cordón desabrochado,
un paso en falso y los cientocincuentamilmillones de hombres
de Mayakovski me miran sobre el asfalto.
¿tu me ves?
ahí estoy tendido de espaldas
con los brazos a punto de despegarse de mi tronco
y viene algo deprisa.
Se encienden luces,
llegan los gritos en sordina
como si se escondieran de ellos mismos
y una sonrisa, Pandora abre la caja
que siempre ha sido mi cabeza
y caen solemnes simulando un viejo truco de magia
cuatro cartas
cuatro catorce de corazones.

II

Yo busqué las piedras

antes de encontrar arena.

Seguí los pasos de

los selknam, de los yaganes.

Me tomé fotografías junto

a sus balsas de pieles de lobo,

antes que los lobos

sangraran y emitieran ese brutal

grito partero, que confunde hasta dios.

Vi sus caras de mármol sin pulir,

toqué sus manos de tierra, y me colmé

de paisajes tan verdes

como la humedad sobre el cemento.

Y caminé.

recorrí el estrecho paso

de los europeos,

los nombres, los dedos apuntando la última cumbre,

las orejas recién salidas de un selknam

en mi cuello,

y las cargué sin pudor.

como sólo se cargan los trofeos de

la ontología ser-lenguaje-hombre,

categorías de hierro

-de la edad de hierro-

ampulosas espadas que pesan más que un hombre

y vetustos hombres que cortan

más que Atila en un arranque de mal genio.

Yo sólo buscaba piedras

a Pedro,

una capilla o un mausoleo

e incluso, me hubiese conformado

con ver los leones agazapados

tras las rejas. Sus ojos,

ver los ojos de un León

como quien mira un objeto de museo

y dimitir frente al vidrio

o a los barrotes. Sólo mirar

como de seguro, miraron los primeros cristianos

cuando alguien contó la historia

de un circo romano, un emperador y un público

codeándose con una sociedad del espectáculo.

Un guiño de Guy Debord frente a la muerte

un oráculo advenedizo tras el cuál se esconde

Emile Ciorán y un hombre que por sus barbas

parece ser el viejo rabino que pretendió

re conquistar la patagonia

en nombre de Dios, de un pueblo

y un destino tan oscuro

como lo que encuentras buscando piedras

en el último rincón

de tu patagonía imaginaria.

lunes, 9 de junio de 2008

I.-

El día amanece

con un frío que escuece.

El gorro,

la bufanda y

el abrigo zurcido por los lados

parecen armaduras descolocadas y

por lo tanto,

admito ser un goliardo, un trovador o un juglar.

El cielo es un espanto.

No hay cielo.

Es más bien un pozo eterno

que a medida que se abre

muestra una luz

que es como un tumor

en un ojo

O,

corrijo

una cavidad donde debería

existir un ojo.

Así nos vamos

o así nos quedamos

Lo cierto es que estamos

incluidos sin quererlo,

en medio de la ceguera, que,

Ojo

no es sólo nuestra.

Santa Rosa es un burdel

a punto de cerrar sus puertas.

ya no quedan anfitriones

y las putas duermen

junto a teléfonos públicos

que bien podrían ser

urinarios o capillas ardientes

donde velan a los muertos

después de sus cosechas abstractas,

sus esplendidas despedidas

con cuecas, pebre y maricones

de moños afilados.

y no me sorprende,

no me desquicia verme

y verlos, porque

qué duda cabe,

somos lo mismo y en la misma acera,

la pútrida, la reventada, la pisoteada

como si fuera una trinchera incinerándonos

a medida que pasa el tiempo.

Un tiempo que a la vez es un juego de alquimia

y una apuesta con el diablo.

nada más serio y nada más baladí.

Nada más correcto y nada más estúpido

mientras el sol va emergiendo

como el ojo sano

-y sí es de vidrio, qué importa-

que nos ve pasar

y luego nos ve quedarnos

como figuras de yeso

que estornudan por un roce,

uno nada más,

entre mi hombro con el de él,

mi brazo con el de ella,

mi cuello con su puño.

Y así me voy sintiendo el último hombre de la tierra,

el último que respira su cal

O su vapor

O su respiración.
porque entendámonos,

cuando no hay nada más,

cuando todo se ha desbarrancado

por la pendiente de los trescientos sesenta grados

bajo cero,

es que ha llegado la hora

de despedirse o en el mejor de los casos

dar el último suspiro.

miércoles, 4 de junio de 2008

a las 5:30 p.m.

Ni leer

Ni escribir

Ni amar

Ni mirar

Ni tocar

Ni cantar

Ni escoger

Ni reír

Ni hablar

Ni esperar

Ni comer

Ni querer

Ni hablar

Primera vez que me pasa.