lunes, 19 de noviembre de 2012

Gato (Recuperado)

Es de estatura media (un metro setenta probablemente) y su pelo es castaño oscuro. Eso es lo más objetivo que puedo ser, el resto, queda a libre arbitrio de la canción con la cuál escribo esta suerte de descripción, o a la interminable subjetividad con la que he visto siempre lo que a continuación, intentaré contar.
If i were a Bell: Es así como se llama la canción de Miles Davis que escucho ahora. Una mezcla dulzona y alegre, que me retrae a una fotografía de ella, donde aparece su rostro muy cerca de una flor, y abajo (la fotografía está tomada desde arriba, con la impericia habitual del fotógrafo enamorado que sólo sabe de cielo y árboles) más flores, decenas de flores blancas tapizando, lo que es pasto y lo que es tierra, pero que en este contexto (el contexto proustiano de un Campo Elíseo en Santiago) deja entrever que en nuestra gris capital, flores hay de sobra, y por lo tanto, lo que nos falta es encontrarlas. Yo encontré mi flor hace unos tres años, y a riesgo de caer en cursilerías desmesuradas, puedo afirmar, que de ella no me podré olvidar nunca.
Su nombre es Patricia, pero ella odia que la llamen así, por el contrario prefiere ese exquisito diminutivo que resuma ternura: Paty. A Paty no le gustan que le digan Patricia, porque eso le recuerda disgustos, reprobaciones y el ceño fruncido que alguna vez tuvo su madre o alguna de sus tías mientras la retaban, porque estaba arriba de un árbol mirando pasear cabezas y voces bajo el árbol de los limones.
Paty es una flor (si vieran la imagen que veo, me concederían al menos, un ademán de comprensión, cuando no, de aprobación) y como toda flor, una flor a medio camino entre Viña del mar (claro, la ciudad jardín o the garden city como dicen los turistas o chilenos que atraen afablemente a turistas hacia e ese reloj de flores, causa de innumerables alergias) y Santiago, maneja los códigos de la capital y los de esa pequeña ciudad que aun conserva resabios coloniales, o al menos, aristócratas. Ella es sumamente alegre y aunque parezca lo contrario, tiene el mejor sentido del humor que yo –que poco y nada sé de esto- he visto en una mujer. Es rápida de mente claro, pero este, que es un rasgo admirable, se diluye entre otros rasgos más propios, mucho más propios. Hablo por ejemplo de sus ojos, que si me hicieran describirlos al pie de la letra, se darían cuenta que causan afectación y provocan alucinaciones, e incluso obsesiones poco habituales en quien escribe algo en pleno siglo XXI. Sus ojos son dos ventanas abiertas. Dos cristales. Son tremendamente transparentes, y quienes la conocen saben, que a través de ellos, se pude sentir lo que ella siente. Paro en este punto y adjunto lo siguiente:
Te miro y me vienen esas ganas de desprenderme de mi cuerpo y elevarme, un poco, quizás lo suficiente para proyectarme en esa posición que ya me he proyectado antes, pero con una cámara y contigo al frente. Pero ahora me gustaría ponerme sobre mi y cotejar, lo que mi cabeza, con sus problemas, con su déficit atencional (aunque sé, porque asi me lo has dicho, que ese término ya es, como tantos otros, anacrónico) presiente, esto es, que te miro y repito este gesto a una velocidad indeterminable, porque quien mira bajo mi lente, necesita mirarte del mismo modo que necesita escuchar al menos una canción al día. Y ese personaje que te observa, complacido y descolocado, ha cometido el error más grande de su vida, intentando jugar consigo mismo y contigo, y como siempre, ha perdido, más de la cuenta esta ves y ello explica el color de su mirada, una mirada triste, nostálgica, como si en vez de mirarte en eso que llaman el aquí y ahora, te estuviese viendo desde una posición futura –y que por lo tanto sólo ve pasado- , claro, y ese hombre que soy yo, pero que a la vez puede ver a través de este ensayo teatral del desprendimiento humano, me lleva a la conclusión de que, él te ve y quisiera retroceder el tiempo para tener más tiempo. Quiero decir, repetir algunas claves y rutinas que en otro tiempo dieron resultado, no un resultado matemático ni satisfactorio desde un punto de vista mecanicista, sino un resultado que es un producto tangible, una espesura, un olor en el aire, una satisfacción inabarcable. Hablo de tenerte a mi lado y ya no mirar más tus ojos como si viera pasado, sino simplemente cerrar los ojos y darme el gusto de sentir como tu vientre sube y baja conforme vas respirando, y como esa respiración tuya, dulce y pasiva, va construyendo un sueño que es mi sueño, pero que también en una buena época fue tu sueño. Entonces, mi lente que me ve a mi mismo mirarte, fotografía todo lo que le es posible fotografiar, y en este caso me inclino a pensar como los primeros fotógrafos, como aquellos que creían que fotografiar era atrapar el alma y dejarla en un papel por los siglos de los siglos. Y me gustaría que asi fuera. Atrapar mi alma y entregártela para que puedas hacer con ella todo lo que quieras. Finalmente veo que veo, que tus ojos son los más hermosos que he visto. Como dice tu mamá: son los que me gustaría ver en la televisión mientras una mujer delinea sus ojos.
Pero además de sus ojos, Paty tiene una sonrisa que como pocas, llevan más de una sonrisa. A mi me ha pasado que de tanto verla sonreír y reír, o de tanto ver sus gestos, he intentado –inconscientemente para mi defensa- imitarlos, sin embargo, con su sonrisa no hay caso. Intento crear esa impostura, pero la veo nuevamente y suelo sugerirme, que hay cosas que son intransferibles. Probablemente pueda imitar la forma en la que se rasca su nariz o sus ojos, o llegar a controlar mis tonos de voz en función a sus tonos de voz, cuando por ejemplo me pide que la deje o cuando me dice que soy un condenado. Pero su sonrisa no puedo imitarla, aunque seguiré intentándolo. Quizá deba construirme un manual de instrucciones como lo hiciera Cortázar o simplemente capitular. Esto último considerando además, la astronómica distancia con Cortázar.
De todas las características que admiro de Paty, está su ternura, esa forma de ser niña asumiendo un montón de responsabilidades y teniendo que entre otras cosas, familiarizarse una y otra vez con lugares y personas, para luego, desatar el nudo de la cercanía. Sin embargo su ternura es una muestra real e incluso científica, de que cuando se tienen ojos inefablemente bellos y una sonrisa que llenaría el vacío de un teatro entero, es imposible no ser además, la persona más linda del mundo en los términos que la psicología connatural al ser humano (la que aun no se teoriza y la que permanece oculta en las bodegas de la imaginación) ha logrado determinar en casos excepcionales. Es la ternura de una mujer que prepara los desayunos más ricos del mundo, es la ternura de una mamá o de aquella hermana angelical con la que soñamos quienes sabemos que eso es parte del universo literario de Lewis Caroll o de la autora de Harry Potter. Paty tiene esa ternura que es atribuible a distintos fenómenos de la naturaleza humana, y no conforme con eso, sigue siendo cada día más tierna. Soportando por ejemplo a quien escribe, aunque ello implique perder espacios de orgullo.
Frente a esto, lo último que recuerdo, fue un café con leche en un tazón gigantesco. Los grumos al fondo del tazón y la cuchara rondando las bolitas de leche mojada, ante la risa adorable de ella, quien luego me despediría con un nuevo –y antiguo a la vez- beso lleno de esa docilidad con la que todos soñamos cuando somos niños, hombres y viejos. Esencialmente cuando somos hombres y frente a la ausencia de lo que más queremos, sentimos llegar ya, la vejez.

lunes, 12 de noviembre de 2012

La muchacha con el pendiente de perla



No hay forma de entender lo que pasa por los ojos de la muchacha con el pendiente de perla, pintura probablemente realizada durante 1665 por Jan Vermeer. Por más que lo intento no logro dar con el secreto, probablemente no sea nada especial. La mujer mira a Vermeer que con paciencia de holandés (pues en esto hay que ser justos y admitir que si no son los holandeses los más pacientes, tolerantes y respetuosos del devenir humano, entonces quién) e incluso, pienso como última alternativa, que puede que esos ojos hayan sido inventados por el pincel del holandés. Unos ojos hermosos que se superponen a dos agujeros blancos en medio del estudio. Norbert Schneider ajusta sus palabras y escribe : la postura de la muchacha con el exótico turbante, que mira por encima del hombro, soñadora al espectador está orientada en un tipo de retrato que Tiziano había iniciado con su Ariosto. Al menos, el historiador británico nos da pistas señalando que es una mirada soñadora. Y en el sueño, los agujeros están puestos adelante. Nunca tras los ojos.
Pero ¿con qué sueña? ¿qué ve? Pienso inmediatamente en Delft, la ciudad natal de Vermeer y para internarme (como un paciente que se interna en una clínica de rehabilitación) en los ojos de la muchacha, veo la propia pintura de Vermeer sobre Delft. La vista de Delft (1660-1661) muestra un apacible atardecer de nubes blancas y negras, cinco hombres y dos mujeres que miran al puerto y a las embarcaciones. Entiendo que la mirada de la muchacha con el pendiente de perla, pasó por allí, probablemente es en la lejanía, ella la mujer de la pintura que mira hacia el mar y concluyo que los lugares no son más que representaciones de ciertos sentimientos sobre el pensamiento. La geografía del recuerdo arma pavorosamente con el tesón de la nostalgia, los acantilados y breves atardeceres que se filtran en la retina. La costa noble de Holanda que años antes de la mano de Vermeer o de Bleyswyck (Beschrijvinge der Stadt Delft), fuera arrasada por el festín irracional de la Contrareforma, se rearma en los ojos soñadores de la muchacha. Sin embargo, la respuesta a la pregunta inicial está lejos de ser resuelta. Consulto otras obras de Vermeer, busco en los rastrojos que han dejado sus maestros. Leonaert Bramer (1594-1674) o  Carel Fabritius (1622-1654) y de este último me quedo con su Vista de la ciudad de Delft, un poco para completar los territorios que la muchacha ha cruzado y otro tanto para trasladarme lentamente a otro tiempo. El hombre apoyado en un muro (que por su autoretrato de 1654, me parece Fabritius) mantiene una actitud contemplativa; un dedo en el mentón y los ojos al vacío sobre una ciudad desierta. A lo lejos se alza una Iglesia y una hilera de casas pequeñoburguesas. Medito sobre la soledad de Fabritius, sobre Delft y sobre la transparencia en los ojos de la muchacha con pendiente de perla. Es inevitable acuñar la moneda del tiempo o sacar el reloj de arena, evocar a Borges, mirar el pasado como lo que es, desentrañar los signficados ocultos: la memoria que se antoja al futuro. No hay forma de entender lo que pasa por los ojos de la mujer, pero eso es lo de menos, creo; habrá que inventar el pulso del reloj y allí no habrán límites. Como en una novela de Philip K. Dick o en la notable Matadero Cinco de Kurt Vonegut, el tiempo va arrojándose sobre una tela ya no, como una sucesión de acontecimientos hilvanados por lógicas causales, escatológicas y menos mecanicistas. El tiempo en cambio es un mapa completo (horizontal y vertical), una diapositiva del universo en que están todos los tiempos conviviendo en la expresión del hombre que los mira.  En Matadero Cinco un tralfamadoriano asume: Los terrestres son grandes narradores; siempre están explicando por qué determinado acontecimiento ha sido estructurado de tal forma, o cómo puede alcanzarse o evitarse. Yo soy tralfamadoriano y veo el tiempo en su totalidad de la misma forma que usted puede ver un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo el tiempo es todo el tiempo. Algo similar ocurre en Tokio ya no nos quiere, la impresionante, pero impresionante de verdad, novela de Ray Loriga. De todas las frases subrayadas, he escogido una –quizás no la más elocuente, pero sí la que corresponde a la ecuación tiempo-sueño-recuerdo-que resume la totalidad del tiempo y la fuerza demoledora de la memoria en su recreación: Por la tarde un amnésico desesperado ha celebrad su cumpleaños. Le han traído una tarta con cuarenta velas pero el hombre las ha quitado todas hasta dejar sólo una. “No estoy dispuesto a cargar con los años que no recuerdo.” Eso es lo que ha dicho. El tiempo no vive afuera. El tiempo no es lo que es. El tiempo no es cuantificable ni ordenable. Los siglos y las décadas son patrañas. El tiempo es esa  única vela que deberíamos encender para nuestro cumpleaños. El tiempo es siempre el presente y el presente es siempre una cartografía completa que se viaja desde adentro. He pensado eso y mientras afuera veo que el cielo se oscurece, he querido tomar un avión y volar.  Viajar a Paris o a Brujas o a Amsterdam o a Buenos Aires o la provincia del Cuyo (otro tiempo y otro espacio) y sobretodo a Delft (lugar remoto que me recuerda a Detif, ese pueblo escondido en Chiloé al que nunca llegué). En Delft visitaría (visito) a la muchacha del pendiente de perla, cruzo la Iglesia de Nieuwe Kerk,  miro las porcelanas que produce en masa esa ciudad y entablo una conversación en un idioma que no entiendo con Hans Holbein el joven que en realidad ya no es joven ni viejo, sino un muerto que deambula como yo por otro tiempo (este tiempo). Hablamos de libros, me cuenta la importancia que tiene el Elogio de la locura de Rotterdam para occidente y de su labor como copista en las vetustas imprentas de Basilea. Le pregunto si sabe algo de la muchacha del pendiente de perla. Le menciono sus ojos. Se los describo genuinamente, tal como aparecen el cuadro de Vermeer. Le hablo de detalles, hebra a hebra, voy construyendo sus pupilas e incluso me doy la licencia de especular sobre lo que ven (justo lo que quiero averiguar). Comparo la escena con el Matrimonio de los Arnolfini de Van Eyck (1434) y le pregunto sobre la posibilidad de un espejo como el que reflejó lo que ve el matrimonio. Me dice que no sabe nada, que él no ya nació y que ya murió. Me dice que solo conoce a Veermer por los susurros que deja su paso en la tierra de los muertos (todos me dice, adelantamos el camino; dejamos una estela de aire muerto a cada paso) y  dicho esto acomete con su relato. Me cuenta de Myconius el predicador y teólogo que lo mandó a realizar dibujos a pluma sobre la obra de Rotterdam en 1515, también me habla de Lutero y de lo estúpidas que le parecen las guerras religiosas. Pero yo no tengo tiempo y lo dejo hablando solo. Después de todo los muertos nunca estarán solos.
 El tiempo es todo el tiempo, me susurra Vonnegut, mientras yo corro por los callejones de Delft. Entro a la tienda de un orfebre pero no veo a nadie (sé que es orfebre por sus herramientas, por el oro colgando de una mesa como el tiempo en los cuadros de Dalí). Rehuyo a los fantasmas que buscan hablarme, yo corro cada vez más de prisa. Ahora estoy en una taberna, probablemente la más concurrida de la ciudad pero descubro que también está vacía. Todos han huido de Delft, todos han abandonado 1665, menos los muertos que discurren su existencia con voces imposibles de callar.
La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años.  Esto ha influido en el tiempo. Me dice ahora un muerto argentino: Adolfo Bioy Casares. Así es, le contesto. La realidad es todo el tiempo. La realidad son los ojos de la muchacha del pendiente de perla. Entonces imploro por una pista de su paradero. Reconozco ser impaciente y para entrar en confianza le cuento que he leído su más fabuloso libro La invención de Morel. Pero él me dice que su mejor obra no es esa ni tampoco las que escribió con Borges. Los mejores libros –me dice- se escriben con los ojos cerrados de desesperación, como cuando rezamos. Tendré que cerrar los ojos y elaborar alguna plegaria intuyo, pero Bioy Casares sabe lo que pienso (porque los muertos saben todo menos qué es el miedo) y me dice que no hay nada ni a nadie a quien orar. Lo único que debes hacer, me dice, es volcarte en tu desesperación, rebalsarte, derramar ese dolor con los ojos cerrados y sobretodo, hacerlo hablar. Así sabrás qué sueño mira la muchacha del pendiente de perla, y probablemente, seas tú (balbucea estas palabras mientras acomoda un cigarro en su boca) lo que observa. Tú en tu infinita necesidad de descubrirla. Y lo infinito, amigo mío, me dice como para ir cerrando, no es más que todo el tiempo. Todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo.

domingo, 4 de noviembre de 2012

La gruesa piel de los destinos.


Me gusta esta canción y aun más está versión. Hay algo en ella que tiene que ver con la desesperación, con el abismo, con el desierto y con la esperanza. La misma esperanza que choca con las posibilidades de lo real cayendo en picada hacia el precipicio.
El ambiente de su ejecución es el propicio. Hombres y mujeres beben, la guitarra parece desangrase y la voz rompe algo al fondo. Yo diría que es el alma lo que se desgarra.



Aquí en la mitad de los caminos 
Pa´poder atravesar la gruesa piel de los destinos 
La noche inmensa lleno el día 
Sólo yo veo la silueta de las ruinas... Kuervos del Sur

Porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Julio Verne

sábado, 3 de noviembre de 2012

Estrabismo



Me levanto apestado. La casa huele a tabaco y a almendro. Las flores amarillas se desquitan transformándose en pequeñas siluetas muertas sobre el pasto.
Busco la ropa adecuada. Es día de trabajo y debo prescindir de mis jeans medios rotos y mis camisas a cuadros. Busco una camisa y un pantalón decente, y descubro que está todo arrugado. Plancho rápidamente, sé que mientras más demore más es el riesgo de llegar atrasado o simplemente no llegar. Pienso entonces, en qué diría si no llegara. Qué diría al día siguiente. Probablemente que me he perdido, que como Albert Camus me he visto de repente en un país que no es el mío. En una playa donde se produce una balacera y un hombre cae muerto a mis pies. Les diría eso y claro, para completar la sentencia explicaría también que han pensado que era yo –al igual que en la novela de Camus- quién disparo. Pasé un día en la cárcel, por eso no fui a trabajar.

Corro para alcanzar el tren. Temo por mis lentes. Ya perdí unos por culpa de esa frenética marcha al último vagón y no quiero repetir la experiencia. Cada día sin lentes, dijo mi oftalmólogo (todo oficio y toda profesión se traducen en una pertenencia que es fácil de apropiar: mi doctor, mi profesor, mi jardinero, mi gasfiter) es una aproximación al estrabismo. ¿y qué es el estrabismo le pregunto? Entonces me da una explicación que no alcanzo a comprender, le pido que lo haga más fácil, que si es necesario que me grafique en su libreta el caso. Al final, me dice, se trata de perder el control de los ojos. De un momento a otro miras a la derecha pero ellos tienen sus pupilas hacia la izquierda.

Tengo estrabismo. Leo Espolones, los estilos de Nietzsche de Jacques Derrida pero en realidad estoy mirando por la ventana. Veo sitios eriazos, casas que al lado de la línea del tren parecen peajes hacia el infierno, perros famélicos que hurgan la basura en busca de alimento y sobretodo veo, unas industrias que parecen campos de concentración. Quiero seguir leyendo a Derrida, intuyo que algo tiene que decir, sin embargo, me cuesta mucho. Se trata del estrabismo concluyo, porque al final no sé si la frase que leí estaba escrita en el libro o en lo que imagino del libro mientras veo por el vidrio como Santiago se derrumba.

La seducción de la mujer opera a distancia, la distancia es el elemento de su poder. Pero de ese canto, de ese encanto, hay que mantenerse a distancia; hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo, como podría suponerse, para protegerse contra esa fascinación, sino también para experimentarla. Eso escribe Derrida por la página 45 y en secreto anoto la frase en mi libreta. Intento ensayar mi mejor letra. Quiero recordar esa frase y si no escribo bien, podría terminar alterando fatalmente la intención del autor. Lamentablemente he fallado y logrado distorsionar el sentido en la última línea: hay que mantenerse a distancia de la distancia, y no sólo, como podría suponerse, para protegerse contra esa fascinación, sino también para inventarla.

Llego al colegio. Tengo tres minutos para ir al baño, mojarme la cara, tomar agua, respirar y crearme una sonrisa de la nada. Tocan la campana y me meto en la sala. Debo hablar de la segunda guerra mundial, mencionar el orden y la distancia entre uno y otro acontecimiento, debo hacerles creer que sé realmente de que se trata eso del Desembarco de Normandía o la bandera soviética en el cielo de Berlín. Recuerdo a Hayden White y a su imprescindible Metahistoria y así me siento un poquito menos culpable. Comprendo que la historia es puro cuento (un género literario más con aspiraciones científicas), un museo hablado o escrito que no cesa de revivir con mil máscaras distintas. Los historiadores son como los actores griegos, los hipócritas, que trasladan a los muertos hacia una ceremonia donde se los crema para que el alma descanse en paz. Lamentablemente la historia no descansa en paz y sigue ardiendo, quemando hasta lo indecible.

Todo ha salido bien. Pese a la apatía sincera y a veces desmedida de un par de estudiantes, logro hacerles creer que el Desembarco de Normandía representa el comienzo del fin para Hitler y a su vez, la liberación de esa Francia que en nombre de la libertad cortaba cabezas.

Quedan otras seis horas y no sé qué hacer. Me paseo por la biblioteca, tomo una guitarra, esbozo algunos acordes en el piano, hojeo la historia de la música popular en Chile sin leer nada realmente. Veo algunas ilustraciones, imágenes de los primeros vinilos, fotografías de peñas y bingos en la década del cincuenta. Recuerdo a un tío que participó en ese albur de risas, cigarrillos y alcohol en la bohemia santiaguina. Recuerdo que está muerto y caigo en la cuenta que todo lo que tengo en mis manos también está muerto. Miro atentamente los rostros que aparecen en la fotografía, dos hombres y tres mujeres. Todos flacos excepto una mujer que se asemeja a la tía bonachona que todos tenemos, esa que nos alegra el día a punta de comida.

Pero tengo estrabismo. Al mismo tiempo miro lo que no se ve en la fotografía. Veo colores, veo a un hombre y una mujer en silencio, veo la noche afuera del bar en que los músicos ejecutan sus cumparsitas, veo como en cinco kilómetros a la redonda, no se ve ni un alma, como en ese preciso instante estamos solos, la fotografía y yo completando lo que los ojos miran de reojo.

lunes, 29 de octubre de 2012

No soy yo.




El mundo es mi representación.
El hombre que confiesa esta verdad
sabe claramente que no conoce un sol ni una tierra,
sino tan sólo unos ojos que ven un sol
y una mano que siente el contacto de una tierra.
 Arthur Schopenhauer.


No soy yo el que escribe. Son mis manos y mi boca las que recitan de memoria una historia que nunca existió. No soy yo el que acomoda los símbolos y los sonidos que se guardan en la cajita de los recuerdos. No soy yo el que camina durante horas por una calle que solo recuerdo en sueños, un sueño de ojos rojos, levedad y aroma a café turco. No soy yo el que lee a Borges cuando en sus páginas me encuentro la siguiente frase: “el tiempo está hecho de tiempo”. No soy por tanto, el que concatena la sucesión de silogismos que le siguen. Los sueños están hechos de sueños, el odio está hecho de odio, el amor está hecho de amor, la distancia está hecha de distancia, el espacio está hecho del espacio. No soy ninguno de ellos, ni siquiera sé si soy yo el que piensa este texto donde me niego. Probablemente piensa el que me piensa, las cosas se hayan invertido. En algún punto, la representación me ha devorado, las metáforas o los paisajes que administro con los ojos cerrados me han tragado desde dentro. Como  le ocurrió a Chuang Tzu (369-290 a.C.) quien soñó que era una mariposa y al despertar no sabía si realmente era Tzu el que soñó ser una mariposa o una mariposa quién soñó ser Tzu. No soy yo el que evoca al maestro taoísta, es el maestro o la mariposa quien me menciona desde un punto equidistante a este momento. No soy yo el que escribe, ni tampoco soy yo el que sueña, ni menos seré yo el que perciba las cosas. Desde ahora serán mis predecesores (mis precursores) quienes me irán armando, pedacito a pedacito, hasta volver a poner en mi cabeza, la lucidez o la esperanza si se quiere, de creer que el mundo es lo que nosotros creamos y no, como en este caso (donde ni siquiera estoy consciente) al revés.