jueves, 31 de julio de 2008

Comedia Nupcial



Autor: Rafael Gumucio
Título: Comedia Nupcial
Editorial: Debate







A.- Es el hombre de Plan Z. El mismo que salía fumando marihuana y cantando a Bob Marley en el Planeta Marihuana del principito. El mismo que compulsivamente, robaba relojes y televisores de una sala de profesores. El mismo que pudo entrevistar a Don Francisco sólo cuando este lo vio con una muleta. Es Rafael Gumucio. El cerebro de Plan Z y de The Clinic.

B.- Además de hacer reír, Rafael Gumucio escribe y lo hace muy bien. Hace reír y luego nos sepulta con toneladas de tristeza. Desconcierta y sorprende. A veces es en efecto una comedia; la ridiculización ingeniosa de la tragedia. Pero a veces es también tragedia pura. Es desmedidamente hiriente, sí, eso es. Su libro y su escritura son hirientes porque identifican. Veo mis defectos en Mario, el personaje principal del libro.



C.- Claro, yo no viví el golpe. No me topé con un grupo de milicos furiosos (los únicos reales) en un país de mentira. Tampoco me llené la boca y los ojos de toda la palabrería aristocrática de los fundadores del país, los descendientes de los presidentes, los familiares de diplomáticos y hacendados legendarios. Estoy a años luz de eso. Y el punto finalmente es que el temor no es patrimonio de una clase social. Ahí estoy yo, donde está el temor y seguramente, ahí estarán muchos, más incluso, de lo que sea decorosamente aceptable

D.- El libro empieza como una broma y termina como una broma. Es circular, pero la broma no hace reír y el truco de Gumucio es por lo mismo, perfecto. Sólo la mejor de las bromas deja en el más completo silencio a su víctima y aquí, todos quienes lean su Comedia Nupcial serán mártires de este gran Bromista que siempre ha sido Rafael Gumucio.

miércoles, 30 de julio de 2008

Los Románticos



Autor: Pankaj Mishra
Título: Los Románticos
Editorial: Anagrama




A.- Lo que me llamó la atención fue la imagen del libro. Se trataba de una playa que terminaba donde comenzaban unos extraños domos parecidos a las terrazas de cultivos incas. Asumo mi ignorancia. No sé de que se trata. Sé -por lo que sé del fotógrafo de esa imagen- que se trata de Benáres al igual que el libro mismo. Pero en esencia es eso. Me atrajo la forma de esa playa y el contraste entre el azul leve del mar y el café de los domos. Por un momento pensé que se trataba de arena amoldada.

B.-Luego viene el tema del prestigio. Y es que si se trata de un libro de Anagrama, debe ser distinto y con esto, quiero decir, afortunadamente distinto, aun cuando las probabilidades siempre tengan algo de corrosivo y vayan de la mano con la decepción. No obstante, con la casa de Herralde sucede que hasta la decepción es diferente y eso, ya es un punto a favor.


C.- Indudablemente, el primer flechazo, sea cual sea la imagen y sea cual sea el autor o portada, proviene del título y en este caso, el título era lo más cursi. Más que la playa y la impronta hindú tan llena de melancolía y tradicionalismo, es ese nombre simple, ese título que no se anda con rodeos, el que me imanta. Con “los románticos” como antecedente total, me preparo para leer sobre amor, pero sobretodo, de penas de amor. Es una necesidad infundada una necesidad innecesaria que me tomo por licencia. Más por la paradoja del amor a los malos viejos tiempos, que por nostalgia del pasado mejor.

D.- Pero fallo. No consigo leer sobre penas de amor, por el contrario, a lo largo de las 278 páginas que conforman el libro, sólo encuentro una pena, sólo una, el colmo de lo individual, el tándem pacífico de un hombre que ama hasta quedarse solo y lejos de su paraíso europeo en medio de la India. Se trata de una gran pena de amor que atraviesa el libro como un disparo. Un suicidio con la música de Ravi Shankar de fondo, pero también con Schopenhauer y Flaubert como colaboradores indirectos y discretos, quienes en esta historia, asumen el rol de ancianos de la tribu o pater familias de Samar nuestro personaje principal: el romántico de los Románticos.

lunes, 7 de julio de 2008

Asedio


Mira donde pones el ojo
cazador
lo que ahora no ves
ya nunca más existirá
lo que ahora no toques
enmohecerá
lo que ahora no sientas
te ha de herir algún día


Poema escrito por Omar Lara (1941)

miércoles, 2 de julio de 2008

De los ojos a la espalda


Paso los ojos por un libro de historia española. El autor es Louis Bertrand y me imagino que por la edición y el aspecto del libro (1937, páginas amarillas y en descomposición) pertenece a la generación de historiadores cuerdos y absolutamente desprovistos de giros filosóficos y hermeneúticos. Un autor lúcido. Realista a fin de cuentas. Pero no es lo único que leo. Leo a Pablo García, escritor chileno de mediados de siglo y que para mi sorpresa, entre todos sus errores de sintaxis y de estructura, escribe muy bien. No académicamente bien, sino que desmesuradamente bien, digamos que si su libro La noche devora al vagabundo, fuera leída por Octavio Paz, él caería en un estado intelectual complejo y escrutaría al máximo sus posibilidades juicio. Se vería entre la estrecha distancia que media entre la espada que vence a la anemia del lenguaje y la pared que es dejar atrás la cosa en sí. Porque García vence la anemia del lenguaje, pero no deja atrás a la cosa en sí. Él es más bien como un primitivo que ve en el toro de Altamira a un toro de carne y hueso.

Ayer terminé de leer el beso de la mujer araña de Puig y después de enterarme que hay una versión para el cine de Héctor Babenco (el mismo que llevó a la pantalla grande El Pasado de Alan Pauls) quiero tener la película en mis manos o en mis ojos. Da igual porque cuando tienes una película de gran vuelo frente a ti, pronto metamorfosea en sentidos distintos a los de origen y claro, la ves por los ojos y todo ese rollo tan, cómo decirlo, tan Ernst Cassirer o tan Edmund Husserl, pero luego te das cuenta que las cosas no funcionan como las describen ellos, ni menos Kant con su genialidad de lo ontico y lo noumenico, sino que el mundo o más bien las cosas, las simples, las mundanas, las pedestres cosas de todos los días, tienen un significado más bien abstracto (sí sí, venciendo lo anémico) y la peliculita de Babenco o ya que estamos hablando de cine, las películas de Lynch, Jarmusch o Scorsese, terminan por ramificarse hacia cualquier lugar menos a su lugar de origen. Toro Salvaje termina concentrándose en el estómago o en un extraño dolor de espalda.

El libro de Puig es un tomo empastado en café. Letras doradas que además de indicar el título y el nombre del autor, señalan la ubicación en las estanterías de la biblioteca, igual que Los Premios de Cortázar. Voy llegando a la doscientos y por lo menos esa edición, tiene cerca de cuatrocientas páginas. A ratos siento que la historia me vence. Mucho juego, mucho personaje, mucho hilvanar conclusiones precipitadas y poco argumento. No es culpa de Cortazar obviamente, el tipo escribe mejor que San Mateo y terminas por hacer de cada una de sus palabras, verdaderos testamentos móviles, pero yo estoy acostumbrado a que las cosas avancen o de plano, se desplomen. Y en la novela no pasa eso. Quizás en las doscientas páginas que quedan hay un vuelco medio M. Night Shyamalan y las cosas se ponen interesantes hasta el punto que te tomas la cabeza como en Rayuela y piensas por un instante, que ya está todo hecho o que Cortazar es el temible Dios de la escritura. Podría pasar eso y espero que así sea. A nadie le haría mal otro capítulo 7 u otro 41.

Todo lo mitigo con Eric Hobsbawm y la siempre irreducible lectura de los orígenes del jazz y las revoluciones de 1968 que de paso me llevan a Vietnam y al recuerdo fresco de Gángster Americano, película reciente que traslada al cine hasta el cielo o el lugar que sea desde donde mira y sonríe Elia Kazan o Marlon Brando. Todo se relaciona. Los ojos con los libros, los libros con el cine, el cine con los ojos, los ojos con el estómago y el estómago con la presencia de algo que lo une todo. Algo indefinible, un pegamento inenarrable hasta la desesperación, algo que por un segundo crees saber y poder nombrar, pero que luego escurre por las comisuras del tiempo. El segundo en que te llevas el diclofenaco sódico a la boca y el instante en que tu espalda comienza a descansar al fin, de todo el trabajo que le ha puesto por delante un par de ojos omniscientes a ratos y tremendamente desconsiderados la mayoría de las veces.