lunes, 12 de noviembre de 2012

La muchacha con el pendiente de perla



No hay forma de entender lo que pasa por los ojos de la muchacha con el pendiente de perla, pintura probablemente realizada durante 1665 por Jan Vermeer. Por más que lo intento no logro dar con el secreto, probablemente no sea nada especial. La mujer mira a Vermeer que con paciencia de holandés (pues en esto hay que ser justos y admitir que si no son los holandeses los más pacientes, tolerantes y respetuosos del devenir humano, entonces quién) e incluso, pienso como última alternativa, que puede que esos ojos hayan sido inventados por el pincel del holandés. Unos ojos hermosos que se superponen a dos agujeros blancos en medio del estudio. Norbert Schneider ajusta sus palabras y escribe : la postura de la muchacha con el exótico turbante, que mira por encima del hombro, soñadora al espectador está orientada en un tipo de retrato que Tiziano había iniciado con su Ariosto. Al menos, el historiador británico nos da pistas señalando que es una mirada soñadora. Y en el sueño, los agujeros están puestos adelante. Nunca tras los ojos.
Pero ¿con qué sueña? ¿qué ve? Pienso inmediatamente en Delft, la ciudad natal de Vermeer y para internarme (como un paciente que se interna en una clínica de rehabilitación) en los ojos de la muchacha, veo la propia pintura de Vermeer sobre Delft. La vista de Delft (1660-1661) muestra un apacible atardecer de nubes blancas y negras, cinco hombres y dos mujeres que miran al puerto y a las embarcaciones. Entiendo que la mirada de la muchacha con el pendiente de perla, pasó por allí, probablemente es en la lejanía, ella la mujer de la pintura que mira hacia el mar y concluyo que los lugares no son más que representaciones de ciertos sentimientos sobre el pensamiento. La geografía del recuerdo arma pavorosamente con el tesón de la nostalgia, los acantilados y breves atardeceres que se filtran en la retina. La costa noble de Holanda que años antes de la mano de Vermeer o de Bleyswyck (Beschrijvinge der Stadt Delft), fuera arrasada por el festín irracional de la Contrareforma, se rearma en los ojos soñadores de la muchacha. Sin embargo, la respuesta a la pregunta inicial está lejos de ser resuelta. Consulto otras obras de Vermeer, busco en los rastrojos que han dejado sus maestros. Leonaert Bramer (1594-1674) o  Carel Fabritius (1622-1654) y de este último me quedo con su Vista de la ciudad de Delft, un poco para completar los territorios que la muchacha ha cruzado y otro tanto para trasladarme lentamente a otro tiempo. El hombre apoyado en un muro (que por su autoretrato de 1654, me parece Fabritius) mantiene una actitud contemplativa; un dedo en el mentón y los ojos al vacío sobre una ciudad desierta. A lo lejos se alza una Iglesia y una hilera de casas pequeñoburguesas. Medito sobre la soledad de Fabritius, sobre Delft y sobre la transparencia en los ojos de la muchacha con pendiente de perla. Es inevitable acuñar la moneda del tiempo o sacar el reloj de arena, evocar a Borges, mirar el pasado como lo que es, desentrañar los signficados ocultos: la memoria que se antoja al futuro. No hay forma de entender lo que pasa por los ojos de la mujer, pero eso es lo de menos, creo; habrá que inventar el pulso del reloj y allí no habrán límites. Como en una novela de Philip K. Dick o en la notable Matadero Cinco de Kurt Vonegut, el tiempo va arrojándose sobre una tela ya no, como una sucesión de acontecimientos hilvanados por lógicas causales, escatológicas y menos mecanicistas. El tiempo en cambio es un mapa completo (horizontal y vertical), una diapositiva del universo en que están todos los tiempos conviviendo en la expresión del hombre que los mira.  En Matadero Cinco un tralfamadoriano asume: Los terrestres son grandes narradores; siempre están explicando por qué determinado acontecimiento ha sido estructurado de tal forma, o cómo puede alcanzarse o evitarse. Yo soy tralfamadoriano y veo el tiempo en su totalidad de la misma forma que usted puede ver un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo el tiempo es todo el tiempo. Algo similar ocurre en Tokio ya no nos quiere, la impresionante, pero impresionante de verdad, novela de Ray Loriga. De todas las frases subrayadas, he escogido una –quizás no la más elocuente, pero sí la que corresponde a la ecuación tiempo-sueño-recuerdo-que resume la totalidad del tiempo y la fuerza demoledora de la memoria en su recreación: Por la tarde un amnésico desesperado ha celebrad su cumpleaños. Le han traído una tarta con cuarenta velas pero el hombre las ha quitado todas hasta dejar sólo una. “No estoy dispuesto a cargar con los años que no recuerdo.” Eso es lo que ha dicho. El tiempo no vive afuera. El tiempo no es lo que es. El tiempo no es cuantificable ni ordenable. Los siglos y las décadas son patrañas. El tiempo es esa  única vela que deberíamos encender para nuestro cumpleaños. El tiempo es siempre el presente y el presente es siempre una cartografía completa que se viaja desde adentro. He pensado eso y mientras afuera veo que el cielo se oscurece, he querido tomar un avión y volar.  Viajar a Paris o a Brujas o a Amsterdam o a Buenos Aires o la provincia del Cuyo (otro tiempo y otro espacio) y sobretodo a Delft (lugar remoto que me recuerda a Detif, ese pueblo escondido en Chiloé al que nunca llegué). En Delft visitaría (visito) a la muchacha del pendiente de perla, cruzo la Iglesia de Nieuwe Kerk,  miro las porcelanas que produce en masa esa ciudad y entablo una conversación en un idioma que no entiendo con Hans Holbein el joven que en realidad ya no es joven ni viejo, sino un muerto que deambula como yo por otro tiempo (este tiempo). Hablamos de libros, me cuenta la importancia que tiene el Elogio de la locura de Rotterdam para occidente y de su labor como copista en las vetustas imprentas de Basilea. Le pregunto si sabe algo de la muchacha del pendiente de perla. Le menciono sus ojos. Se los describo genuinamente, tal como aparecen el cuadro de Vermeer. Le hablo de detalles, hebra a hebra, voy construyendo sus pupilas e incluso me doy la licencia de especular sobre lo que ven (justo lo que quiero averiguar). Comparo la escena con el Matrimonio de los Arnolfini de Van Eyck (1434) y le pregunto sobre la posibilidad de un espejo como el que reflejó lo que ve el matrimonio. Me dice que no sabe nada, que él no ya nació y que ya murió. Me dice que solo conoce a Veermer por los susurros que deja su paso en la tierra de los muertos (todos me dice, adelantamos el camino; dejamos una estela de aire muerto a cada paso) y  dicho esto acomete con su relato. Me cuenta de Myconius el predicador y teólogo que lo mandó a realizar dibujos a pluma sobre la obra de Rotterdam en 1515, también me habla de Lutero y de lo estúpidas que le parecen las guerras religiosas. Pero yo no tengo tiempo y lo dejo hablando solo. Después de todo los muertos nunca estarán solos.
 El tiempo es todo el tiempo, me susurra Vonnegut, mientras yo corro por los callejones de Delft. Entro a la tienda de un orfebre pero no veo a nadie (sé que es orfebre por sus herramientas, por el oro colgando de una mesa como el tiempo en los cuadros de Dalí). Rehuyo a los fantasmas que buscan hablarme, yo corro cada vez más de prisa. Ahora estoy en una taberna, probablemente la más concurrida de la ciudad pero descubro que también está vacía. Todos han huido de Delft, todos han abandonado 1665, menos los muertos que discurren su existencia con voces imposibles de callar.
La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años.  Esto ha influido en el tiempo. Me dice ahora un muerto argentino: Adolfo Bioy Casares. Así es, le contesto. La realidad es todo el tiempo. La realidad son los ojos de la muchacha del pendiente de perla. Entonces imploro por una pista de su paradero. Reconozco ser impaciente y para entrar en confianza le cuento que he leído su más fabuloso libro La invención de Morel. Pero él me dice que su mejor obra no es esa ni tampoco las que escribió con Borges. Los mejores libros –me dice- se escriben con los ojos cerrados de desesperación, como cuando rezamos. Tendré que cerrar los ojos y elaborar alguna plegaria intuyo, pero Bioy Casares sabe lo que pienso (porque los muertos saben todo menos qué es el miedo) y me dice que no hay nada ni a nadie a quien orar. Lo único que debes hacer, me dice, es volcarte en tu desesperación, rebalsarte, derramar ese dolor con los ojos cerrados y sobretodo, hacerlo hablar. Así sabrás qué sueño mira la muchacha del pendiente de perla, y probablemente, seas tú (balbucea estas palabras mientras acomoda un cigarro en su boca) lo que observa. Tú en tu infinita necesidad de descubrirla. Y lo infinito, amigo mío, me dice como para ir cerrando, no es más que todo el tiempo. Todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo.

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