domingo, 27 de diciembre de 2009

Niebla


A Ignacio lo conocí cerca del 2003. La fecha exacta obviamente, no la recuerdo. Pero sí, sé que lo conocí en medio de las circunstancias más increíbles y desfavorables.

Yo estaba ingresando a la universidad y él, por lo que me contó, cursaba su segundo año. Yo Pedagogía, él, Kinesiología. Al comienzo sólo hablamos de música y eso nos sirvió para darnos cuenta de lo tremendamente parecidos que éramos. A ambos nos gustaba el rock, y de cuando en cuando, dábamos un viraje, hacia la música clásica, especialmente hacia la guitarra.

No había mucho que decir, buscábamos lo mismo, esencias de paisajes claro oscuros, matices de doctrinas y empolillados libros anacrónicos, y la posibilidad de tomar entre nuestras manos las mismas manos, dejando de lado, a Marx y a Dostoievski. Porque a Ignacio, le gustaban los mismos autores que a mi.

Lo que debemos hacer, pensaron un día, es dejarnos de jueguitos, y enfrentar las cosas por su nombre. Sin metáforas ni retóricas descolocadas, enfrentar la realidad, con la pasmosa seguridad de un detective que se sumerge a tientas en una casona oscura y silenciosa, buscar, entre cuadros, hojas sueltas y escritas por ambos lados, alguna pista que nos permita, mirarnos de frente y luego ya, no hacerlo más. Colaborar con la dichosa sinceridad que por culpa de un cúmulo (aunque finalmente utilizaron la palabra tumulto) de accidentes, que nos llevaron a encontrarnos, a hablarnos, y a decir y callar lo mismo, con una alternancia fabulosa.

Pensaban que ambos no pasaban de ser una invención cuajada en algún capítulo de Niebla, aquella novela de Unamuno que ambos, sorprendentemente comenzaron y terminaron de leer el mismo día antes de conocerse. Les hacía sentido esta conclusión, más que otras, como por ejemplo aquella que versaba sobre la simple mentira en base al miedo, de saberse mentiras, por cuanto seguía siendo una versión romántica de la introvesión. Ellos, unos extemporáneos de Stendhal, pero que aparecían frente a ellos mismos, como los contemporáneos naturales de toda una generación fraguada al alero del temor, un miedo de clase y otro de naturaleza, uno entrevisto desde los ojos del tirano que en el fondo fue Aristóteles, y otro afirmado en las páginas dobladas en una esquina, de aquellas novelitas que parecían sacadas del refrigerador, porque entre polvo y estornudos, caía la nieve de las noches blancas, a las que ellos, se decían, deudores directos.

Ignacio sin embargo, fue el primero en desaparecer. Lo hizo del mismo modo que surgió. Determinó sin mayor posibilidad que la de la aprobación, desaparecer mientras al otro lado, Fernando leía un cuento de Borges, que le causaba el mismo horror, que más tarde, en la soledad de un vagón de metro, le otorgaría el final de un cuento de Clemente Palma. Eso que causó horror, o parálisis en la lógica mecanicista del espectáculo del tiempo, fue leer y luego constatar a través de su amigo Ignacio, como surgen universos acrisolados que creados por él mismo, van tomando forma y de pronto, explotan y los fragmentos que alguna vez fueron las conexiones, los paraderos, la voz y las palabras, se incrustan como astillas de vidrio en la memoria. Eso le pasó a Fernando, que parte en este relato, como si fuera yo. Le pasó que creó y conversó con su propio miedo, atesorándolo y dándole forma desde las imperfecciones que él tenía. Intentó copar los espacios y luego de llenarlo todo, tomar posesión del abracadabra y hacer desaparecer su truco, para quedarse a solas con la mujer a la que le dedicó todo ese eufemismo, para explicarle, para explircarme, que las palabras son un puente que se personifica y de nosotros depende, lo falso o lo verdadero que sea este rostro. Para ello, debemos darle el nombre que corresponde. Usar las palabras –las mismas que crean o destruyen- en su justa dimensión, aquella que denomina a las cosas que aun no están viciadas.

viernes, 25 de diciembre de 2009

B O L U D O


En la película “el mismo amor la misma lluvia”, Jorge Pellegrini (el protagonista), escribe en mayúsculas la palabra boludo.

La escena se arma mezclando cada letra con una secuencia donde su novia lo golpea, lo insulta y le da un tremendo portazo ante la impotencia de Jorge, quien años más tarde, intentará suicidarse combinando un puñado de pastillas con una botella de Jack Daniel’s.

Y todo, por un número de teléfono y la consecuente llamada telefónica –lo mismo que el número- que nunca debería haber existido.


miércoles, 9 de diciembre de 2009

Un poema para ti: Patricia Valderrama

Soñar no cuesta nada (Claudio Bertoni)

Siempre miraba en la puerta
en el suelo a la entrada
por si había algún papelito
por si se te había ocurrido pasar
por si habías sentido la necesidad de pasar
y siempre que volvía de Viña
tenía el sueño de encontrarte ahí
sentada en la puerta
sentada en la escalera
y siempre te saludaba
y así me aliviaba,
en una ínfima medida me aliviaba.

también cuando los perros ladraban mucho
pensaba que eras tú
que podías ser tú
porque así le ladran los perros a las personas que no conocen
y el viento en las ramas del damasco
y en las hojas
y el viento en las plantas
también eras tú
también podías ser tú
y los perritos que vienen a pedir cáscaras de queso
también podías ser tú
pero nunca fuiste tú

nunca en ninguno de estos casos fuiste tú
siempre fue el viento
y los perritos
y los pasos de otras personas
y los ladridos para otras personas
y ya no te confundo con los pies de los perritos
y ya no te confundo con el viento entre las ramas
y ya no te confundo con el viento entre las hojas
y ya no te confundo con el viento entre las plantas
y ya no te confundo conmigo
y ya no me confundo contigo
y ya no nos confundo a los dos