sábado, 3 de noviembre de 2012

Estrabismo



Me levanto apestado. La casa huele a tabaco y a almendro. Las flores amarillas se desquitan transformándose en pequeñas siluetas muertas sobre el pasto.
Busco la ropa adecuada. Es día de trabajo y debo prescindir de mis jeans medios rotos y mis camisas a cuadros. Busco una camisa y un pantalón decente, y descubro que está todo arrugado. Plancho rápidamente, sé que mientras más demore más es el riesgo de llegar atrasado o simplemente no llegar. Pienso entonces, en qué diría si no llegara. Qué diría al día siguiente. Probablemente que me he perdido, que como Albert Camus me he visto de repente en un país que no es el mío. En una playa donde se produce una balacera y un hombre cae muerto a mis pies. Les diría eso y claro, para completar la sentencia explicaría también que han pensado que era yo –al igual que en la novela de Camus- quién disparo. Pasé un día en la cárcel, por eso no fui a trabajar.

Corro para alcanzar el tren. Temo por mis lentes. Ya perdí unos por culpa de esa frenética marcha al último vagón y no quiero repetir la experiencia. Cada día sin lentes, dijo mi oftalmólogo (todo oficio y toda profesión se traducen en una pertenencia que es fácil de apropiar: mi doctor, mi profesor, mi jardinero, mi gasfiter) es una aproximación al estrabismo. ¿y qué es el estrabismo le pregunto? Entonces me da una explicación que no alcanzo a comprender, le pido que lo haga más fácil, que si es necesario que me grafique en su libreta el caso. Al final, me dice, se trata de perder el control de los ojos. De un momento a otro miras a la derecha pero ellos tienen sus pupilas hacia la izquierda.

Tengo estrabismo. Leo Espolones, los estilos de Nietzsche de Jacques Derrida pero en realidad estoy mirando por la ventana. Veo sitios eriazos, casas que al lado de la línea del tren parecen peajes hacia el infierno, perros famélicos que hurgan la basura en busca de alimento y sobretodo veo, unas industrias que parecen campos de concentración. Quiero seguir leyendo a Derrida, intuyo que algo tiene que decir, sin embargo, me cuesta mucho. Se trata del estrabismo concluyo, porque al final no sé si la frase que leí estaba escrita en el libro o en lo que imagino del libro mientras veo por el vidrio como Santiago se derrumba.

La seducción de la mujer opera a distancia, la distancia es el elemento de su poder. Pero de ese canto, de ese encanto, hay que mantenerse a distancia; hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo, como podría suponerse, para protegerse contra esa fascinación, sino también para experimentarla. Eso escribe Derrida por la página 45 y en secreto anoto la frase en mi libreta. Intento ensayar mi mejor letra. Quiero recordar esa frase y si no escribo bien, podría terminar alterando fatalmente la intención del autor. Lamentablemente he fallado y logrado distorsionar el sentido en la última línea: hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo, como podría suponerse, para protegerse contra esa fascinación, sino también para inventarla.

Llego al colegio. Tengo tres minutos para ir al baño, mojarme la cara, tomar agua, respirar y crearme una sonrisa de la nada. Tocan la campana y me meto en la sala. Debo hablar de la segunda guerra mundial, mencionar el orden y la distancia entre uno y otro acontecimiento, debo hacerles creer que sé realmente de que se trata eso del Desembarco de Normandía o la bandera soviética en el cielo de Berlín. Recuerdo a Hayden White y a su imprescindible Metahistoria y así me siento un poquito menos culpable. Comprendo que la historia es puro cuento (un género literario más con aspiraciones científicas), un museo hablado o escrito que no cesa de revivir con mil máscaras distintas. Los historiadores son como los actores griegos, los hipócritas, que trasladan a los muertos hacia una ceremonia donde se los crema para que el alma descanse en paz. Lamentablemente la historia no descansa en paz y sigue ardiendo, quemando hasta lo indecible.

Todo ha salido bien. Pese a la apatía sincera y a veces desmedida de un par de estudiantes, logro hacerles creer que el Desembarco de Normandía representa el comienzo del fin para Hitler y a su vez, la liberación de esa Francia que en nombre de la libertad cortaba cabezas.

Quedan otras seis horas y no sé qué hacer. Me paseo por la biblioteca, tomo una guitarra, esbozo algunos acordes en el piano, hojeo la historia de la música popular en Chile sin leer nada realmente. Veo algunas ilustraciones, imágenes de los primeros vinilos, fotografías de peñas y bingos en la década del cincuenta. Recuerdo a un tío que participó en ese albur de risas, cigarrillos y alcohol en la bohemia santiaguina. Recuerdo que está muerto y caigo en la cuenta que todo lo que tengo en mis manos también está muerto. Miro atentamente los rostros que aparecen en la fotografía, dos hombres y tres mujeres. Todos flacos excepto una mujer que se asemeja a la tía bonachona que todos tenemos, esa que nos alegra el día a punta de comida.

Pero tengo estrabismo. Al mismo tiempo miro lo que no se ve en la fotografía. Veo colores, veo a un hombre y una mujer en silencio, veo la noche afuera del bar en que los músicos ejecutan sus cumparsitas, veo como en cinco kilómetros a la redonda, no se ve ni un alma, como en ese preciso instante estamos solos, la fotografía y yo completando lo que los ojos miran de reojo.

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