miércoles, 12 de agosto de 2009

Donde renace Schiller.

"El desvarío es un abandono, un método pasivo que relaja la facultad consciente. Advierto entonces mi complaciencia por lo imaginativo, lo insólito, lo maravilloso y hasta lo absurdo. Intuyo extrañas analogías y me extravían presentimientos oscuros. Quiero en tal caso encaminar la espontaneidad caótica hacia zonas lúcidas. Trato de respetar la lógca recóndita que puede haber en el azar del espíritu y, al mismo tiempo, transmutar esa abundancia, esas imágenes espasmódicas en sentido y significación. Rechazo la imagen gratuita y busco el símbolo que asocie la emoción y el pensamiento." (Humberto Díaz-Casanueva)

lunes, 10 de agosto de 2009

Clemente Palma y sus "cuentos malévolos"




Clemente Palma fue un escritor que cultivó el modernismo y se rindió ante los escritores rusos de finales de siglo XIX. Imagino que ahí estaba Tolstoi o Dostoievski, porque entre los relatos de este roble narrador peruano, se huele la sangre escarchada en Siberia y el dolor grotesco del exilio (lo digo yo, que nunca he pisado más de tres metros de nieve y que sin embargo, he vivido el exilio, aunque breve, pero exilio al fin). Eso por lo menos en su obra. Porque en la contratapa o en su biografía, sólo se alcanza a distinguir la caricatura opaca de quien fuera, como muchos a comienzos del siglo pasado, hijo de algún personaje ilustre, y posteriormente, un estudioso de renombre universidades estatales. Ratón de biblioteca a propósito de su padre, Ricardo Palma (bibliotecario de la Biblioteca Nacional de Perú) y consumado adorador del decadentismo francés y de orlas empotradas en sillones tipo Luis XVI.

Sus cuentos, a veces recargados, a veces falsos como el sonsonete de los literatos amantes de los cafés y la cultura europea, renuncia por un pequeño instante (un instante luminoso y aterrador, como la especulación de Morel en su isla desierta) a los lugares comunes; bosques sin nombres, caballos y jinetes desbocados por llanuras infinitas, búhos y comarcas donde los amantes hablan de arte y rozan la comprensión del universo citando a Kant y a Aristóteles. Y en esos instantes aparece un horror genuino que no deja seguir leyendo. Un horror que no tiene nada de horror, quiero decir, aunque parezca un payaso bordeando la alucinación, por el contrario, este horror se parece más a lo real, a esas aberraciones diarias que terminan en hospitales psiquiátricos con mundos desbocados a grito limpio. A puro destajo. A pura rabia y pena.


sábado, 8 de agosto de 2009

Llueve


Llueve. Ese es el primer dato, y el interminable primer lugar común. Gotea. Gorgojea y la gravedad se desparrama en una tibia sucesión líquida.

El segundo dato, incómodo o no, es más una pantomima obligada de quien escribe, que un dato chocantemente concreto. Recuerdo otra vez, digamos, por enésima y milésima vez, la ventana empañada de mi infantil casa en Sebastopol con Metal Rojo, y el reflejo estrecho y afilado de mi madre sonriendo mientras mi hermana y yo, leíamos sin saber leer, unos viejos cuentos de Walt Disney, cuentos que venían en preciosas ediciones de tapas duras e impresos en todos los colores posibles de esos años. Los años ochenta, tiempos en que oí la palabra Pinochet, aparejada siempre, con el sustantivo Perro, siendo este sustantivo, un adjetivo hecho carne, una estela de alguna fábula siniestra que mi madre y mi padre, sin querer contaban entre terremotos y caudales que arreciaban al Mapocho.

Entiendo lo imposible que es recordar lo que no se ha vivido, pero luego, me inflo y no hay nada que hacer, cuando al pensamiento práctico le escamoteo sus materiales. Rehuyo del sujeto que enuncia desde lo cotidiano y devengo (digo esto, recordando escenas de películas que transcurren en hospitales psiquiatricos, con Deleuze y Derrida incluidos) en hombre-anfibio, alguien a medio camino entre la lluvia y el ojo hierático que mira como llueve. Mi elusión parte desde este lugar común que es la lluvia y el ojo que mira a través del vidrio empañado, pero termina indefectiblemente en ese otro lugar común y a la vez temible, que es la tormenta. Te toco.

Te toco; aquí desde mis entre líneas y mis visiones atropelladas. Palpo tus manos henchidas de ternura y corroboro, sin asco, la segunda ley de la termodinámica. Todo propende al caos. Un azar magnífico, y ay por Dios: ateo hasta el tuétano. Y eso es todo. Intento que veas entre líneas. Te hablo y te escribo desde lugares llenos de tránsitos previos, alunizajes dirás, pequeños grandes pasos que cuelgan aun, sin necesidad de telescopios, de la luna, y por poco lo logro. Al final y como siempre, me pierdo en esta ansiedad inscrita en el juego rabioso del azar, (lo que venga o lo que sea) y los parapetos, armados tímidamente entre ladridos de perros igualmente descentrados, se desarman en estas cenizas que se inscriben como palabras en un vidrio.