domingo, 30 de septiembre de 2012

Las siluetas de Marte.





"Para mi el tiempo  es una medida, un minutero.
Es inasible, se va , a nadie le pertenece
Yo quiero saber si es aire, si es espacio
¿Qué diablos es mamá?" 
Elena  Poniatowska, la piel del cielo. 


 Veo en las noticias que algo ha ocurrido en Marte. Pienso de inmediato que se trata de marcianos, alienígenas, seres invertebrados que se mueven mediante mecanismos electromagnéticos por la superficie roja del planeta. Sin embargo, es lo mismo de siempre: las siluetas del agua.

Los cursos imaginarios surcaron la columna vertebral de la esfera, arrastraron hace milenios y millones formas de vida que trazo recordando las escuálidas revistas de vida extraterrestre que mi padre coleccionaba, fascículo a fascículo, en su pequeña biblioteca portátil. Se trataba de hojas en roneo donde se especulaba a través de tipologías, categorías y sumarios abiertos a una creatividad temeraria. Hombres hiperbóreos que algún día habitaron el norte de Europa, inmigrantes pacíficos que labraron sus oficios secretos con una paciencia de santo. La piedra que era piedra se convierte en un  cráneo diamantado con símbolos que se confunden con las esquivas runas vikingas, los ojos siempre grandes, las manos siempre delgadas y afiladas, las extremidades señalando sus platillos voladores alejarse, sus rostros permanentemente inmutables. La emoción es un rasgo que dejaron ir en las aguas que ahora son siluetas.

Paréntesis :

El cinturón de Orion brilla como tus dientes. Las explosiones de las estrellas más distantes golpean los pergaminos que escribí para alejarme del cielo un ratito. El desierto es la frontera y más allá se encuentran hombres que vagan circularmente durante cuarenta días y cuarenta noches. Dios es extraterrestre dice la revista de mi padre y yo la hojeo mientras afuera comienza a granizar; pequeños meteoritos se rompen contra el pasto. Nada se puede hacer contra el inmenso firmamento pienso ahora (aunque lo mismo debo haber pensado cuando niño) pero.  Es necesario corregir la disposición de las hojas de te, re dibujar las lanzas y las flechas arrojadas por el brujo, volver a barajar el mazo, arrojarlo. Al vacío. Tirarlo por la ventana y que las gárgaras que hace el granizo en el suelo tibio, liquiden (licuen) la barrera de la luz. Que la galaxia desde donde hablo se coma el pasado y que al otro lado un telescopio recuerde la fraseología rebelde de esta misión a-marte.

Cierre de paréntesis.

Una molécula de agua bastará para alimentar la imaginación de los viajeros de blanco. Aunque sea imposible, aunque no haya ni partícula ni molécula ni átomo, aun así habrá agua, porque esta comprobado que lo que no existe no tarda en comenzar su obstinada campaña de nacimiento a partir del discurso. Primero fue el verbo dicen los extraterrestres. Luego la carne.

De algún modo todo me parece hecho a la medida de las siluetas de Marte. Las huellas en la playa de Achao donde el mar del sur besa a dos amantes que se revuelcan en la arena mientras el viento dobla los arcos de las Iglesias frente reliquias que vuelven a ponerse de pie. Los perros dando vueltas en círculos, pillándose la cola, ladrándole al aire como si el fuera el fantasma que trae de vuelta al pasado (el oído ajusta su sintonía a la reverberación del hambre y a las palabras vascas que componen el idioma del viento), y la máquina del tiempo señala el camino: las hojas en el suelo, el metal en su nomenclatura oxidada, las empalizadas abandonadas, las arrugas reflejándose en el mate, el esqueleto de la flor que me hace llegar las últimas partículas de su aroma, estando yo en un observatorio al norte y ella en la cumbre que espía al mar. 

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