domingo, 30 de marzo de 2008

Cambio de hora


En principio Fernando se mete dentro de la cama. Se acuesta y acomoda su cabeza sobre la almohada, tratado de que la poca consistencia de ella arroje algo más que un respaldo. Así que Fernando toma la almohada y la golpea, la amasa como si fuera la cuerda recién puesta de una guitarra. Una vez que la cabeza toca la almohada, trata de dormir. Efectivamente, no puede. Piensa entonces en múltiples cosas, en un centenar de imágenes y en otro tanto de momentos. Mira hacia su izquierda y se encuentra con una luz que penetra como la incisión de un bisturí por la ventana, la mira y cree ver la forma de un lápiz, o tal vez algo más frágil y abstracto que un lápiz, cree ver que ese reflejo diamantino proveniente desde la calle y por lo tanto, desde un exterior que contiene toda la realidad, menos la de su pieza claro, se asemeja a un reloj de arena diminuto. Un reloj de arena que perfectamente podría condensar los gránulos que escapan mediciones contemporáneas, granos tan pequeños e imposibles que le recuerdan la división de un átomo. Luego, la luz se va y es como si alguien la tirase, como si ese reflejo diamantino del exterior estuviera amarrado a alguien que decidiera en un punto determinado y cronometrado de la noche, retirarla, guardarla en el bolsillo trasero del pantalón. De modo que la mirada de Fernando traspasa el umbral. En la radio suena Lee Morgan y el saxo lo transporta afuera de su habitación. La puerta cerrada en cualquier caso es un postigo que se fortalece por el sueño arruinado, desvaído, completamente infecundo. El reloj corre a la inversa. Es 29 de marzo y el tiempo se atrasa una hora. En el tiempo antiguo Fernando trata de dormir a las Tres en punto, en el tiempo nuevo Fernando trata de motejar sueños a las dos en punto. El saxo de Lee Morgan comienza a opacarlo todo. No hay medidas, no singladura posible entre la altura del saxofón y el acompañamiento del piano, aun cuando el piano vuelva a cobrar protagonismo. El saxo es como el grito del primer hombre, el estertor de quien comienza a domeñar su voz para comunicar algo; hambre, tristeza, dolor, miedo. La inclinación de la cabeza y el cuerpo de Fernando hacia el muro contiguo a su cama, la sola posición fetal de su cuerpo le parece una réplica acomodaticia del cuerpo escorado de algún vagabundo en la Iglesia San Francisco. Se siente pobre y en él empiezan a escasear incluso los motivos para despertar. Pero él no es un suicida, él odia a los suicidas, cree que son pajaritos quejumbrosos, niñitos que quizás por qué motivos –tal vez exceso de películas con final feliz, tal vez lecturas afanosas de las páginas sociales- creyeron que las cosas serían fáciles. Y es cierto, digamos que Fernando en algún momento lo creyó, con la sola salvedad que él pensó que lo sencillo iba inoculado como un polizonte en el barco de la desgracia. O para que no suene a metáfora, imaginó que todo sería igual de complicado que vivir en los zapatos de John Fante, en el horizonte fragmentado al cuál miran los hijos de proletarios, en el sino de toda una generación que se retroalimenta en el estómago del sistema , no obstante, una vez dentro podría tornearse hombre. Padecer un sueldo deficitario, levantar cajas y transportarlas ocho horas casi sin descanso, le pareció que era una buena forma de hacerle frente al disco de Lee Morgan que repetía incesantemente el mismo fragmento de la canción.

Los motivos prácticos o lo que perfectamente no es más que la circunstancia, el absurdo de lo circunstacial, le hicieron levantarse y cambiar el disco. Lo sacó de la radio del mismo modo que un zombie retira una bala de su cuello y hurgando entre el desorden de su escritorio, encontró un cede de Dexter Gordon. A Fernando le gusta lo que suena. Esta vez no es un saxo soprano, por el contrario la sensación laberíntica que otorga el saxo tenor, le va mejor a su estado de ánimo. Lo correcto sería levantarse y admitir que de sueño ya no tiene nada, y que su cansancio es un peso contrito en sus ojos, o más arriba, en sus parpados que a esas alturas calan hacia abajo, presionan como dos brazos en claro intento de ahogar a alguien. Entonces, traspasado tal vez por la gracia divina, por un favor providencial y uno de esos eventos teñidos de fruslería escatológica, se queda dormido. Se duerme sin taparse contrario a lo que podría pensarse. El escenario es una habitación, su pieza un despojo de la casa, un rincón lejano que se extrema. Cuando es verano el calor es insoportable, cuando es invierno el frío perfora los huesos. O dicho de un modo más preciso y más obvio también, cuando hace calor allí adentro el calor es el doble y cuando hace frío, resulta más acogedora la calle. Y esa noche hacía frío. Mirado desde arriba, el lugar parece una habitación de suburbio parisino. Algunos libros en el suelo, otros apilados sin geometría en su modesta biblioteca, otros sobre su cama. En esta ocasión él se duerme con El tambor de hojalata de Günter Grass. Un libro macizo y compacto. Por lo que se lee en la portada, se trata de un libro de bolsillo pero por más que Fernando trato de guardarlo en el bolsillo de alguno de sus pantalones, el resultado fue gracioso. Casi 700 páginas no caben en un bolsillo. A menos que el editor del libro haya sido un XL, un señor de buen comer y buen vivir que acostumbraba a usar pantalones que más que bolsillos, parecían anaqueles.

El libro está apostado en el extremo izquierdo de la cama y está a punto de caer. Pende de un extremo como un faquir suicida y probablemente, el ambiente de desfallecimiento que impregna la habitación le impide incluso caer. Es más cómodo el sopor, más exacto y preciso a la desidia. Y el sueño se mueve por esos derroteros. Fernando sueña que va en un bus, aunque a él sólo la siente como una micro desvencijada y apunto de estallar. La micro se mueve hacia el norte y en ella, sólo van conocidos de Fernando. Compañeros de universidad la gran mayoría y uno que otro compañero del colegio. Todos, sin excepción, le miran con desprecio, con una altanería temeraria que a Fernando le produce repulsión y resulta motivo perfecto para deshacerse de ellos. Él siempre ha tenido conciencia en los sueños, quiero decir, siempre ha sabido que los sueños en los que está metido son sueños, por lo que no tarda en montar las maniobras más irrisorias, piezas clave según piensa, para vencer el tedio del día siguiente. Cuando uno de sus compañeros de universidad se burla de su atuendo, de sus ropas descocidas y su polera una talla más grande de lo aconsejado, Fernando pregunta sobre lo indebido. Qué es lo malo de mi polera dice, con un leve rubor que le recuerda los primeros días de clase, y el compañero (uno con rostro difuso y de aspecto dantesco) responde que lo correcto sería que él vistiera un traje. ¿Un traje? Pregunta Fernando, a lo que rostro difuso responde que sí, un traje, un terno, un vestón, ropa formal, etc y así da unos diez símiles de lo que el considera un traje. Fernando responde que no lo necesita, que allá donde trabaja sólo se requiere de un jeans y una polera cualquiera, además de cierta indumentaria necesaria para protegerse en caso de accidente. Guantes de hule, botas con punta metálica y una faja acondicionada para aquellos casos en que se demande más fuerza de la que la columna pueda soportar sin ayuda. Entonces alguien ríe y luego otro, y otro, y otro. Las voces se multiplican y los cuerpos de quienes ríen mutan a abstractos mofletudos, especimenes del odio, soldados de la SS, monumentos de circo romano. Es un sueño, claro que es un sueño recuerda Fernando y arroja a uno por la ventana de la micro, a otro le da con un cuchillo que aparece en sus manos como venido del olimpo, como si ese bus fuera una Troya en llamas, y él uno de los tantos soldados que pelea por una causa que no entiende. Y les pasa cuchillos a todos. Los mata. Sueña que se convierte en un asesino que actúa por reflejo y la paz llega sólo cuando se queda sólo, él y su daga en el último asiento de un bus que no lleva conductor, carencia que a él no le importa ni menos le infunde temor. Sabe que es así ¿cuándo no lo ha sido?

Afuera de su cuerpo, en la habitación, el tambor de hojalata resbala, el disco de Dexter Gordon ha llegado a su fin, y la luz del alumbrado público cae oblicua sobre su abdomen. Mañana Fernando despertará, prenderá el computador e intentará que la hora aciaga en que él desapareció sin previo aviso, parezca sólo un sueño.

martes, 25 de marzo de 2008

El cigarrito que me dejaste.


Perdí el único cigarrillo que me quedaba. Según recuerdo lo dejé en uno de los tantos ceniceros que hay sobre la mesita de centro en el cobertizo de la casa. Era un cigarro a medio consumir o más bien a medio quemar, lo que provocaba cada vez que lo miraba, un respeto extrañísimo. Una adoración de locos. Fueron tal vez las horas de sobrevivencia, las canciones lentas, los libros cubiertos de polvo y a medio desintegrar, los causantes de ese respeto fetiche. Si la memoria no me falla, era un Kent y me lo regaló Patricia el día en que le pedí por favor un cigarro para controlar mi ansiedad. Me dijo que me llevase dos e incluso más. Le dije que no, pero insistió y acabé partiendo de su departamento con dos cigarros, uno en mi boca y otro en el bolsillo de mi bolso. Mientras caminaba hacia el metro miré las casas, los departamentos, los jardines, las plazoletas, el verde de las veredas. Efectivamente el lugar está muy bien cuidado, siempre veo a alguien regar el pasto o a personal del municipio barriendo las calles. Ese día barrían República de Cuba y casi al llegar a Bilbao, un camión recogía desperdicios mínimos. Dejé atrás Diego de Almagro y en esa casa esquina que a la vez es Restaurant, un perro jugueteaba con su pelota sonora. Lamentablemente la pelota traspasó la reja de la casa y fue a dar a la calle, motivo suficiente para que el perro mantuviese su cabeza entre los barrotes y mirasé fijamente la pelota. Fui yo quien la recogió y la lanzó hacia adentro y fui yo nuevamente quien frente a la respuesta inmediata del perro, volviese a tirar la pelota, esta vez con más fuerza, confiado en que el perro se mantendría contento con él único juego que le era permitido. Entonces me fui, y caminando por Avenida Bilbao dejé atrás la contemplación de viajero y aceleré el tranco. Un hombre descargaba ropa de un auto frente a una Boutique, un niño regordete de unos diez años pasó por al lado mío en bicicleta y por poco me atropella, y desde un edificio al parecer, construido en la década de los ochenta, una torre gris, opulenta, maciza como un barco petrolero hundido en una grieta, salían en tropel, unos diez o doce jóvenes. Pensé que se trataba más que de un condominio, de un centro comercial o un conglomerado de oficinas clandestinas, carnada por excelencia de jóvenes incautos y primerizos en ligas laborales. El cigarro iba en menos de la mitad y mi garganta ya picaba lo suficiente como para que el humo del cigarro, cumpliese con la labor desoladora de secarlo todo al tiempo que deja huellas imborrables, cenizas para que no se olvide jamás que lentamente algo se ha quemado.

La estación del metro estaba llena. La fila era de una extensión de más o menos doce o trece metros, siendo la pasarela que se tiende sobre las líneas del tren, un verdadero pasadizo de la paciencia. Vi a un hombre saltar la barrera hacia los accesos de los andenes y a un guardia increparlo. Vi como tuvo que devolverse, sacar su tarjeta, marcar y entrar con el rostro rojo y con una expresión doblegada por la vergüenza, la rabia y la impotencia. Y caminé detrás de él, quizás por el contagio lógico entre quienes van por la vida tropezando y tomando los caminos equivocados, los cortos caminos que resultan carreteras sin asfaltar, ripios profundos en donde los motores se funden, los tobillos se fracturan, en fin, donde todo se tuerce como el estaño. Y mi cigarro, qué puedo decir de mi cigarro. Me acompaño por el camino de vuelta, nada emocionante y fuera de lo común, pero me permitió deshacer la ansiedad y mirar con un poco más de calma el día a día, el transcurrir real de la velocidad de lo normal, los ínfimos detalles que cómo las manías relatadas por Schowb hacen de la historia, un cuerpo imperfecto, complejo, repleto de mañas invisibles. Creencias e impresiones que duran fracciones de segundos y que proclaman la victoria de la superstición, imaginar que vemos más allá, que nos adelantamos algunos segundos al desarrollo de las cosas. Apostamos o apostasiamos, por la rutina. Sería más interesante que el tipo de polera negra y ademanes toscos, no sólo hubiese saltado la barrera, sino que hubiese sacado una pistola para amenazar al guardia, y así luego contarlo, ser testigo ocular de una tarde de perros, ser el privilegiado de lo extraordinario y de ese modo no esperar las películas de Sydney Lumet, los “qué pasaría sí” de Aki Kaurismaki, no deberse a terceros que recreen al tiempo atomizado y no recurrir a los libros para vivir historias de otros. El cigarro a medio consumir perfectamente podría ser tema para una poesía, coito interrumpido, la emergencia que nos dejó impávidos y nos exhorto a apagar el cigarro. De que de cualquier forma, el Kent a medio quemar sobre la mesita de centro no es el que fumé camino a casa, sino el que prendí sentado en el sofá del living mientras pensaba en cómo sería la vida junto a Patricia. Y claro que sí, yo prefiero apagar el cigarro para pensar en la casa, los domingos juntos, el desayuno en la cama y por qué no, el gato y los hijos que secretamente imaginamos.

sábado, 15 de marzo de 2008

Prefiero las peliculas de Lynch.


Ahora que estoy cesante el tiempo sobra, aunque mejor pensado, siempre ha sobrado. Si el tiempo faltase nos llegaría la muerte, que es sin más la falta de tiempo por excelencia, una especie de imposición predestinada, un mano a mano, un pasando y pasando, un trato equitativo pero involuntario con algo que no logro comprender, Dios, el destino, el vacío, qué se yo. Ahí está la falta de tiempo. Alguien presiona el interruptor y el reloj para, la arena colma el recipiente y uno está al otro lado como si este lado fuera una película de Kubrick y el otro lado, una cinta de Lynch. Quiero decir, como si acá donde uno tiene que, solemnemente trabajar para echarse un trozo de pan a la boca las cosas funcionasen dentro de algún canon comprensible. Normalidad, estabilidad, linealidad. Y claro, ese rictus es toda la obra de Kubrick o Spielberg, una obra tremendamente tradicionalista y limpia, como todo lo que entendemos. Como la causa de la primera guerra mundial, la locura de Nietzsche y uno de los tantos suicidios ejemplares, un Cobain sujetando un revolver a la altura de su boca, un Hemingway creyendo ver por última vez una corrida de toros en España. Causa y efecto, uña y mugre. Supongo y sólo con una pequeña certeza, que asi es nuestra diminuta existencia. ¿o no Soren Kierkeegard? No.

A veces la muerte se cuela como una araña de rincón justamente allí donde tenemos algo de polvo, alguno de esos libros que dejamos tirados al borde de la biblioteca, al borde del mueble donde median ininteligibles los años luz entre el suelo y la consistencia de un libro. La muerte avanza como una regresión, curiosamente como una regresión. Pero qué delirio pensar en la muerte, qué sentimentalismo pensar en la muerte del mismo modo en que se piensa a una araña de rincón. Yo renuncio. El bueno de Lynch también abdicó. Levinas abdicó. Tolstoi abdicó. Pero antes nos pusieron su muerte frente a nuestros ojos. Sus espasmos, sus miedos, sus figuras despampanantes e incomprensibles, sus musas desnudas en la inmensidad de un campo que las hace ver tan arropadas como sólo podría estarlo una protagonista al interior de alguna novela de Tomas Mann. Lo cierto es que yo renuncié a pensar en la muerte, luego de mirarla o por lo menos, tratar de mirarla a través de un puñado de silencios. De vez en cuando, lo que se detenía era el corazón, como al comienzo del sueño americano, ese prodigio de somnolencia que plantea Mailer y que arroba una persecución del recuerdo sobre el corazón, la inmanencia de una voz sobre el hecho indiscutible de un cadáver en manos del forense. Y otras veces, la mente dejaba de funcionar a propósito de esa redención tan oriental, tan fabulosa, de las vísceras, y las tripas lo embadurnan todo con su profusión de sensaciones, los apetitos, el terror, la simpleza de ver toda una vida en el mismo segundo en que el cuchillo atraviesa el corazón. Veo a Martin Mantra pensando en su mundo como quizás lo haría Philp K. Dick pero de un modo perfectamente conciente, imagino a Petronio escribiendo su Satyricon luego de mantenerse un día entero haciendo el amor sobre la tumba de Arquimides y por último me veo a mi y al amor de mi vida, unidos eternamente como en un primer plano de ciencia ficción. Yo prefiero esta muerte. La exquisita idea de verme sin nada, desnudo, tirado en medio de una playa junto al pequeño de Truffaut, claro que junto a Patricia mientras ella dibuja con sus pies la palabra infinito, o sin más precaución que la de bordear las olas, un circulo perfecto donde quepamos ambos sin posibilidades de escape, mientras afuera, el tiempo se desdibuja en el ir y venir que desde siempre a impulsado al mar a tragárselo todo.

jueves, 13 de marzo de 2008

El cine en nuestras vidas


Blog remozado, reinagurado, recoloreado, etc. El cine en nuestras vidas, un blog de ella y a la vez mio. Nuestro blog sobre cine y peliculas.

lunes, 10 de marzo de 2008

La adicción que me dejaste, mi niña.


Si digo que me gusta el cine, muchos habrán de imaginarme parapetado en una butaca con mi camisa listada, atiborrada de palomitas de maíz y con un vaso de Pepsi o Coca Cola, transectado por una bombilla infame y desesperante. Me verán tomando bebida a sorbos sonoros por culpa de esa bombilla que no deja aprovecharlo todo. Pero no, no hay nada de eso. Cuando menciono mi adicción por el cine, me refiero muy por el contrario al televisor de mi casa y a las películas en formato cd zykon, sony, master, etc, discos rayados con distintas letras (no carentes de faltas ortográficas) y en sobres de un plástico insigne, brillante como el celofán, pero que de tanto manosearlo para intentar acceder, a ese, mi tesoro más preciado, denotan paladinamente las huellas dactilares, las mías claro, pero además las de tantos otros. Mis películas son como monedas. Siempre que las toco me lavo las manos antes de comer.

sábado, 8 de marzo de 2008

Los 400 golpes


Me gustan las películas viejas porque son irremediablemente tristes, imperiosamente abstractas, tanto como un sueño en el que arrancas de la ciudad, sólo para encontrate mirando de frente al mar.

viernes, 7 de marzo de 2008

El buda de los suburbios


Ordené mi pieza, cambie de lugar el computador, dejé de consumir azúcar y puse un disco de Keith Jarret. Me tendí, tomé un libro de Hanif Kureishi y leí hasta cansarme de leer. Luego descalzo, me levanté y busqué un vaso de agua. Al llegar a mi pieza en el borde de la cama, el libro cerrado mostraba magistralmente, como en un primer plano de película de artes marciales, su portada, su editorial, su clasificación en la biblioteca y un título tan adecuado que me hizo creer que ya había leído todas sus páginas.

martes, 4 de marzo de 2008

Mar de Tranquilidad


De todas las estrellas, la que más me gusta es Alcor. Perteneciente a la Osa Mayor, posee un brillo tenue que de sólo alcanzarlo produce la sensación de que en realidad se ha descubierto un gran tesoro. Obviamente es imposible compararla con Aldebarán, que es una de las estrellas más brillantes y por lo tanto, de mayor alcance incluso a simple vista, ni mucho menos a Vega típica estrella boreal en la mira de marinos. Alcor posee el brillo de la ausencia, un destello tímido, el último respiro de una de las ocho mil estrellas que pueden ser vistas a simple vista, la última reverencia, de ella, una estrella oculta en medio de un sistema doble como lo es el de la Osa Mayor. Es extraña. A veces logro verla desde mi telescopio Astro Master 90EQ sentado frente a la ventana del departamento de mi polola (cuya perspectiva resulta excepcional) , pero en otras ocasiones por más que me esfuerzo, Alcor ni la Osa mayor aparecen. Sin embargo, cuando logro atraparla, cuando en un ataque de fortuna mi telescopio la detiene en el lente, pienso en la posibilidad de convertirme en un duende, en un microorganismo, o en fin, lo que sea que quepa en el lente. Las ganas de mantener a ese cielo de fondo y exponerlo en mi trastienda como un mural gigantesco pintado por muralistas invisibles, se transforman en las pequeñas picadas de mis frustraciones. Si sigo pensando en ello dejan de ser las picadas que siento cuando el agua surca el paraguas y llega hasta mi rostro un día de otoño cualquiera, para convertirse en balas. Ráfagas de balas del mismo material que las que atravesaron en el 69 a soldados norteamericanos. Disparos en medio de lo desconocido, estertores entre humedad, árboles milenarios, y siglos y siglos de persecuciones. Imagino el cielo detrás de mi telescopio, quizás del mismo modo que lo imaginó un sacerdote maya bajo los muros de sus observatorios mortuorios o probablemente del modo en que Galileo percibió el universo.

El año pasado, mientras Santiago parecía más una ciudad limítrofe que una capital, viajé al norte para cumplir con la práctica profesional de mi carrera. Es innecesario recordar que estudio Astronomía. El viaje no lo hice sólo, muy por el contrario éramos un grupo de alrededor de cuarenta futuros astrónomos que debían dispersarse por diferentes observatorios. Yo quería quedarme en La Silla, pero como al jefe de carrera bien poco le importan las aprensiones, terminé en Cerro Paranal junto a un grupo del cuál poco y nada sabía. Éramos compañeros claro, pero jamás tuvimos una conversación que sobrepasara los cinco minutos, además había algo en ellos que me causaba desconfianza y sin saber exactamente de qué se trataba, me predispuse a mantener una actitud de total hermetismo frente a mis propósitos y en general a mi vida. Es típico que en estas “reuniones” afloren las más increíbles confesiones, ya sea para bien o para mal, y como mis compañeros no tenían ni siquiera mi aprobación desde el punto de vista académico, menos podía confiarles mi forma de pensar. En total éramos cinco y la situación paulatinamente iba enfermándome. Soy un tipo tolerante, no obstante entre tanta libertad de pensamiento y laizze faire me resultaba imposible o al menos extremadamente complicado soportar sus actitudes serviles y condescendientes con el profesor que teníamos a cargo. Y es que ése, nuestro profesor, era un completo imbécil del tipo de imbécil que cree ser su antítesis, es decir, un imbécil con aires de genio o para decirlo en lenguaje científico, un huevón con piel de Kepler. Era cómo no, un tipo inteligente, pero de una inteligencia tipo, un coeficiente para nada por sobre la media y menos aun, de un intelecto temerario. Dentro de nuestra universidad, el tipo era quizás el profesor más relevante tanto por sus influencias, como por su carácter endemoniado. Era de aquellos que no escatimaban recursos para humillar alumnos desprevenidos e incluso a académicos con diferencias notorias en torno a tal o cuál tema. Su situación era desde todo punto de vista, privilegiada y parecía más bien un acorazado estadounidense en medio de Iraq que un astrónomo dedicado a la docencia. Su prepotencia era legendaria, pero su aporte en el reducido medio nacional, escasísima. Sus publicaciones no pasaban de ser análisis repetitivos y estáticos en torno a la importancia de la Estrella Polar en los cielos del sur de Chile y la archiconocida cercanía de Andrómeda a la Vía Láctea. Todo esto se resumía en su único libro “Introducción a los cielos del sur” y el resto, a coautorias y artículos que a su vez, hablaban de lo mismo. Carlos Alfonso Parra era su nombre, para nosotros un desagradable conocido, pero para el resto de sus alumnos desperdigados en otras universidades, un simple funcionario con aires de grandeza. Un don Nadie. Así que como Carlos Alfonso tenía problemas aspiracionales y delirios de genio, y en el resto de las universidades apenas era considerado, utilizaba nuestra universidad como trinchera o como la cueva de un topo orgulloso. A las mujeres las trataba como empleadas domésticas cuya virtud máxima era la organización y a los hombres, me imagino, que como trata al cajero de un supermercado o a un vendedor de zapatos. Entre las empleadas y el cajero, para él era más importante la empleada, por cuanto el orden y la organización eran bienes inexistentes y por lo tanto urgentes en su agitada vida de primer ministro de la astronomía. Todas sus ayudantes eran mujeres. La gran mayoría de ellas, soportó de los ataques de rabia de Parra. A él le encantaba gritarles e insultarlas en público, mientras más gente presenciara su muestra de soberanía, mejor para su impronta de genio neurótico. Entre los apelativos preferidos estaba el de “imbécil”, “estúpida”, “tonta rematada”, “a quien le ha ganado usted”, “¿Usted es huevona?”, “Cállate mierda”, etc. El listado es largo. Lo continuaría de no estar sentado entre unos treinta astrónomos en busca de empleo. En fin, así era nuestro profesor; un energúmeno de tomo y lomo. Pero ellos le profesaban una admiración rayana en lo insólito. A todo decían que sí, a todo asentían. Qué inteligente es el profesor, es lo mejor que tenemos, la clase de hoy fue espectacular, etc. Esos eran los comentarios de mis compañeros. El viejo les decía algo y ellos con más premura que inteligencia, obedecían in situ.

Recuerdo que durante una clase a Parra interrogó a medio mundo sobre un trabajo dado con antelación de una semana. Criticó (insultó) a la gran mayoría y felicitó casi con aplausos a los afortunados que atinaron. A mi me criticó. Yo dije algo medio rebuscado, intenté crear una relación entre el nacimiento de una estrella y la génesis de una civilización, cosa que a él le molestó profundamente. Obviamente mi relación era una idea tentativa, un proyecto o aún más primario, la posibilidad de un proyecto de investigación, por lo que él pregunto nuevamente “¿Qué?” de una forma a que hubiese valido lo mismo a que de frentón me dijera que qué huevadas se me pasaban por la cabeza, y yo le respondí lo mismo pensando en que el viejo estaba sordo o que tal vez mi lenguaje no fuera el más adecuado ni tan elevado como para que alguno de sus hemisferios cerebrales recepcionara y procesara. Le dije que tal vez el nacimiento de una estrella se asemejara al de una civilización por su inevitable radio de acción. El nacimiento de Aldebarán, entendiéndola como explosión, como fuga de gases, como desprendimiento de material, etc, alteraba el espacio, de cierta forma una estrella modifica una galaxia del mismo modo que una civilización altera al resto de los pueblos o civilizaciones que lo rodean. Además fundamente mi respuesta en relación al acto suicida de las estrellas, lo mismo que las civilizaciones según Oswald Spengler. Hable bastante pero a Parra pareció interesarle sólo una cosa. El comienzo de mi respuesta, vale decir el “tal vez”. Cómo que tal vez señor Salermo, está seguro o no, preguntó con su eterno ademán de juez de los cielos. En primer lugar su pregunta me cabreo tanto, que sólo le respondí que era una muletilla, que me gustaba decir tal vez, que yo no estaba seguro de nada, porque simplemente no podía estar seguro de lo que pasaba a miles de años luz y que lamentablemente esa era mi condición, excesivamente mundana, mortal y pedestre a la vez. Mi respuesta, como era de esperar no le pareció, pero no me insultó y me dejó seguir. Al final le gustó la otra idea. Una idea tan racional y común como una película de Spielberg.

Pasé diez días con ese profesor y con ese grupo en Cerro Paranal. Almorzábamos sagradamente y sin cambios en el menú, hamburguesas y a veces arroz. Habían encargados para todo. Uno registraba datos, otro interpretaba lo que el telescopio mostraba, otro realizaba el informe, otro buscaba información sobre lo que veíamos y yo me las batía con el marco teórico. Esencialmente lo que pretendíamos era ambicioso. Parra quería encontrar un planeta y ya se sabe que eso en la astronomía es igual que encontrar a un nuevo Tutankamon en la arqueología. Pero Parra quería dar el gran salto. Quería consolidarse y por quince minutos ser lo que aparentaba ser en nuestra universidad. Así que nos predispusimos a mantener toda la paciencia del mundo. Pablo Alarcón el más fanfarrón y a la vez el más servil de todo, creyó encontrar alrededor de treinta planetas, dato bastante curioso por cuanto los científicos como mucho, encuentran uno al año. A Parra esto le ponía la piel de gallina. Padecía una metamorfosis violenta, paso inevitable de juez de las estrellas a miembro honorífico de la gestapo. Sacando cuentas, los planetas de Pablo nos regalaron en promedio tres conversiones de Parra al día. El ambiente era tenso y el muy listillo de Alarcón parecía que se esforzaba por hacerlo más tenso con sus pretensiones de diamante en bruto.

A mi me tocaba dormir en el suelo. Habían dos camas, una era compartida por las mujeres, Margarita y Clara, y la restante era ocupada por su majestad. El frío era de temer. Ya se sabe que en el norte hace frío, pero padecerlo literalmente en cuerpo y alma es otra cosa. Me reconfortaba pensando en que todo eso duraría sólo unos días y que dentro de poco, podría volver con Carolina, mi polola. Pensaba en ella como un niño o como un anciano. De extremo a extremo. Recordaba sus manos, su sonrisa, sus ojos, su voz, su inteligencia, su boca, y me veía absorto en su pieza, en la misma de la ventana perfecta, mirando otra vez a Alcor al tiempo en que ella se concentraba en su luna y disfrutaba mirándonos arriba, en algún cráter con forma de lago disecado, viviendo sin la menor interrupción como un sueño de eternidad en nuestra Arcadia secreta. Le escribí durante varias noches. Afortunadamente llevé conmigo un cuaderno que ella misma había forrado para mi y en él, intenté delatar en parte todo lo que la extrañaba. Arranqué y boté muchas hojas de lo escrito, no porque me haya arrepentido de lo que allí puse, sino por la forma en que lo copié. Eso que los entendidos llaman estética fue una pesadilla. En mala hora se me ocurrió llevar conmigo el Ulises de James Joyce y Mantra de Rodrigo Fresán. Ambos libros abrían nuevas dimensiones y yo caí en ellas. Me pillaron distraído, así que me contagie con ese modo tan aleatorio y poco convencional que tienen en primer lugar para pensar y en segundo, para escribir. Caí en la cuenta de que ellos escribían como si los sueños salieran en el día como anatemas desvelados y se apoderaran de sus conciencias. A las dos o seis de la tarde, da igual, y esos sueños diurnos fundieran toda la realidad en un cuadro abstracto, un Escher o una película de Jodorowsky. Resultaba más sincero admitir que amaba como nunca lo había hecho y que simplemente necesitaba a Carolina a mi lado.

Cuando el plazo de los diez días se cumplió, el resultado era más o menos el que todos –con excepción de Pablo y Parra- esperábamos. No encontramos ningún planeta nuevo y en cambio nos entretuvimos mirando a través del telescopio Antu, las auroras boreales, los cráteres de la luna y una que otra constelación. Parra más que cualquiera de nosotros arrastraba una decepción de antología, cómo no si su oportunidad de ser alguien en la escena astronómica nacional se esfumaba al igual que todos los años. Su cara se veía más arrugada que de costumbre y el pescuezo se asemejaba a un alambre a punto de torcer. Sin embargo nos miraba con tranquilidad aunque la palabra correcta sería sosiego. Ya no tenía nada porque gritar, ya no había nada que evaluar, ya no quedaba nada porque criticarnos y a pesar de todo el desprecio que producía, causaba pena. Era como Marcelo, un compañero de kinder básico. Despreciable, arrogante, matón de corazón, que sin embargo recibió lo suyo una vez que entre todos decidimos desquitarnos. Recuerdo como hundimos su cabeza en la arena, como lo lanzamos sin polera por un resbalin en pleno invierno, pero lo que mejor recuerdo, son sus lágrimas rodando por sus mejillas tapizadas por arena. Ver al viejo cabizbajo me sumió en una tristeza extrañísima. A lo mejor todos los astrónomos en esencia cargan con ese rostro maldito de la decepción, con ese hilo de voz que cuelga como una lagrima y con ese mar de tranquilidad que no es en realidad el mar de tranquilidad del océano pacífico o de una bahía en Tomé, sino la perfecta y profunda oscuridad de la luna. Una luna que él y yo miramos desde lo más cerca y que de formas disímiles o demasiado parecidas en el fondo, sólo en el fondo, nos puso en medio de una interminable hilera de nombres y signos de espera. Lo efímero, lo volátil, los sueños perdidos que en realidad somos en medio del universo.