domingo, 19 de julio de 2009

Nómade


Últimamente me he andado paseando de un lugar hacia otro, sin dirección fija. Me da por leer un rato, tocar la guitarra otro, y finalmente, tirarme de cabeza al computador, donde paradójicamente, ocurre lo mismo de siempre: me paseo de un lugar a otro.
De cierto modo, he trazado ciertas líneas. Un viaje, gastos máximos y satisfacciones mínimas. He andado desganado, a punta de codo por mis propias motivaciones, sin concluir ni esbozar nada claro (excepto, mis líneas anteriores). Ahora por ejemplo estoy solo. He leído durante algún rato, y ya va siendo hora de que me pregunte sobre los beneficios de leer. Me pasa que miro los rostros de los escritores y a veces encuentro algo interesante, pero otras veces, como ayer mientras ordenaba diarios y revistas, me desanima todo lo que tenga que ver con los rostros de esos escritores. Siento que allí no hay nada especial. Siento que lo mágico –si es que cabe hablar de magia en la literatura- se terminó con Bolaño o mucho antes, con Borges. Y ahora, me toca voltear una página de El Mercurio y encontrarme con la mujer de ojos verdes con pinta de hippie ABC1 que ganó el concurso de dicho diario, y se me revuelve el estómago. ¿Desde qué lugar escribe una persona como ella? Desde los convencionalismos de una casta de escritores de familias honorables, creo. Y ese, que es mi prejuicio, infundado por cierto, se infla y va adquiriendo dimensiones que en términos generales, desafían abiertamente la cordura. Insisto: miro el rostro de esa mujer, y se me quitan todas las ganas de leer. No veo nada especial ahí.
No me pasa lo mismo con el rostro de Robert Walser o por dar un ejemplo igual de insuficiente que el de la ganadora de El Mercurio, con Rodrigo Rey Rosa, un escritor del cuál sólo he leído cuatro líneas, pero que bien valieron la pena, porque esas líneas las leí a propósito de su rostro, un rostro del que emana cierto dolor mestizo o mulato. Concluyo por tanto, que las ideas, o digamos, la estética de las ideas, el fondo, pero esencialmente la forma, constituyen también el rostro de un escritor. No puedo imaginar a un buen escritor sin esa mirada perdida, sin ese dolor de fondo, sin esa actitud tambaleante y con un guiño de tristeza.
Mi problema sin embargo, es otro. Padezco de un esquivo síndrome de trashumancia cotidiana. Vengo y vuelvo, paso y repaso los mismos lugares, pero guardo bien poco. Tengo la mala costumbre además, de parecer un snob provinciano, gracias a mi incontrolable prosodia de autores y textos (que enmiendo a partir de justificaciones igualmente retóricas, relacionadas con los gustos y lo irrelevante de esas aproximaciones) y eso, me lleva extenderme inútilmente, otra vez, en círculos, como mis paseos. No digo nada. Hay tanto de que hablar y concretar. ¿Sabían que Rafael Correa tuvo vínculos bastante explícitos con la FARC? ¿Sabían que Eduardo Frei defiende y reconoce el intervencionismo electoral? ¿Sabían que después de la luna, lo que más brilla en el firmamento es una Estación espacial supranacional? Bueno, habría que hablar sobre esas cosas, y dejar de lado mis espasmódicos ronquidos que vienen a pito de nada, pero tristemente, se disipa esa idea y por el contrario, caigo en la cuenta, de que de lo único que puedo hablar –y esta vez, escribir- es de mis paseos en tierra de nadie. Y escribo agarrado a una tabla que no se sostiene en nada.