martes, 25 de septiembre de 2007

Confesión de último minuto.

Confieso que cuando era niño, un niño doble o triple si se quiere, pero un niño de pies a cabeza, como el que era cuando creía en el gigante de Swift y en las modorras alucinatorias de Alicia y su país de maravillas, tomaba un lápiz y un papel y dibujaba tardes enteras. Recuerdo los papeles en los que trazaba esas líneas informes pero de buen semblante, como hojas misteriosas, hojas pintadas a mano por alguien, tal vez un taiwanes, un coreano o cómo no, un chino. Eran hojas verdes, de un verde complicado de describir y cuyo ejercicio resultaba un desafío que por entonces, sólo mi madre podía cumplir. Ella decía que eran hojas verde-invierno. Invierno porque estamos en el invierno pensaba yo, pues a mi me parecían en realidad hojas verde-limón o verde-palta o en último caso y sobre todo durante la noche, hojas verde botella de vino. A esa edad ya había probado vino, digamos más por broma que por necesidad o aventura de tomar. Mi abuelo me dijo que tenía un vaso de coca cola para mí, pobrecito se ve que tiene sed, venga para acá, decía él, y tenía toda la razón del mundo, porque yo me hundía en sed. Luego él se reía con esa risa de maldad consumada, otorgándole de una forma u otra un valor oculto a mi cara de asco, a mis escupitajos desperdigados como migas de pan en el parqué del living. Confieso que mi abuelo era una gran persona, un hombre sabio, un viejo pillo, un artista, un convencido en la revolución imposible en la que nadie creyó, un recluta anónimo de las filas de Marmaduke Grove y por su puesto, un hombre de primera línea en la coordenadas allendistas. Y un bebedor eterno de buen vino. Una copita mijito, decía no sólo mientras mi abuelita le servía los caldos hirviendo a las nueve de la noche, sino también, mientras a las diez, a las doce o a las tres de la madrugada, menudeaba de bar en bar jugando brisca junto a los fotógrafos bohemios del Santiago de la revolución imposible. Y mi abuelo generalmente ganaba, entonces había fiesta en la casa, una celebración sibilina, oculta sin duda, porque todos dormían a las tres de la mañana mientras él llegaba con los pescados envueltos en papel de diario, con los bloques de queso, con las golosinas para los niños. Sabía que eso le gustaba a mi abuelita. Era su carta de presentación, como quien dice, el fin justifica los medios.

Confieso que esas historias me las contaba mi madre cuando yo era un niño de pies a cabeza, y yo claro, ponía una atención digna de niño mateo. De ese modo me iba a otro lugar y pensaba en cómo las cosas llegan a ser lo que son, como, en tiempos donde no existían medios de comunicación masivos, ni tampoco, privados, donde las distancias eran gigantescas y la noche de una oscuridad absoluta, alguien con seis hijos podía vivir la vida de esa forma.
Sentí y viví las historias que mi mamá me contaba sobre otro tiempo, arrobado en una seguridad completa, la misma por ejemplo, que deposito cuando me pongo a pensar en los bosques de la Edad Media, en el Irmsul, en algún paseo ideal por la Alameda de los veinte. Quiero decir, me sentí solo, sin gente a mi alrededor, como si yo hubiese viajado en una maquina del tiempo que contemplase solamente tiempo y espacio, sin incluir –por asuntos de seguridad- a la gente. Me vi sentado en la vereda de la Alameda y vi carruajes, caballos, perros desnutridos pero inmensamente felices, aunque sobre todo, a Santiago entero para mi solo. Creí, mientras mi madre seguía revelando secretos de mi abuelo, que podría haber sido capaz de robar un banco sin problemas, algo así como un Al Capone de la soledad. Confieso que me sentí terriblemente libre, perdido entre tantos edificios y objetos antiguos, terriblemente libre porque comencé a desesperarme sin alguien a quien decirle que había tanto por descubrir, tanto por vivir, sin alguien a quien llevar lejos, pero también traerla mil veces de vuelta a una casa enorme, que dadas las condiciones establecidas por la maquina del tiempo, era sólo para nosotros.
Era un niño que sabía que volvería una y otra vez a recordarme niño, cómo ahora, cómo en las mañanas cuando extraño el desayuno en la cama viendo el Pipiripao, cómo cuando me ponía a pensar en mis amigos y me daba cuenta que eran todos prescindibles y por dios, maldita mi condición de encierro eterno que supe sería infinita. Confieso que cada palabra de los relatos de mi madre, quedaron grabados porque mi ficción era perpetua y siempre los viví desde el ángulo incorrecto, como cuando un amigo del colegio me habló de Saddam Husseim y me dijo que él era un demonio y que su nombre era una versión encubierta de uno de los tantos apodos que lleva el diablo. Satán vive en él me decía, y luego me hablaba de bolas de fuego que salían del mar, en una playa no muy lejana. Probablemente Con-Con. Desde entonces Con-Con me recuerda bolas de fuego, además obviamente, de continuar cediendo a la mala manía de turbarme con Hong-Kong y con Bruce- Lee y con dragones, tigres y viejos centenarios con cabellos y barbas largas. Y por todo ello, es decir, por las bolas de fuego, por Saddam y por los cuentos fascinantes sobre mi abuelito, me desvelaba en las noches.

Debía dormir con las luces prendidas y a pesar de que mi madre la apagaba constantemente, porque ya estaba bueno, yo era un niño que no estaba para esos miedos, al final terminó cediendo y consideró que pasaban cosas extrañas por mi cabeza. Temores fundados quizás, exceso de protección seguramente. Pero no, no mamá, no es nada de eso, es todo lo contrario, pero cómo te lo explico, sólo déjame seguir despierto, quiero seguir soñando y es más, quiero dibujar ¿me podrías traer una hoja verde y los faber castells que me compraste la otra vez?. Sin embargo mi mamá siempre fue una madre excepcional, y a propósito que hoy salió una noticia sobre las implicancias de la falta de sueño, algo así como riesgos concretos en el aparato cardiovascular, ella decidía no hacerme caso y apagarme la luz para que pudiese dormir bien.

Confieso, y lo hago con algo de vergüenza, que ayer me costó apagar la luz. Sentí que si lo hacía, que sí apretaba el interruptor de la lámpara, me iba a diluir en una pena que parecía mayordomo de una casona confinada en un latifundio sin luz, en una parcela enorme sin ningún tipo de civilidad. Pensé que el vacío de mi estómago se extendería como una gota de agua en papel roneo, y yo desparecería o no querría aparecer nunca más, lo que al final es lo mismo, pero con variantes en el asunto de la cobardía. Qué fuerte me tomaron esos pensamientos, esas palabras escritas con teclas duras de máquina de escribir antigua y que por lo tanto, son necesarias golpear y retroceder todas las veces que sea necesario para que la letra quede marcada. Eran imágenes indelebles, círculos sagrados en un río que parecía detenerse de improvisto en medio de árboles que seguían moviéndose, en medio de pájaros que seguían volando, en medio de nubes que seguían rompiendo el cielo partiendo el horizonte en dos.

Qué hice, qué me hicieron, qué hiciste para relegarme a este sitio tan repleto de ti, que ahora dejo de escuchar con atención la trompeta de Miles Davis, y la voz de eddie vedder se convierte en una sonoridad fantasmal, media muerta media viva, donde reconozco que así son las cosas cuando no estás conmigo. Son como fantasmas y el único recurso que poseo para defenderme de este universo medio muerto medio vivo, es la luz, mi lámpara que me mantiene despierto a fuerza de cansancio en los párpados y ojeras que se agrandan como sacos henchidos por helio y que como los globos, se van al cielo a buscarte.

Tengo dos mundos desde que nos tomamos de las manos ¿recuerdas cuál fue la primera vez que nos tomamos de las manos? y ¿cuál fue la primera vez que caminamos abrazados? ¿cuál fue la primera vez que nos tendimos en el pasto a mirar el cielo? .

Confieso que tu aroma me desvela y que a pesar de que ahora conozco de qué se trata el berries, me cuesta mucho creer que sólo sean frambuesas y moras, más bien creo que es la esencia de algo sagrado mi vida, espera, ahora que lo pienso mejor, recuerdo que cuando olfateé el agua bendita mientras el cura daba el sermón de Juan Bautista, no sentí ningún olor, así que asumo que lo sagrado es inoloro del mismo modo que invisible. Y si tu aroma no tiene que ver con epifanías ni escatologías vanas, entonces tiene que ver con la soberanía más plena de la vida sobre la otra vida, de la vida sobre la muerte, de la vida sobre ese estado inerme que es el cansancio. Recuerdo tu aroma y me desespero, pienso en mis hojas verdes y me urgen. Creo que podría dibujar tu aroma aun cuando corra el riesgo de garabatear el papel con decenas de sinónimos de belleza. Pero amor, yo quería confesarme de otro asunto, uno que no aguanta más dilaciones. Asi que procederé: Mientras mantenía la luz prendida y te extrañaba al punto de concentrarme en extrañarte, tomé un libro, no para dejar de extrañarte sino para imaginar que podrías estar a mi lado mientras yo lo leía. Escogí ese que te gustó tanto, el libro de las mil citas, el libro perfecto para dedicar párrafos jugando a decir un número, dar con ese número en una página y leer. Confieso que he leído poquísimo de ese libro, por lo que comencé donde había quedado. Página setenta y cuatro: “¿podemos conservar la juventud abrazados durante el resto de nuestros días a una litera color a abeto?” . Después de eso y de preguntarme sobre el color abeto, no pude seguir leyendo. Debo haber caído vencido por el sueño, lo que implica ante todo, dormir para soñar.

Mi madre me contaba que mi abuelito le tomó sus primeras fotos al Padre Alberto Hurtado cuando aun no era Santo y por lo tanto, más santo que ahora. Soñé que me lo contaba mientras yo dibujaba en las hojas verdes una camioneta verde. No recuerdo muy bien el lugar en que me hablaba de eso, pero sí, que yo no era un niño, no el niño doble o triple que fui en un comienzo, sino el niño perdido que soy al final. Dibujaba sin necesidad de pintar una camioneta verde en una hoja verde, de tal forma, que al interior del sueño o de la voz juvenil de mi madre, tenía tiempo suficiente como para soñar o pensar o imaginar, e hice lo de siempre y me soñé solo en los escenarios que describía mi madre. Como en Vanilla Sky, como en Abre los Ojos. Era todo tan limpio, como si la vida sin mucha gente fuera un regalo paradisíaco, elegíaco por donde se mire. Y mi madre me hablaba de la maquina con que mi abuelito sacaba fotos. Cuando lanzaba el flash se sentía una explosión que hacía pensar que el aparato funcionaba con la perdida necesaria de algún fusible o una ampolleta, decía ella. Imaginé el flash, imaginé la explosión, imaginé la luz y el estruendo. En el cielo, todo lo imaginé en el cielo y ya no era la Alameda ni los años veinte, era el cielo, que según leí por ahí, se escapa al tiempo y a las ciudades, siendo el cielo de Praga el mismo de Santiago. Pero yo no imaginé el de Santiago ni el de Praga ni el del Magreb, yo imaginé uno como el de una foto que sacaste y aparecen nuestras manos. Ese cielo es doble. Son Dos cielos con dos manos. Una tuya y una mía. Me sentía tan bien mi niña, como cuando era niño y las historias de mi madre se me clavaban en la cabeza con la única salvedad, que yo las vivía internamente en la más absoluta soledad. Como un mendigo sobrio que sigue durmiendo a la intemperie aun cuando la ciudad está vacía, sólo que ahora me sentía más seguro, más confiado en que los edificios, las casas y los lugares públicos no se llenan con gente, sino simplemente con el deseo impostergable de habitarlos allí por siempre, pero insisto, yo no miraba la ciudad, lo que yo veía con detención, era el cielo y nuestras manos compartiendo todo lo que duplicado, se funde en un solo plano.


domingo, 2 de septiembre de 2007

Turbulencia

1.- Claudio

Desde muy pequeño, Claudio mostró una impresionante habilidad para escribir y ya a los ocho o nueve años escribía su primer cuento, una breve historia de un hombre sin obligaciones que se la pasaba todo el día mirando desde el octavo piso, lugar en donde quedaba su departamento. Se trataba de un hombre sin vida aparente, totalmente cansado y harto, pero sin ningún tipo de problema que lo apremiara. Así lo describió Claudio a los ocho años. El final del cuento en cambio, era de mayor optimismo básicamente porque en la imaginación infantil de Claudio, la idea de volar era una realidad promovida principalmente por sus sueños diarios de hombres pájaros y superhéroes que disputaban un cetro mundial con Superman. Un Superman viejo, flaco, con barbas espirales y con un traje lo menos ceñido posible a su cuerpo. Sin duda se trataba de un Superman poco convencional.
La solución para el protagonista del cuento de Claudio entonces, pasaba por el vuelo seráfico de un hombre desaliñado cuya vida respondía sólo a un instinto vago de supervivencia. Y para él, para Claudio y para su hombre del octavo piso, todo pasaba por el riesgo que dadas condiciones favorables inexistentes, es decir, comprobada la fatalidad de su suerte, lo único que resultaba aceptable era probar con la fortuna de quien a lo largo de toda una vida, no ha visto si quiera la mueca del genio en la lámpara.
En resumen, el cuento concluye con el hombre destrozado en el suelo y Claudio muy solícito a la hora de detallar el final, describe con prolífica disciplina de medico castrense, las vísceras, los huesos quebrados, las astillas del cráneo sobre el felpudo marrón con letras blancas "welcome" y el corazón caliente de David -es primera vez que da el nombre de su protagonista- que increíblemente saltó del pecho una vez que el cuerpo dio duros botes en el suelo.

2.- Simón

Simón Fernández al igual que Claudio, poseía ideas similares sobre el destino de un hombre solitario al interior de una casa. Pero lo de Simón o Simonky como le llamaban en el pabellón nº3 era algo distinto. Huérfano a los cinco años, pasó a un orfanato de niños hijos de militares, puesto que su padre había ejercido como coronel hasta el día de su muerte, precisamente el día anterior en que el niño Simón entró en la casa de acogida. Su madre lo abandonó luego de enfrascarse en una pelea con Federico, su padre. Muchos comentan que el Coronel tenía problemas de carácter y era extremadamente frecuente que llegado los viernes, emprendiera con golpes e insultos sobre su mujer. India mal parida, floja de mierda y chola asquerosa, gritaba Federico mientras calentaba la hebilla de su cinturón con la única llama buena que tenía la cocina. Y la golpeaba, la azotaba incansablemente como si su odio fuera una reencarnación, un pesado karma de siglos y como si su cargo en el ejército lo facultara para una disciplina espartana al interior de su hogar. Como si su mujer y su hijo, fueran enemigos de estado, rebeldes o montoneros cargados con armas.
Pero Maria González se cansó y se fue, pero no sin antes, tomar justicia, y adelantándose a la golpiza del fin de semana, clavó el viejo puñal que utilizaba para curtir los cueros de Buey, en el brazo izquierdo del Coronelcito, todo a vista y paciencia de Simón quien luego oyó un estruendo como un trueno sin lluvia, y un grito sofocado que blasfemaba contra su padre. Luego vio salir a su padre con su mano derecha sobre su brazo en sangre y se largó a llorar, no por la sangre que de a poco corría como un caudal entre los dedos, sino porque silenciosamente había comprendido que su madre, su mamita Maria, lo había abandonado.
Cuando Simón tuvo que dejar el orfanato no supo que hacer, o mejor dicho, no tuvo que hacer. Sin habilidades aparentes y buenas referencias, se dedicó vagabundear por el centro de Santiago. De vez en cuando se juntaba con gente parecida a él y decidían hacer algo grande, entraban a la fuerza en una micro y robaban todo lo que encontraban. Uno se encargaba del chofer y el resto, tres o cuatro aproximadamente, se dedicaban a recolectar lo que a los pasajeros les correspondía entregar. Así, Simón descubrió y aprendió a utilizar sus primeras armas de fuego con tanta prodigiosidad, que al cabo de dos meses ya había asesinado a unas tres personas, dos de las cuales eran miembros de la banda y que a juicio de él, estaban de más.

Nunca cayó preso y cuando estuvo detenido, fue en el psiquiátrico. El doctor Morales, un viejo psiquiatra con bigote engominado y barba con forma de chivo de ritual sectario, diagnosticaba severos problemas de personalidad con ataques sicóticos. Violencia inusitada decía su ficha. Pero Simonky no entendía nada de eso y cuando salía de ese horrible lugar apostado en Avenida la Paz, volvía a lo mismo, es decir, a las calles, a los amigos y a su revolver preferido. Para él, todo era extraño y no entender mucho de lo que vivía lo traía sin cuidado. La vida es así, se decía, sólo entendemos un pequeño porcentaje de lo que nos sucede, quizás yo entienda un poco menos, pero eso a veces puede ser una ventaja.

3.- Claudio

Claudio aprendió a vivir en la soledad de su personaje inicial. Sus padres que trabajaban prácticamente todo el día, lo trataban muy bien y como buen hijo único, recibía todas las atenciones posibles. Y qué decir de sus abuelos, cuya profusión de afecto parecía inconmensurable. Los fines de semana ellos llegaban con chocolates, juguetes y ese regalo tan extravagante a juicio de ellos, que resultaban ser los libros que Claudio leía. Entre sus favoritos estaban Julio Verne, Asimov, Doyle y más tarde, Philp K. Dick. Porque K. Dick, decía Claudio ya a los dieciocho no es para niños.
Encerrado en su pieza color marrón ladrillo, Claudio leía y escribía incansablemente todo lo que podía digerir o expulsar. A los veinte comenzó a participar en concursos de poesía y cuentos breves de distintas instituciones y revistas, y los ganó casi todos, exceptuando un par en los que concursó con cuentos y poemas sobre la muerte y el desamor. Para él, su mayor poema era "Contorsión", un poema libre rebozante en ideas metafísicas sobre la historia y el origen del amor y el odio. Una pretendida evocación a Parménides que en su verso final doblegaba el destino, de un personaje muerto.


Y si las horas fueran
Los centauros que tras su paso
dejan el polvo
que no es sino
el origen
y el final,
se comprendería mejor
que para Orfeo le es imposible
no mirar atrás,
porque el tiempo es la mentira
que pasa
y el polvo la verdad que queda
inmortalizada en un cuerpo
que no es el nuestro.
Un cadáver que viaja por el subsuelo,
al mismo tiempo
que leo los primeros versos de Homero.



El jurado dijo que era un buen poema, por el hecho de que narraba dos historias en un sólo tiempo. La del lector contemporáneo que lee a Homero, y la del popular mito helénico siempre, en un mismo plano temporal, un plano que oscila entre el más acá y el más allá. Sin embargo, Claudio no pensó eso y él se concentró en ambos planos considerándolos como uno. Lo mismo hacía con todo lo que llegaba a sus manos. Era capaz de zambullirse en una historia a penas leía el título y cuando la relación era más o menos familiar con el autor, esto es, cuando ya había pasado por sus manos uno o más libros de él, era posible decir que Claudio se transformaba en un apostata y lo dejaba todo, sólo para dialogar con su autor. Buscaba el otro lado, el de Hemingway, esa parte fantasmal de los cuentos y las novelas y trataba de impugnarle al autor pequeñas referencias sobre los derroteros de la historia. Y así se la pasaba la mayor parte del tiempo, entre sus cuatro paredes adornadas con un Duchamp, un Miró y un Rivera. Y cuando no leía, miraba el Duchamp y se quedaba absorto en esas figuras nuevas, en esos trazos inexistentes que lo llevaban a pensar también otras formas, que de forma perentoria debía conciliar obligadamente con las ya conocidas. Su ciencia ficción no era la mejor.

4.- Simón

Cuando vino el golpe de estado o el pronunciamiento militar del 73 en Chile, para los que aseguran que la población estuvo totalmente de acuerdo con la medida, a Simón lo pillaron con un arma en la mano asaltando un kiosco en Avenida Recoleta, pero los milicos pensaron que era un militar encubierto que estaba descargando plomo contra los comunistas parasitarios, así que no sólo lo dejaron, sino que además le ayudaron y dispararon contra la señora Graciela de sesenta y dos años que a la fecha, tenía tres nietos, dos hijo y una hija embarazada que sin saberlo, era detenida en Independencia.
Simón sólo atinó a sonreír y luego dijo, que el se encargaba del huevón del techo, a propósito de un hombre que al ver la escena gritaba en tono irónico y rabioso "esos son mis generales valientes, ahora cantemos el himno nacional". Y así le dio medio a medio entre ambas cejas.

Y los disparos no dejan ese hueco perfecto que se muestra en las películas de hollywood, un disparo deja una masa deforme y recalcitrante esparcida por todo el suelo, como carne molida, órganos semi muertos palpitando en la acera. Algo así es lo que recordaba Claudio, al evocar una lectura de Ricardo Piglia, en el 2003, cuando por la televisión daban un documental del año setenta y tres, y Claudio miraba a ese hombre flaco y moreno con una admiración, casi teatral.

En ese momento, supo que toda su vida había sido una mierda.

La historia de cómo se encontraron Claudio y Simón es incierta. El doctor Morales que fue quien autorizó a Claudio a visitarlo durante la hora libre, dice que cuando él lo vio entre el resto de los internos, esbozo una sonrisa cómplice e incluso esa situación, lo hizo pensar en cierta patología incipiente en los ezquizoides del siglo veintiuno. A pesar del tiempo a Claudio no le costó encontrar a Simón. Estaba aun más flaco y con un aspecto de sobreviviente de Hiroshima o Nagasaky. Había manchas cafés en su piel que se extendían incluso a su cabeza, donde sólo había unos pocos cabellos desmarañados y peinados de una forma ridícula.
Simón lo vio pero no asomó ningún rastro de reconocimiento, ni siquiera esa intuición propia del paranoico, ni siquiera ese sentimiento de persecución que tienen los que han hecho algo mal, los que matan, los que violan, los que sonríen con el peso de la desdicha. Bueno, probablemente eso era una ventaja.

*


* Este cuento no tiene final y la razón es muy sencilla. No soy capaz de hacerlo. Sólo sé que hoy, soy incapaz de todo. Soy lo que algún día fuí en esos instantes helados donde lloraba con las frazadas en mi rostro o con el sonido de la pileta calándome los huesos haciendo de sangre en mis venas. En ese momento mi sangre, mis huesos y mi cuerpo estaban en otro lugar, en un oscuro y frío campo, bien bien lejos. En el sur junto al mar en el que seguramente me ahogué y sobreviví con la ilusión de estar vivo.