miércoles, 30 de enero de 2008

14 de Octubre


En aquel tiempo todos, sin excepción, éramos escolares. Jóvenes de unos quince o dieciséis que en sus ratos libres, formaban grupos musicales, dibujaban a destajo o simplemente conversaban horas y horas sobre los temas más peregrinos e inusuales. La música por ejemplo, era un volumen completo al que le dábamos mil vueltas. Por ese período conocí a Alberto y a Luís. Ambos eran de otro curso y gracias a los malabares de la Reforma Educativa y el cuento de los electivos, tanto mi curso como el de ellos, se hicieron uno en ciertos momentos, digamos que en aquellos que las asignaturas requerían especializaciones. Matemáticas se transformaba en Algebra, Historia en Comprensión de la sociedad y Castellano en Lenguaje y Comunicación. De ese modo, fragmentario pero válido, Matias, Fermin, Alfonso, Aldo y Manuel, mis amigos, labramos una silenciosa amistad con Alberto y Luis. Una amistad basada ante todo, en tópicos comunes, espacios que todos compartíamos alevosamente durante los recreos del colegio, actividades extraprográmaticas o simplemente en medio del tiempo libre que nos pertenecía. Alberto era un tipo alto y moreno, que mirado con algo de paciencia podría haber sido contratado para el papel de Drácula. Su aspecto carcelario a la vez que funerario, le otorgaba un semblante de rectitud a toda costa, que claro, era sólo ficticio. En realidad, Alberto era un joven extraordinariamente gracioso, portador de de un sentido del humor oscuro que emergía durante los instantes menos esperados. Luis en cambio, era la antítesis de Alberto. De estatura pequeña, tez blanca y de risa contagiosa, marcaba el acento necesario – a la vez que completo – a las tomaduras de pelo de Alberto. Era el amigo infaltable, como quien dice, el acompañante del líder.

Lo particular en ellos y lo que en suma nos acercó definitivamente, fue la música. Alberto escuchaba buen rock y poseía una pericia inigualable en la ejecución de la Guitarra. Del mismo modo, Luis, siempre como una sombra señera y veloz tomaba posición de las sentencias de Alberto. Sentencias que parecían aforismos tonales, Lichtenberg en la guitarra haciéndonos soñar, tramando en nosotros un secreto declarado de ir más allá. Alberto lo sabía. Sabía que su capacidad con las seis cuerdas era de excepción por lo menos, al interior de nuestro circulo, y con una modestia muy bien disimulada nos aconsejaba sobre capsulas, amplificadores y referentes musicales obligados. De él, puedo admitir con total sumisión, que conocí nuevos géneros musicales y técnicas en la ejecución de la guitarra que fácilmente podría haber percibido sólo a través de un curso de guitarra. Sin embargo, no todo era guitarra. Durante la etapa final del colegio nos encontrábamos vagando por las calles y del grupo inicial que éramos generalmente, Matias, Alfonso y yo, formamos lentamente uno mayor. Dábamos dos o tres vueltas a una manzana compuesta por dos o tres manzanas, una manzana que en cuadras podría medirse al cuadrado y que infatigablemente nos llevaba a hablar sobre nosotros a través de una soltura inusitada y desposeída de respeto hacia lo políticamente correcto. Las bromas sobre nuestros defectos –las preferidas de Alberto- eran curiosamente agradables y del modo en que nunca lo hacíamos, nos reíamos de nosotros prolongadamente. Al final de la caminata, todos sabíamos como llamarnos para causarnos risotadas que vistas a simple vista, proceden y preceden a la estupidez. Pero nuestra estupidez era vehemente y coincidente por lo tanto, con nuestra adolescencia.

Ninguno de nosotros tenía planes serios sobre la vida. Nadie quería ser lo que es hoy y con algunas excepciones, pocos eran los que se entusiasmaban con temas que hoy perfectamente podrían ser motivos de largas conversaciones. Nadie leía a Tolstoi del mismo modo que nadie escuchaba a Coltrane ni disfrutaba de las pinturas de Van Eyck. Creíamos en la música. Todo nos llevaba hacia nuestros grupos, compositores y virtuosos instrumentistas. Así cuando terminábamos de vagar por Canto General, Las Uvas y el Viento, y Los pensamientos, finalizabamos o en el mismo lugar en el que comenzamos, es decir, en la calle desprovistos de toda comodidad, o bien en la casa de alguno de nosotros, alguno de nosotros tres. Aunque si lo pienso mejor, no sé cómo y a través de que conjetura, llegábamos a la casa de Manuel Arancibia, distinto a nuestro amigo Manuel Oliveira, quien a propósito de su ausencia en nuestro vagabundeo por la calle (que en realidad eran las calles) era punto obligado para un sin fin de comparaciones, digamos que, sutilmente peyorativas. El gran tamaño de la cabeza de Manuel, nuestro amigo y compañero de colegio, era el asunto y desde ahí, como si se tratara de una Roma impensada de la cual provienen y salen todos los laberintos, Manuel Arancibia ejercía un imperio extraordinario del arte poético. Después de todo el humor tiene que ver con comparaciones, analogías y por lo tanto poesía. Luego de que Manuel con una especie de reconocimiento oculto -evidentemente deferente hacia nuestro Manuel, síntoma inequívoco de que tanto para él como para nosotros Manuel era indispensable- Alberto pedía la guitarra. Manuel sólo tenía una guitarra electroacústica con cuerdas de nylon, por lo que el estilo favorito de Alberto resultaba extraño en el sonido ibérico de la guitarra. Manuel tomaba la guitarra y nos mostraba con un dejo de profesor que da consejos, piezas españolas, piezas populares españolas y que por lo tanto, son perfectamente piezas estadounidenses españolas. Algo de Paco de Lucia, algo de Al Di Meola y finalmente Inuendo de Queen. Acto seguido prendía el computador y reproducía videos de guitarristas de la talla de Paul Gilbert (tocando guitarra española) Joe Satriani y Eric Johnson. Esos eran los minutos en que callados, parecíamos resignarnos y mirando fijamente los dedos de cada guitarrista, decidir subrepticiamente que lo nuestro, que cada uno de nosotros, seríamos todo menos nuestros sueños.

Al final del día el cumpleaños de mi hermana. Llegué a eso de las diez y ya estaban todas sus amigas (sólo amigas) en el cobertizo de la casa que es mejor dicho, una extensión disfrazada de la casa. Como mi pieza quedaba al fondo y adentro de la casa, no tuve necesidad de pasar por entre ellas (las amigas de mi hermana), así es que respondiendo a mi personalidad de anacoreta o ermitaño, me encerré en mi habitación. Encendí el computador y deje correr un par de buenas canciones. Lo mismo de siempre en mi zócalo.

La noche era perfecta. No hacía ni calor ni frío, lo que me permitía estar con una polera y una camiseta sin problemas. Afuera por lo menos, el aire se respiraba más puro que de costumbre, un aire precordillerano aun cuando alguien haya dicho que era más bien un aire de playa. Las hojas del parrón recién crecían y ese verde intenso que sólo tienen las hojas al desdibujarse de su postal de otoño, me hicieron quedarme largo rato mirándolas y mientras las diluía en mi vista, los fantasmas aparecieron en tonalidades sinuosas. Las sombras del ramaje contra las cortinas o el mismo reflejo ambiguo de la luna entre nubes que van y que vienen, me otorgaron repentinamente una impostura lenitiva, triste, enormemente triste. Impostura recalco, porque eso ya no era lo mío y sentí el tiempo corriendo a mis pies como una playa completa devolviéndome al mar. Pensé en el mar ciertamente, en parte por mi pasado y en parte por el video musical que había dejado correr, donde un hombre se lanzaba a una piscina y caía transformado (retomado) en niño, el niño que seguramente siempre fue y luego, a medida que los minutos y la música avanzaban el hombre que se convirtió nuevamente en niño, metamorfoseaba en feto. Un feto al interior del útero. La visión de aquella secuencia me hizo pensar que lo que vendría sería una retrospección aun más atrevida, y mostraría a la madre del niño y al padre, y luego a ellos mismos convertidos en niños y a la vez a esos niños convertidos en fetos dentro de su madre que minuto a minuto retrocedía en el tiempo hasta llegar a su madre y su madre a su madre, y esta madre a su madre. Pero no, lo que vi fue una vuelta de tuerca. Lo que observé en los segundos siguientes fue al hombre-niño-feto inicial, saliendo del útero y nadando hacia fuera de si, quiero decir, desde el mar hacia la arena, desde el fondo de su piscina hasta el borde de cemento, donde lo recibirían orgullosos sus padres. Cuando el video había terminado, sentí mi nombre. Era mi hermana que me llamaba. Quería que saludase a sus amigas.

Entonces las (la) saludé.

lunes, 7 de enero de 2008

Ese extraño Señor Roberto Bolaño

Con las palabras del título, Bolaño en un artículo publicado para un períodico y reeditado en 'Entre Paréntesis', definía al escritor argentino Alan Pauls. Lo hacía, básicamente, desde el punto de vista del buen lector que siempre fue. Sin piruetas hermeneúticas ni análisis pormenorizados de la obra de Pauls, Bolaño hace lo que mejor sabe hacer: hablar y narrar, de, y sobre literatura. Narra una breve relación epistolar con el escritor argentino, donde en pocas palabras, lo define como fabuloso y a sus cuentos y obras, como monstruos perfectos. Tanta es la admiración que deja sentir en su escrito, que recalca al menos dos veces, que las cartas que recibía de Pauls, las leía por lo bajo diez veces y que en una ocasión, una de ellas lo dejó temblando.

Llegado a este punto, las generosas afirmaciones de un escritor como Bolaño, que es conocido además de su alta calidad literaria, por su lengua afilada dadivosa en juicios inclementes sobre tal o cual escritor, los adjetivos ‘fabuloso’ y ‘perfecto’ para un escritor no pueden, sino, dejar una estela de curiosidad, que como siempre llama a la lectura voraz de esos escritores que Bolaño, al igual que Borges apologiza o conjura. No obstante, lo central es el efecto profundo que deja la palabra ‘extraño’, sinónimo de misterio mayoritariamente, pero en este caso, denuncia clara a lo fascinante. Y es así, como puede definirse también a Roberto Bolaño.

Chileno de nacimiento, pero con patria hispanoamericana, Bolaño dejó Chile a muy temprana edad para trasladarse con su familia a México, país que marcará a fuego su obra. Convencido en los ideales comunistas, especialmente trostkista, regresará a Chile en 1973 para apoyar la revolución que Allende había comenzado. Viaja en Barco y la lentitud del periplo lo condena a pisar Chile a pocos días del Golpe de Estado. Dado por terrorista extranjero es tomado prisionero, pero gracias a una coincidencia que eventualmente sólo podría tener una obra literaria, uno de los detectives a cargo del proceso, resulta ser un ex compañero de colegio de Bolaño. De ese modo, es dejado en libertad y regresa rápidamente a México, donde apostará el todo por el todo a la literatura. Conocerá a Mario Santiago, compañero y amigo de toda la vida para impulsar juntos el movimiento poético ‘infrarrealista’. Se trataba de un grupo de Jóvenes mayoritariamente de izquierda y con pretensiones literarias vanguardistas, o por lo menos, que distasen del predominio indiscutido de Octavio Paz. Queda lo suficientemente claro en el manifiesto infrarrealista que Bolaño redacta. Uno de sus objetivos era mentarle la madre a Octavio Paz.

El resto, o quizás, desde siempre como diría Alejandro Zambra, es literatura. Sus múltiples oficios en España, propias de su vida a salto de mata, lo llevaron a cosechar diversas experiencias que bien, podrían ser diversas vidas. En esas vidas, Bolaño seguía siendo el lector compulsivo de siempre y por sobre todo, el hombre que vive sin medidas, definitivamente sin timón y en el delirio, al igual que su amigo Mario Santiago. Su existencia trashumante, su don innato de buen conversador se plasman en cada una de las páginas que suelen ser, la adicción que Bolaño experimentó al leer a Pauls o a Parra. El oficio de ser escritor no resultó fácil.

Bolaño no es un escritor burgués. Sus temas sin ser argumentos enfilados entre garabatos, chilenismos, ni caricaturas de la pobreza, trazan la vida de los miserables. De los pobres de alma, de los sin afecto, de hombres perdidos y al borde de un barranco. En sus cuentos y novelas, los personajes son hombres cuestionándoselo todo, hombres dubitativos y llenos de especulaciones en torno a temas que palabra a palabra, los van convirtiendo en zombies de una desgracia inminente y que por culpa de cobardías indeterminables, comodidades o perplejidades, impiden la existencia de grandes acontecimientos. A todos sus personajes, les han temblado las manos como a Bolaño al momento de leer una carta, o probablemente ni siquiera accediendo a ellas. Es el mal endémico de nuestra época, el que Bolaño nos entrega en una prosa liquida, que lo salpica todo.

Al mostrar su libro de cuentos ‘Llamadas telefónicas’ en 1998, Bolaño era un perfecto desconocido en Chile. En esa ocasión, Bolaño estuvo cerca de escritores como Jorge Edwards, Pedro Lemebel, Sergio Parra, Franz, etc. Y terminada la presentación del texto, las emprendió contra gran cantidad de los escritores presentes, tratándolos de burguesitos y mediocres. Coloane y Letelier también salieron damnificados, nada más y nada menos que, por escribir mal. Luego, junto a Lemebel y Parra partieron a un bar Santiaguino, dejando plantados a otros escritores con los que Bolaño ya se había comprometido. Y es que a Bolaño le ha costado. El movimiento de ser un escritor de ligas menores, a ser considerado una revelación de la literatura hispanoamericana o como diría Fuguet, un terremoto que sacudió a las nuevas generaciones, discurre entre los mismos males y problemáticas que en su obra plasma. Dolor, frustración, extravíos, muertes, viajes sin sentido, etc. Con Bolaño no hay cursilerías. Su dominio de la palabra es aterrador. Da miedo, provoca angustia, genera ansiedad. Porque siempre nos conduce con una fluidez insólita, al abismo de la naturaleza humana. No se tratan de textos fáciles o de consumo masivo, pero aun así, la trama de Bolaño es encausada por una narración que perfectamente, puede conducir sin mayores preámbulos ni forcejeos, a los pensamientos de un mexicano de finales de siglo XX, hastaa la literatura de Píndaro o a los clásicos griegos.

Como Borges y actualmente Vila-Matas, la literatura de Bolaño está plagada de amor a la literatura, aun cuando paradójicamente el oficio de escritor sea puesto en una tela de juicio parecida a una gran mentira mundial. La literatura Nazi en América, no es sino, prueba de ello. Los escritores son seres abominables a veces, despreciables hasta el fondo de sus pensamientos, personajes pobrísimos, con historias que producto de su vinculación con una la idea mundialmente aceptada de lo fantástico que suele ser escritor, engendra monstruos narcisos y fracasos trágicos en el seno de la literatura.

Sin tener un reconocimiento adecuado o por lo menos, necesario, en Chile las voces que hablan de Bolaño se multiplican por miles. Las cátedras, los concursos literarios con su nombre, las referencias obligadas a su obra, los proyectos de cine con sus argumentos, las obras de teatro que tratan de representar el genio de Bolaño, son cada día más. Están amontonándose como espermios sin fecundar y la carrera es explosiva. Algunos ya han hablado de ‘Bolañistas’.

Ayer, al menos tres alusiones a Bolaño en el Artes y Letras, lo mismo la semana pasada. Rafael Gumucio, sin más, al hablar de lo aprendido durante el 2007 en términos de literatura (pero siempre con la vida de lado) reseñaba sumariamente sus fantasmas y allí estaba Bolaño, sin mayor explicación, sin detenerse en hablar de lo que para él representaba. Simplemente Bolaño enquistado en la vida de un escritor chileno como un nombre que parece la voz de la conciencia, o el veredicto escondido de Dios.

Ciertamente, hablar sobre Bolaño es complejo. Es hablar sobre una universidad desconocida, sobre la vida de un escritor que vive por y para la literatura, sobre las derrotas y los triunfos que se diluyen en un hígado castigado. Hablar sobre Roberto Bolaño, es hablar sobre un fenómeno extraño, un ángel de la guarda para las nuevas generaciones de escritores chilenos y un demonio para los apoltronados literatos de café, estudios y bibliotecas con empastes en cuero. Hablar sobre Bolaño, es legitimar el robo de libros, las especulaciones eternas sobre los asuntos más insulsos, el amor a la amistad y a la vida, el odio hacia la mala educación, la corrupción, el abuso de poder y la mala literatura. Hablar sobre Bolaño es detenernos un momento, a mirar nuestro tiempo y pensar latamente sobre el año 2000 y luego, agregarle un 666. Qué tiempo más terrible nos tocó vivir. Con Bolaño la lucidez y la poesía toman forma de prosa, y letra a letra se extienden por el papel como un par de ojos valientes que se abren para mirar y llorarlo todo en silencio. Como los sueños de Bolaño, esos sueños oscuros con escritores que aparecían y desaparecían en momentos disímiles, y que siempre dejan al soñador despierto y pálido, abatido tras la perdida de esos sueños.

En el 2003 se extinguió el último sueño de Bolaño, pero también los sueños que nosotros, sólo podíamos vivir a través de sus detectives perdidos en medio del desierto.



viernes, 4 de enero de 2008

4 de enero


Hoy es cuatro de enero. Está de cumpleaños mi madre y comienza, poco a poco, otro año par.

Mis años “pares” nunca han sido buenos. Desde que tengo memoria. Desde que me ubico en el dos mil dos, a puertas de dejar el colegio, mi vida se apaga y se trastoca por conformismos patéticos. Unos cuatrocientos noventa puntos en la prueba de matemáticas, y todo el resto, que para mi pésima educación, era bueno, se desmorona. Caigo en una universidad privada. Durante el dos mil cuatro los malos momentos se van amontonando como en una hilera de viejos en las puertas del purgatorio. La muerte de mi abuelo, mi primera gran decepción sentimental, mis primeros deseos sinceros de borrarme del mapa, mis primeras grandes borracheras, mis primeros juegos alucinatorios. El dos mil seis es un punto aparte. Un punto aparte teñido de sangre como un baño bizantino. La muerte de mi abuelita, la depresión no superada de mi madre, el paro cardio respiratorio de mi padre, mis crisis de pánico, mi alegría explosiva y su inevitable corolario contraindicatorio: la tristeza.

Hoy es dos mil ocho.

No obstante, no creo en los ciclos astrales. Ni en el calendario chino, ni en el occidental y menos en las nociones supersticiosas, frecuentes en estos casos. Por descontado, una supuesta fe en el quiebre ficticio entre un año un año x y uno z. Desde que sigo tropezando y sigo aguantando esos tropiezos, las ‘vueltas de la vida’ son mejor dicho, ondulaciones de la vida. Son como olas, o como llamas, o como el brazo de un herido a bala al momento de caer al suelo. En cámara lenta; veo la bala en cámara lenta y el brazo aun más prolongado, destilando una leve nostalgia, un pequeño sopor crispado, como si en medio de un sueño, me despertase una araña de rincón frente a mi ojo y perplejo, decidiera no sólo quedarme quieto, sino además, seguir durmiendo. En resumen, no creo en vueltas y ni segundas oportunidades, porque cuando caes abatido una vez, pensar aun tangencialmente, en una segunda oportunidad, resulta más bien en admitir que se ha caído, en mirarse desde el suelo, pero desde el mismo suelo, como si nuestros ojos fueran parte del asfalto o del grano molido. Y yo, cuando caigo, sigo adelante, pero sin un brazo, sin una pierna, sin una oreja. Sigo como un testigo abyecto de mis errores. Los absorbo y los tomo como lo que son: los errores y dolores de mi vida. Una vida para nada mala.

Hoy, mi madre está de cumpleaños. Decidimos salir a comer. Entramos en un lugar de aspecto más arribista, que de buen gusto. Nos sentamos y nos trajeron la carta. Mi padre comenzó a mirarla y mientras pasaba y pasaba las páginas, nuestro veredicto, era inconcientemente el mismo. No sabíamos a que sabían esas comidas. Esas salsas, esos nombres afrancesados, italianos, esos apelativos de cheff mediático. ¿Qué piden? Preguntó el garzón. Mi hermana entonces responde que necesitamos más tiempo. ¿Y qué pedíamos? Fue lo que sin duda, cuestionamos con la mirada. Nada. Esa carta extrañísima, no era para nosotros. No por lo menos, para una familia humilde o para que no suene a consuelo de empresario o panelista de noticiario: no para una familia pobre.

Soy de una familia pobre. Mi padre que es un trabajador de largo aliento, de manos curtidas por los metales y las grasas, y mi madre una dueña de casa que por cuidar de nosotros dejó su amada fotografía. Ella, una dueña de casa absoluta, una mujer ejemplar con dones admirables. Con su firmeza y obstinación frente a los asuntos eternamente problemáticos, deja caer como si de un vaso de metal se tratase, una gota dulce y añosa de cariño. Ellos, mis padres, jamás han comido extravagancias en un lugar caro. El sueldo se destina a asuntos más pedestres. A la leche de todos los días, a los pagos de la educación, a un tipo de austeridad sagrada e indefinible. La misma que nos mantenía tan contentos comiendo pollo con papas en ‘los pollitos dicen’ o compartiendo el caramelo de nueces que mi padre hacía cuando llegaba de su trabajo, la misma que en un momento me marginó de una juventud repleta de marcas, de salidas a lugares de moda, a una billetera con mesada, a un conocimiento cabal y amplio de los tópicos habituales para la clase media de Shopings o vacaciones en la casa de la playa. Esa es mi vida. Esa es mi historia. Sin construcciones abstractas en base a un más abstracto IPC o en el progreso habitual desde la perspectiva del PIB, en un trabajador como mi padre. Se trata de una esperanza perdida día a día.

Pero de una conciencia ganada día a día.

Si cierro los ojos y los abro, si ejercito mis pupilas al ritmo de los pasos de la gente, en esta, la mesa de un local de comida rápida en medio del fin del mundo, veo fosfenos, luces apagándose entre tanta luz. Veo la rapidez del movimiento de los ojos al dormir. Como en esas nubes que pasan a velocidades sobrecogedoras sobre los edificios de Santiago y que al mismo tiempo, son producto de un botón en un determinado equipo de televisión o cine, y a la vez de la comprensión del tiempo que nuestra pobre memoria realiza. Ahora veo mi mano tomando un vaso de cerveza y sus burbujas son toda esa gente, todo ese tiempo y toda mi alegre historia, subiendo hasta desaparecer en el aire, como un fenómeno contrario a la existencia del fuego; como un aviso sencillo y eficaz a las leyes de gravedad. Todo lo que sube tiene que caer, o en determinadas condiciones, desaparecer.

Acostumbrado a que me pregunten que pienso, cuando callo, me cuesta reconocer que la respuesta ya no es ‘nada’, cuando en realidad siempre pienso algo. Estupideces generalmente, pero que quede constancia que nadie ha dicho que los pensamientos sean brillantes. Pienso en chinos invadiendo en Polo Sur, pulgas convirtiéndose en soldados de Estados unidos, perros hablando y contando historias en un bar frente a una catedral, asuntos en suma que conviene ocultar y apelar en cambio, a la cordura, que en este caso o en tantos otros es el símil de la nada. No, no pienso nada, de verdad.

Desde esa costumbre exquisita, extraño la voz de la pregunta que si hoy, cuatro de enero me interrogase sobre lo que pienso, de seguro, tendría que escuchar en primer lugar la historia de mis años pares, la historia de mi familia, y la historia que no tiene segundas oportunidades, porque las fotografías quedan para siempre en tonos que en dudosas circunstancias, la memoria puede revivir. Y yo miro y miro fotografías del dos mil siete y del dos mil ocho y aun no encuentro el quiebre.

Este cuatro de enero, a pesar de una ondulación indeseada, sigue siendo de todas formas, mejor que el cuatro de enero de ese año impar pasado. Lo que indica que todo sigue el curso que debería seguir.