Hay que amar para poder
tocar.
Louis Armstrong.
Esas fueron las mejores tardes de
su vida. El cielo limpio como pocas veces, el viento aliviando la modorra de
enero y el pasto de un verde intenso que a ratos se confundía con su polera –la
de ella- mientras se revolcaban como niños
tras un par de bromas.
Mirándolo con paciencia, no necesitaba
nada más. Ni nada ni a nadie. El tiempo podría detenerse pensaba él, y ese
sería justamente el eslabón perdido a la felicidad. Sin embargo, luego se quedaba
mirándola, fijándose en cada detalle de su rostro, en su boca, en su nariz, en
sus dientes, en sus ojos –sobre todo en sus ojos- y comenzaba a sentir temor.
Le habían dicho en la universidad que la perfección es una categoría
inexistente, un universal (cuanto y con cuanta nostalgia recordaba a Duns Scoto)
sin embargo, el no entendía el rostro de ella sino con esa expresión. Sus
amigos lo trataban como un exagerado, como alguien que de pronto pierde la
razón y va desvaneciéndose lentamente en un sueño que nadie entiende. A él de
todas formas lo traía sin cuidado. Que lo miraran así lo complacía aun más.
Saberse extraviado, tener conciencia de su perdida definitiva de la razón le
provocaba un orgullo secreto que compartía solo con cuadernos de espiral que
amontonaba –como siempre- sin orden ni respeto por sus propias ideas. Y esas
lagunas, esas evocaciones difusas llegaban mientras ella reía, debido al grillo
que se le posaba persistentemente en la nariz, cosa que él no acababa de
entender porque según sus parvularios conocimientos de botánica los grillos
solo salen a cantar de noche. Su risa era hermosa, tanto que él podría haberse
disfrazado de payaso de conejo gigante, de cantante boliviano-mexicano-peruano
de segunda división, solo para provocar esas legitimas carcajadas que le
parecían dignas definiciones de diccionario de la palabra perfección.
El problema llegaba cuando eran
las ocho o las nueve de la noche y tenían que despedirse. Siempre odió ese
ritual. Siempre intento esquivarlo atrasando un poquito el reloj o experimentando
distraerla con algún tema de conversación delirante, pero la hora es la hora y
no se trata de manillas más o manillas menos, se trata de una suerte de
dictador que emerge sin contrapeso para mostrarnos que el que manda es él.
Evidentemente ese dictador tiene otro nombre, pero la rabia le hacía llamarlo
así. De niño por ejemplo, martirizaba
insectos a través de insólitos mecanismos de tortura dignos de la represión
francesa en Argelia y era su madre quien le repetía constantemente “diosito te
va castigar”. Y claro, el castigo demoró varios años pero llegó, porque ahora
eran las ocho y ella debía irse, entonces él pensaba en qué hacer, en qué
imaginar, qué bichos martirizar para no sentirse solo en esa cámara de tortura
en que se convertía su cabeza cuando ella no estaba. Su situación cambiaba drásticamente. La luz
del día, los olores frutales de una primavera que tardaba en consolidarse (una
primavera de lluvias invasivas y nubes con forma de galaxias) retrocedían
frente a ese inmenso vacío que dejaba la partida de ella. Era necesario armar
todo de nuevo. Los lugares cotidianos, las rutinas, las obligaciones, las
pruebas por revisar, las clases por planificar, las canciones por escuchar.
Desde ese segundo su preocupación principal tenía que ver con la propia
sobrevivencia al menos hasta otro día, uno en que pudiera verla nuevamente y
desviar su atención ya no hacia el tiempo, ya no hacia los mecanismos de
composición de la propia vida, sino simplemente hacia ella, mirarla y grabarla
fijamente en la retina, porque regalos como esos tardan siglos en llegar, donde
un siglo puede ser una semana o un día, da igual, pero su demostración de
fuerza es feroz y es comparable solo a la de un dios y ¿cómo llegar a dios? se preguntaba
¿cómo sentarlo al frente y hablarle de esto y de esto otro? ¿cómo compartir una
copa de vino y adormecerlo un ratito para que entienda que hay veces en que
debe ser aun más benevolente, olvidarse del tiempo, hacerlo desaparecer,
catapultarlo a la materia de la ficción o las viejas mitologías? Cómo en
definitiva, convencerlo de que acelere su paso cuando ella no está y lo detenga
cuando se sienten junto a un grillo a cantar o a tocar canciones que de algún
modo siempre van dirigidas a él. Es eso –como para ir terminando la historia-
lo que lo lleva a recordar a su profesor de universidad, quién le contaba
pormenorizadamente como los esclavos afroamericanos de los estados del sur, golpeaban
sus tambores para poder comunicarse con dios, y claro, él no tenía ni tambores
ni vivía en el sur ni era esclavo, pero al menos tenía una guitarra que solo
había que desempolvar.
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