Me levanto apestado. La casa
huele a tabaco y a almendro. Las flores amarillas se desquitan transformándose en
pequeñas siluetas muertas sobre el pasto.
Busco la ropa adecuada. Es día de
trabajo y debo prescindir de mis jeans medios rotos y mis camisas a cuadros.
Busco una camisa y un pantalón decente, y descubro que está todo arrugado.
Plancho rápidamente, sé que mientras más demore más es el riesgo de llegar
atrasado o simplemente no llegar. Pienso entonces, en qué diría si no llegara.
Qué diría al día siguiente. Probablemente que me he perdido, que como Albert
Camus me he visto de repente en un país que no es el mío. En una playa donde se
produce una balacera y un hombre cae muerto a mis pies. Les diría eso y claro,
para completar la sentencia explicaría también que han pensado que era yo –al igual
que en la novela de Camus- quién disparo. Pasé un día en la cárcel, por eso no
fui a trabajar.
Corro para alcanzar el tren. Temo
por mis lentes. Ya perdí unos por culpa de esa frenética marcha al último vagón
y no quiero repetir la experiencia. Cada día sin lentes, dijo mi oftalmólogo
(todo oficio y toda profesión se traducen en una pertenencia que es fácil de apropiar:
mi doctor, mi profesor, mi jardinero, mi gasfiter) es una aproximación al
estrabismo. ¿y qué es el estrabismo le pregunto? Entonces me da una explicación
que no alcanzo a comprender, le pido que lo haga más fácil, que si es necesario
que me grafique en su libreta el caso. Al final, me dice, se trata de perder el
control de los ojos. De un momento a otro miras a la derecha pero ellos tienen
sus pupilas hacia la izquierda.
Tengo estrabismo. Leo Espolones, los estilos de Nietzsche
de Jacques Derrida pero en realidad estoy mirando por la ventana. Veo sitios
eriazos, casas que al lado de la línea del tren parecen peajes hacia el
infierno, perros famélicos que hurgan la basura en busca de alimento y
sobretodo veo, unas industrias que parecen campos de concentración. Quiero
seguir leyendo a Derrida, intuyo que algo tiene que decir, sin embargo, me
cuesta mucho. Se trata del estrabismo concluyo, porque al final no sé si la
frase que leí estaba escrita en el libro o en lo que imagino del libro mientras
veo por el vidrio como Santiago se derrumba.
La seducción de la mujer opera a distancia, la distancia es el elemento
de su poder. Pero de ese canto, de ese encanto, hay que mantenerse a distancia;
hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo, como podría suponerse,
para protegerse contra esa fascinación, sino también para experimentarla. Eso
escribe Derrida por la página 45 y en secreto anoto la frase en mi libreta.
Intento ensayar mi mejor letra. Quiero recordar esa frase y si no escribo bien,
podría terminar alterando fatalmente la intención del autor. Lamentablemente he
fallado y logrado distorsionar el sentido en la última línea: hay que mantenerse a distancia de la
distancia, y no sólo, como podría suponerse, para protegerse contra esa
fascinación, sino también para inventarla.
Llego al colegio. Tengo tres
minutos para ir al baño, mojarme la cara, tomar agua, respirar y crearme una
sonrisa de la nada. Tocan la campana y me meto en la sala. Debo hablar de la
segunda guerra mundial, mencionar el orden y la distancia entre uno y otro
acontecimiento, debo hacerles creer que sé realmente de que se trata eso del
Desembarco de Normandía o la bandera soviética en el cielo de Berlín. Recuerdo
a Hayden White y a su imprescindible Metahistoria
y así me siento un poquito menos culpable. Comprendo que la historia es
puro cuento (un género literario más con aspiraciones científicas), un museo
hablado o escrito que no cesa de revivir con mil máscaras distintas. Los
historiadores son como los actores griegos, los hipócritas, que trasladan a los muertos hacia una ceremonia donde
se los crema para que el alma descanse en paz. Lamentablemente la historia no
descansa en paz y sigue ardiendo, quemando hasta lo indecible.
Todo ha salido bien. Pese a la
apatía sincera y a veces desmedida de un par de estudiantes, logro hacerles
creer que el Desembarco de Normandía representa el comienzo del fin para Hitler
y a su vez, la liberación de esa Francia que en nombre de la libertad cortaba
cabezas.
Quedan otras seis horas y no sé
qué hacer. Me paseo por la biblioteca, tomo una guitarra, esbozo algunos
acordes en el piano, hojeo la historia de
la música popular en Chile sin leer nada realmente. Veo algunas
ilustraciones, imágenes de los primeros vinilos, fotografías de peñas y bingos
en la década del cincuenta. Recuerdo a un tío que participó en ese albur de
risas, cigarrillos y alcohol en la bohemia santiaguina. Recuerdo que está
muerto y caigo en la cuenta que todo lo que tengo en mis manos también está
muerto. Miro atentamente los rostros que aparecen en la fotografía, dos hombres
y tres mujeres. Todos flacos excepto una mujer que se asemeja a la tía
bonachona que todos tenemos, esa que nos alegra el día a punta de comida.
Pero tengo estrabismo. Al mismo
tiempo miro lo que no se ve en la fotografía. Veo colores, veo a un hombre y
una mujer en silencio, veo la noche afuera del bar en que los músicos ejecutan
sus cumparsitas, veo como en cinco kilómetros a la redonda, no se ve ni un alma,
como en ese preciso instante estamos solos, la fotografía y yo completando lo
que los ojos miran de reojo.
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