domingo, 27 de diciembre de 2009

Niebla


A Ignacio lo conocí cerca del 2003. La fecha exacta obviamente, no la recuerdo. Pero sí, sé que lo conocí en medio de las circunstancias más increíbles y desfavorables.

Yo estaba ingresando a la universidad y él, por lo que me contó, cursaba su segundo año. Yo Pedagogía, él, Kinesiología. Al comienzo sólo hablamos de música y eso nos sirvió para darnos cuenta de lo tremendamente parecidos que éramos. A ambos nos gustaba el rock, y de cuando en cuando, dábamos un viraje, hacia la música clásica, especialmente hacia la guitarra.

No había mucho que decir, buscábamos lo mismo, esencias de paisajes claro oscuros, matices de doctrinas y empolillados libros anacrónicos, y la posibilidad de tomar entre nuestras manos las mismas manos, dejando de lado, a Marx y a Dostoievski. Porque a Ignacio, le gustaban los mismos autores que a mi.

Lo que debemos hacer, pensaron un día, es dejarnos de jueguitos, y enfrentar las cosas por su nombre. Sin metáforas ni retóricas descolocadas, enfrentar la realidad, con la pasmosa seguridad de un detective que se sumerge a tientas en una casona oscura y silenciosa, buscar, entre cuadros, hojas sueltas y escritas por ambos lados, alguna pista que nos permita, mirarnos de frente y luego ya, no hacerlo más. Colaborar con la dichosa sinceridad que por culpa de un cúmulo (aunque finalmente utilizaron la palabra tumulto) de accidentes, que nos llevaron a encontrarnos, a hablarnos, y a decir y callar lo mismo, con una alternancia fabulosa.

Pensaban que ambos no pasaban de ser una invención cuajada en algún capítulo de Niebla, aquella novela de Unamuno que ambos, sorprendentemente comenzaron y terminaron de leer el mismo día antes de conocerse. Les hacía sentido esta conclusión, más que otras, como por ejemplo aquella que versaba sobre la simple mentira en base al miedo, de saberse mentiras, por cuanto seguía siendo una versión romántica de la introvesión. Ellos, unos extemporáneos de Stendhal, pero que aparecían frente a ellos mismos, como los contemporáneos naturales de toda una generación fraguada al alero del temor, un miedo de clase y otro de naturaleza, uno entrevisto desde los ojos del tirano que en el fondo fue Aristóteles, y otro afirmado en las páginas dobladas en una esquina, de aquellas novelitas que parecían sacadas del refrigerador, porque entre polvo y estornudos, caía la nieve de las noches blancas, a las que ellos, se decían, deudores directos.

Ignacio sin embargo, fue el primero en desaparecer. Lo hizo del mismo modo que surgió. Determinó sin mayor posibilidad que la de la aprobación, desaparecer mientras al otro lado, Fernando leía un cuento de Borges, que le causaba el mismo horror, que más tarde, en la soledad de un vagón de metro, le otorgaría el final de un cuento de Clemente Palma. Eso que causó horror, o parálisis en la lógica mecanicista del espectáculo del tiempo, fue leer y luego constatar a través de su amigo Ignacio, como surgen universos acrisolados que creados por él mismo, van tomando forma y de pronto, explotan y los fragmentos que alguna vez fueron las conexiones, los paraderos, la voz y las palabras, se incrustan como astillas de vidrio en la memoria. Eso le pasó a Fernando, que parte en este relato, como si fuera yo. Le pasó que creó y conversó con su propio miedo, atesorándolo y dándole forma desde las imperfecciones que él tenía. Intentó copar los espacios y luego de llenarlo todo, tomar posesión del abracadabra y hacer desaparecer su truco, para quedarse a solas con la mujer a la que le dedicó todo ese eufemismo, para explicarle, para explircarme, que las palabras son un puente que se personifica y de nosotros depende, lo falso o lo verdadero que sea este rostro. Para ello, debemos darle el nombre que corresponde. Usar las palabras –las mismas que crean o destruyen- en su justa dimensión, aquella que denomina a las cosas que aun no están viciadas.

viernes, 25 de diciembre de 2009

B O L U D O


En la película “el mismo amor la misma lluvia”, Jorge Pellegrini (el protagonista), escribe en mayúsculas la palabra boludo.

La escena se arma mezclando cada letra con una secuencia donde su novia lo golpea, lo insulta y le da un tremendo portazo ante la impotencia de Jorge, quien años más tarde, intentará suicidarse combinando un puñado de pastillas con una botella de Jack Daniel’s.

Y todo, por un número de teléfono y la consecuente llamada telefónica –lo mismo que el número- que nunca debería haber existido.


miércoles, 9 de diciembre de 2009

Un poema para ti: Patricia Valderrama

Soñar no cuesta nada (Claudio Bertoni)

Siempre miraba en la puerta
en el suelo a la entrada
por si había algún papelito
por si se te había ocurrido pasar
por si habías sentido la necesidad de pasar
y siempre que volvía de Viña
tenía el sueño de encontrarte ahí
sentada en la puerta
sentada en la escalera
y siempre te saludaba
y así me aliviaba,
en una ínfima medida me aliviaba.

también cuando los perros ladraban mucho
pensaba que eras tú
que podías ser tú
porque así le ladran los perros a las personas que no conocen
y el viento en las ramas del damasco
y en las hojas
y el viento en las plantas
también eras tú
también podías ser tú
y los perritos que vienen a pedir cáscaras de queso
también podías ser tú
pero nunca fuiste tú

nunca en ninguno de estos casos fuiste tú
siempre fue el viento
y los perritos
y los pasos de otras personas
y los ladridos para otras personas
y ya no te confundo con los pies de los perritos
y ya no te confundo con el viento entre las ramas
y ya no te confundo con el viento entre las hojas
y ya no te confundo con el viento entre las plantas
y ya no te confundo conmigo
y ya no me confundo contigo
y ya no nos confundo a los dos

martes, 24 de noviembre de 2009

Amanece

“Amanece. Pero el silencio sigue siendo el mismo, y es como si el aire viajara tranquilo en la nada. A veces imagino que me voy. Otras veces imagino que me veo. Ahora, cuando comienzan a despuntar estas primeras luces del alba, imagino que me veo. Estoy sentado en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, rodeado de mis libros y con mi sombra de viejo volcada sobre el cuaderno de los tucanes, viendo nacer este nuevo lunes, entregado yo a este rito perseverante y solitario de escribir, de escribir, por ejemplo, que estoy mirando a las nubes y observando sus movimientos, que tan tenebrosos me parecen, pues es como si mi pasado se estampara en trenzas de sangre que vinieran a Veracruz mientras todo mi futuro (no tengo) cayera como una pobre llovizna en el arroyo en el que navega esta lágrima que ha sido mi vida, de la que con las primeras luces del me llega ahora de galope, en este mismo instante, el recuerdo de una vela silenciosa y blanca, fugazmente entrevista en Beranda, la vela de una goleta navegando solitaria por las aguas del Caribe. Yo mismo en otros días.” Enrique Vila-Matas en “Lejos de Veracruz”

sábado, 31 de octubre de 2009

Nada se pierde...


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Nada se pierde con vivir, ensaya:


Así comienza y termina un poema memorable de Enrique Lihn. Entre medio, se desata la vida, como una aproximación al enredo probablemente, o como una construcción adoquinada y resistiendo, frágil, por su puesto.


Camino por La Alameda con un vacío en el estómago. Los hombres y mujeres que pasean y corren por allí, vestidos algunos con frac y corbata, y otros con atuendos típicos de la época, no se dan cuenta de nada, pero de algún modo, yo tampoco logro verlo. Sólo miro el cielo. Veo el gris y luego el azul profundo que me parece un héroe. Veo al sol y más tarde veo como desaparece en su trágica procesión de siempre. Subo a una micro (lo que es mi primer acto trágico) y acodado sobre un asiento a punto de ceder, abro un libro de Enrique Vila-Matas. Lo primero que me llama la atención es esa referencia nada especial y que sin embargo, me causa asombro: En el fondo los más tímidos son los más atrevidos. Me quedo pensando un rato en eso. Viajo por los umbrales que del libro se desprenden; la India, Veracruz, España, La África de las perlas y de la muerte. Siento que mi pequeña tragedia es un chiste y me río, pero lo hago con un disimulo tal, que me permita sentirme cuerdo. Al fondo un payaso hace reír a la gente evocando a distintas autoridades que en cierto sentido, son parecidas a quienes viajan en la micro. A mí, sólo me llama hijo. Su hijo Roberto. Pienso que podría haber sido un buen nombre. Fernando, tal como me llamo y me llaman (porque según mi profesor de Filosofía del colegio, decir “me llamo” es una falta a la realidad, lo que bien pensado es cierto, pero desde el lugar del cual hablo, es simplemente una precisión infundada, por cuanto también me llamo y lo hago gritándome) siento que es un nombre que se agota en la historia, entre ballonetas, espadas y ejércitos mastodónticos que pisan la tierra del sudor. Nada se pierde con vivir ensaya. Y luego los dos puntos de Lihn, luego esa disolución sobre la espera, que son los cincuenta o cien años que puede vivir un hombre, pero que nada dice sobre los veintitantos, una edad maldita, una edad que está teñida por halos de humo, cervezas y payasos que se atreven a llamar hijo a quien es probablemente indigno de ser hijo de cualquiera, cuando en la medianía de su vida estudia la posibilidad de no seguir ensayando, quizás, como un pasmoso momento alucinatorio, quizás, como una broma aun más absurda que la del payaso, quizás, como una escena de alguna película que él luego vería, pero sin mayor asombro. Y cuando yo llegue al lugar que sea que tengo que llegar, me quedaré recostado pesando en esta ínfima parada a la que nunca pretendo volver. Ya sea por precaución o por el terror que me provoca ensayar mi vida con las risas de un payaso al fondo.


viernes, 23 de octubre de 2009

Elegía

Acabo de leer un libro fabuloso. Su nombre es "Elegía" y es de Philip Roth, autor norteamericano y con una serie de libros del mismo modo fabulosos. El libro trata de la muerte, de la enfermedad y de esa "masacre" que es la vejez.


philip-roth



Me llamó la atención el final, pero yo cambiaria el concepto o por lo menos la idea que rodea al concepto, y es que del libro se deduce que lo más terrible es la nada. Yo agregaría que lo más terrible es ese pequeño tránsito que lleva a la nada. Algo así como el minuto exacto en que Robespierre dio su último grito antes de entrar por el cuello, a la nada.

martes, 20 de octubre de 2009

Estatuas de sal


No sé bien en qué consiste la espera, cuando en ella, lo único que existe es la ficción de estar a un lado y luego al otro. Eso de mirar y ser mirado por igual desde el mismo lugar. Hablo de la espera como un desdoblamiento que surge de la necesidad de mirarse el ombligo mientas la cabeza está profundamente perdida, creando estrategias que tienen que ver con la invención. Con la elaboración de máquinas perfectas que dan respuestas a las macizas cuestiones que el cerebro no encuentra. Los reflejos. Estos solo atinan a crear la maquinaria alma-corazón, que según ha quedado demostrado, miente, esconde y salvaguarda al verdadero dolor, ese que transita de un sitio a otro mientras esperamos a que todo siga, como si hubiésemos olvidado el agua o simplemente llegado al desierto con la clara convicción de hacernos polvo.

martes, 29 de septiembre de 2009

Breve paseo por La Alameda


Pasando Avenida Brasil Con Alameda, Bernardo recordó haber vivido uno de los mejores momentos de su vida. Esos que tienen que ver en parte con el azar, y también, con una marcha lenta, forzada y a regañadientes de lo que los menos escépticos, llaman destino. Eran aproximadamente las nueve de la noche, y Bernardo tenía que hacer una llamada telefónica. A su lado, un árbol antiguo incrustado en el concreto, y un quiosquero, de no más de 50 años a punto de cerrar lo que para Bernardo era un recurso indispensable: Monedas. Ya bien surtido de las viejas monedas de cien pesos, llama a su casa y le contesta su madre. Siempre con la misma voz, entre el cariño y la moderación, entre la indagación y la reprobación. Bernardo le contó que llegaría tarde, añadió que estaba bien y que no había de que preocuparse e incluso, sin notarlo (sino solo más tarde) se rió a pito de nada y reaccionó impulsivamente frente al desconcierto de su madre. Luego Bernardo colgaría el teléfono. Pensó hacerlo como en las películas. Con algo de desdén o con algo de repentina furia, pero cayó en la cuenta de que no tenía por donde. Esos sentimientos no habitaban en él, por lo menos, desde algunas semanas, de modo que llevó pausadamente y con una prolijidad casi artificial, el auricular a su sitio. Y volvió a reír. Dos o tres perros merodeaban entre vendedores ambulantes y carros de sopaipillas los alrededores de La Alameda, al tiempo que a Bernardo, Santiago le parecía la ciudad más bella del mundo. Hombres y mujeres mal vestidos y paseando ariscamente con su ceño fruncido, hombres y mujeres que se daban empellones y que ni siquiera se tomaban la molestia de voltear la cara para escrutar los rostros de otros hombres y mujeres que por deferencia a la indiferencia, hacían lo mismo. A Bernardo todo eso, sumado a los muros carcomidos por el smog, por la humedad, por los rayos del sol, por las balas y los espasmos de épocas convulsas, le parecía hermoso. La Alameda está más linda que nunca pensó, y entonces, se dio permiso – y lo haría durante mucho tiempo – para mirar el cielo, como los protagonistas de alguna novela que sin querer había leído, y vio la luna, y las estrellas, como si se tratase de un instante donde la cursilería cabía sin problemas, sin pensar tampoco, en que sentido tiene mirar el cielo desde Santiago, una ciudad donde la noche es una ficción y en lugar de ella, las luces y los neones malvenidos, iluminaban a quienes se mueven a tientas entre las micros amarillas que a esas horas, pecan de inanición. Al finalizar la llamada telefónica Bernardo se acercaría – tal como él recordó tres años más tarde – a ella y deslizaría una mirada que nacía desde temores tan anteriores como el sudor de sus manos. Le vería sentada en un banco improvisado frente al teléfono público y por un asunto geométrico o providencial, el ángulo de su mirada le provocó una extraña seguridad, una sensación de arropamiento que no sentía desde la niñez, y que solo pudo comparar con la felicidad. Porque Bernardo tenía claro que lo suyo no era andar por allí sosteniendo la mirada frente a otros ojos sin caer en una repulsa inmediata o en un acto reflejo de timidez, que lo sumía en la más profunda autocompasión. Sin embargo logró tener esos ojos que no eran los suyos y que tanto había gastado a fuerza de repasos mentales y supuestos altamente optimistas, como si ahora le pertenecieran. Eso creyó y no pudo concentrarse más en eso, cuando ella sin motivo alguno, lo besara en la mejilla, en lo que para Bernardo era su mejor paseo breve por La Alameda.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Ganas de escribir

Ganas de escribir. Confundir el verbo con la carne, el retrato con el gesto, y luego, sin mediar pensamiento, vomitar un tumulto de palabras al voleo. Sondear, autor por autor, título por título, las novelas negras, esas que permanecen empotradas y empolvadas en los últimos peldaños de una biblioteca a punto de caer. Ganas de escribir. Leer a John Le Carre y de paso a Jaime Collyer, leer unos cuentos de Enrique Lihn y uno de Donoso (como en los viejos buenos tiempos). Leer a esos autores y querer terminarlos pronto para lanzarse en picada, como una bala perdida, a magullar el cuaderno marrón que es a su vez un fetiche más. Una mueca o un señuelo a los filósofos que desarrollaron sus ideas a punta de codo entre las trincheras de la primera guerra mundial.

Ganas de escribir. Entrar a la biblioteca nacional y entre libros de historia militar, ver el busto de Voltaire o Demóstenes, e imaginar el resto de sus cuerpos, entre gusanos y raíces que brotan desde la piedra, la misma, que es en el fondo, cada pómulo de Voltaire y Demóstenes. Ganas de escribir. Apoyar mi cabeza contra tu hombro en una micro en movimiento, y sentir como duelen los ojos y como late el corazón, mientras un embudo de sangre se cierne sobre los párpados como el aviso de una batalla sin terminar y que se justifica ante todo, en lo atávico; en los ojos pintados de rojo, en las mejillas tatuadas con barro y con cal. Ganas de escribir. Untar mi boca en tu boca, hundir mis manos en tus manos, ver en tus pestañas arremolinadas la engorrosa respuesta al amor, un poema o un laberinto hecho de finas hebras que se cierran para abrir el sueño.

Ganas de escribir. Obligarme a tomar lápiz y papel, y hasta el fondo, apretar el lápiz contra las hojas para que salga apenas un bufido muerto antes de nacer, y que sin embargo, significa más que la correlativa prescripción de antídotos contra la carencia de creatividad. Una mancha o una línea que se tuerce con furia en los márgenes del papel y que de pronto, termina en una palabrita inteligible, un insecto de tinta que yace inerme en el centro del cuaderno marrón. Sólo una breve confusión y una larga solución. Ganas de escribirte justo al centro una pobre postal desde nuestra Alameda, que no sea ni un saludo ni una despedida, sino simplemente un arrebato que se basta a sí mismo.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Disco Eterno



Mezclar la vida privada con la exposición pública, aunque de un modo calculadamente sibilino, presupone un riesgo tremendo: que quien te conozca y lea tus entre líneas, te descubra. Sin embargo, siempre queda la opción más predecible, esto es, enredar mucho más las palabras. Esconderse en una cueva o mantener un velo desde lo alto y desde lo ancho, para dejar al descubierto, sólo un hilo de voz, una mezcla entre una mueca a regañadientes y un aviso de alerta. Pero siempre, está el riesgo.

Pienso y escribo esto, a propósito de algunas imágenes, sonidos y movimientos que he memorizado, no obstante, con el impedimento lógico que adiestra la memoria, con la sumatoria de vaivenes que resultan del sueño, la impudicia de los instantes o lo que es igual, el paso del tiempo, que bien poco perdona. He visto cosas que me han llamado mucho la atención en esta fracción microscópica de tiempo.


En los cerros de Valparaíso hay distintos stencils que se hunden entre murales y pinturas de todo orden, una suerte de segunda o tercera capa de maquillaje, pienso, en el maquillaje de una puta y en la inevitable corrosión del delineador después de un puñado no despreciable de penas y porqué no, de golpes. Esos estencils, suelen abarcar un espectro considerable de temáticas. Desde el rostro de Einstein y Pinochet (supongo que emparentados por el inevitable curso del mal, y distanciados, por el azaroso recurso de lainteligencia) hasta el símbolo de Pearl Jam (Alive, como ya sabránlos iniciados), lo que indica una procesión variopinta de artistas del sprite y el molde. Entre ello, como en los sueños, como en el lenguaje mudo de los sueños, están los fantasmas, que ya sea por vocación poética o simplemente por ocio –entendámos esto último en una parada aristotélica, donde el ocio es naturalmente la potencia y el poema el ser- recorren en silencio los bares, cafés y los barrotes que penden a lo largo de los postigos y ventanas de esos caserones de “múltiples colores”.

Un primer guiño, a propósito de lo privado y lo público, lo establece una frase que rescaté de Embalse, una novela de César Aira: “uno entendía mal una palabra y se condenaba a dar vuelta al mundo, entraba en el círculo vicioso de la eternidad”. La novela que va de una familia –pero esencialmente de un hombre que forma parte, como padre, de una familia- que pasa sus vacaciones en Córdoba cuya estancia deriva en una pequeña pesadilla a medio camino entre el terror psicológico o la ficción, a momentos me parecía una polaroid de mis propias vacaciones. Se me ocurre por ejemplo, que la definición de pasado, la naturaleza más profunda de la palabra pasado, jamás, la hemos entendido bien.

Del círculo vicioso de la eternidad se desprende una galería de fotografías que avalan mis suposiciones y que inevitablemente calzo con un poema del viejo Charles Bukowski. Es un poema sobre el lugar en que nacimos. Corrijo: es un poema sobre el lugar en que nació Bukowski. Por tanto, es un poema sobre hospitales, abogados corruptos, vagabundos, prostitutas y Los Ángeles, que es acompañado por el paso errático de Bukowski entre anuncios en león y canchas de basketball desiertas. Y ese video –porque no lo mencioné, pero era de esperar- fue grabado por los setenta, pero aún está aquí y de no mediar una gran ola que borre del universo la vida sobre la tierra, estará hasta un tiempo indefinible. Lo que no se define no se conoce, lo que no se conoce es terreno yermo, un círculo tendido sobre el infinito, un círculo que es la segunda mano del infinito.


Deleuze: Aira en una entrevista habla sobre su cercanía con el mundo universitario argentino. Intuye (aunque lo más probable es que lo sepa a ciencia cierta) que su cercanía con ese mundo, tiene que ver con el paradigma deconstructivista que pregonan justamente, esos hombres y mujeres universitarios que a su vez son esos hombres y mujeres críticos que completan sus ingresos, escribiendo pequeños artículos, en diarios o pasquines de dudosa popularidad. El periodista pregunta entonces a Aira sobre los precipicios que aparecen en sus novelas. Se explica mejor y la metáfora que es el precipicio, se transforma en un quiebre, y luego, la metáfora que igualmente es el quiebre deviene en finales abruptos o cambios de dirección sin más lógica que la de lo aleatorio dentro de sus novelas. Aira, sólo se explica con desgano. Sólo responde aludiendo a la evidente rareza que habita en sus novelas. A mi me da por imaginarme un monstruo. Porque todo monstruo es siempre algo no computado. Vive en la eternidad junto a otros monstruos que son al mismo tiempo el terror encarnado, ese miedo decidido que nació con nosotros, o en el que nosotros nacimos, y que siempre se resuelve en la geometria de lo desconocido, en la frase de oro que late en la página veintiséis de Embalse (editorial Emecé, 2003) y que aparece desprovista de todo orden, de toda concatenación planificada de nuestros presupuestos, pero que de todas formas surge como una historia sobre las vacaciones en medio de mis vacaciones, y que ya sea en el prólogo o en el epílogo, no hay modo de empezar o terminar algo que es puro azar. Los cerros, las pinturas, las películas, los documentales, las formas que dibujan las gaviotas sobre Valparaíso, el corazón de un libro, el viejo boxeador beatnik que pide más vino para seguir leyendo sus poemas, el amor, las postales, las fotografías, las fotografías que son postales, la ausencia y el pasado. Y aquí está el problema. Esto de no entender el significado real de la palabra pasado. Porque sigo perdido en el disco eterno.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Donde renace Schiller.

"El desvarío es un abandono, un método pasivo que relaja la facultad consciente. Advierto entonces mi complaciencia por lo imaginativo, lo insólito, lo maravilloso y hasta lo absurdo. Intuyo extrañas analogías y me extravían presentimientos oscuros. Quiero en tal caso encaminar la espontaneidad caótica hacia zonas lúcidas. Trato de respetar la lógca recóndita que puede haber en el azar del espíritu y, al mismo tiempo, transmutar esa abundancia, esas imágenes espasmódicas en sentido y significación. Rechazo la imagen gratuita y busco el símbolo que asocie la emoción y el pensamiento." (Humberto Díaz-Casanueva)

lunes, 10 de agosto de 2009

Clemente Palma y sus "cuentos malévolos"




Clemente Palma fue un escritor que cultivó el modernismo y se rindió ante los escritores rusos de finales de siglo XIX. Imagino que ahí estaba Tolstoi o Dostoievski, porque entre los relatos de este roble narrador peruano, se huele la sangre escarchada en Siberia y el dolor grotesco del exilio (lo digo yo, que nunca he pisado más de tres metros de nieve y que sin embargo, he vivido el exilio, aunque breve, pero exilio al fin). Eso por lo menos en su obra. Porque en la contratapa o en su biografía, sólo se alcanza a distinguir la caricatura opaca de quien fuera, como muchos a comienzos del siglo pasado, hijo de algún personaje ilustre, y posteriormente, un estudioso de renombre universidades estatales. Ratón de biblioteca a propósito de su padre, Ricardo Palma (bibliotecario de la Biblioteca Nacional de Perú) y consumado adorador del decadentismo francés y de orlas empotradas en sillones tipo Luis XVI.

Sus cuentos, a veces recargados, a veces falsos como el sonsonete de los literatos amantes de los cafés y la cultura europea, renuncia por un pequeño instante (un instante luminoso y aterrador, como la especulación de Morel en su isla desierta) a los lugares comunes; bosques sin nombres, caballos y jinetes desbocados por llanuras infinitas, búhos y comarcas donde los amantes hablan de arte y rozan la comprensión del universo citando a Kant y a Aristóteles. Y en esos instantes aparece un horror genuino que no deja seguir leyendo. Un horror que no tiene nada de horror, quiero decir, aunque parezca un payaso bordeando la alucinación, por el contrario, este horror se parece más a lo real, a esas aberraciones diarias que terminan en hospitales psiquiátricos con mundos desbocados a grito limpio. A puro destajo. A pura rabia y pena.


sábado, 8 de agosto de 2009

Llueve


Llueve. Ese es el primer dato, y el interminable primer lugar común. Gotea. Gorgojea y la gravedad se desparrama en una tibia sucesión líquida.

El segundo dato, incómodo o no, es más una pantomima obligada de quien escribe, que un dato chocantemente concreto. Recuerdo otra vez, digamos, por enésima y milésima vez, la ventana empañada de mi infantil casa en Sebastopol con Metal Rojo, y el reflejo estrecho y afilado de mi madre sonriendo mientras mi hermana y yo, leíamos sin saber leer, unos viejos cuentos de Walt Disney, cuentos que venían en preciosas ediciones de tapas duras e impresos en todos los colores posibles de esos años. Los años ochenta, tiempos en que oí la palabra Pinochet, aparejada siempre, con el sustantivo Perro, siendo este sustantivo, un adjetivo hecho carne, una estela de alguna fábula siniestra que mi madre y mi padre, sin querer contaban entre terremotos y caudales que arreciaban al Mapocho.

Entiendo lo imposible que es recordar lo que no se ha vivido, pero luego, me inflo y no hay nada que hacer, cuando al pensamiento práctico le escamoteo sus materiales. Rehuyo del sujeto que enuncia desde lo cotidiano y devengo (digo esto, recordando escenas de películas que transcurren en hospitales psiquiatricos, con Deleuze y Derrida incluidos) en hombre-anfibio, alguien a medio camino entre la lluvia y el ojo hierático que mira como llueve. Mi elusión parte desde este lugar común que es la lluvia y el ojo que mira a través del vidrio empañado, pero termina indefectiblemente en ese otro lugar común y a la vez temible, que es la tormenta. Te toco.

Te toco; aquí desde mis entre líneas y mis visiones atropelladas. Palpo tus manos henchidas de ternura y corroboro, sin asco, la segunda ley de la termodinámica. Todo propende al caos. Un azar magnífico, y ay por Dios: ateo hasta el tuétano. Y eso es todo. Intento que veas entre líneas. Te hablo y te escribo desde lugares llenos de tránsitos previos, alunizajes dirás, pequeños grandes pasos que cuelgan aun, sin necesidad de telescopios, de la luna, y por poco lo logro. Al final y como siempre, me pierdo en esta ansiedad inscrita en el juego rabioso del azar, (lo que venga o lo que sea) y los parapetos, armados tímidamente entre ladridos de perros igualmente descentrados, se desarman en estas cenizas que se inscriben como palabras en un vidrio.

domingo, 19 de julio de 2009

Nómade


Últimamente me he andado paseando de un lugar hacia otro, sin dirección fija. Me da por leer un rato, tocar la guitarra otro, y finalmente, tirarme de cabeza al computador, donde paradójicamente, ocurre lo mismo de siempre: me paseo de un lugar a otro.
De cierto modo, he trazado ciertas líneas. Un viaje, gastos máximos y satisfacciones mínimas. He andado desganado, a punta de codo por mis propias motivaciones, sin concluir ni esbozar nada claro (excepto, mis líneas anteriores). Ahora por ejemplo estoy solo. He leído durante algún rato, y ya va siendo hora de que me pregunte sobre los beneficios de leer. Me pasa que miro los rostros de los escritores y a veces encuentro algo interesante, pero otras veces, como ayer mientras ordenaba diarios y revistas, me desanima todo lo que tenga que ver con los rostros de esos escritores. Siento que allí no hay nada especial. Siento que lo mágico –si es que cabe hablar de magia en la literatura- se terminó con Bolaño o mucho antes, con Borges. Y ahora, me toca voltear una página de El Mercurio y encontrarme con la mujer de ojos verdes con pinta de hippie ABC1 que ganó el concurso de dicho diario, y se me revuelve el estómago. ¿Desde qué lugar escribe una persona como ella? Desde los convencionalismos de una casta de escritores de familias honorables, creo. Y ese, que es mi prejuicio, infundado por cierto, se infla y va adquiriendo dimensiones que en términos generales, desafían abiertamente la cordura. Insisto: miro el rostro de esa mujer, y se me quitan todas las ganas de leer. No veo nada especial ahí.
No me pasa lo mismo con el rostro de Robert Walser o por dar un ejemplo igual de insuficiente que el de la ganadora de El Mercurio, con Rodrigo Rey Rosa, un escritor del cuál sólo he leído cuatro líneas, pero que bien valieron la pena, porque esas líneas las leí a propósito de su rostro, un rostro del que emana cierto dolor mestizo o mulato. Concluyo por tanto, que las ideas, o digamos, la estética de las ideas, el fondo, pero esencialmente la forma, constituyen también el rostro de un escritor. No puedo imaginar a un buen escritor sin esa mirada perdida, sin ese dolor de fondo, sin esa actitud tambaleante y con un guiño de tristeza.
Mi problema sin embargo, es otro. Padezco de un esquivo síndrome de trashumancia cotidiana. Vengo y vuelvo, paso y repaso los mismos lugares, pero guardo bien poco. Tengo la mala costumbre además, de parecer un snob provinciano, gracias a mi incontrolable prosodia de autores y textos (que enmiendo a partir de justificaciones igualmente retóricas, relacionadas con los gustos y lo irrelevante de esas aproximaciones) y eso, me lleva extenderme inútilmente, otra vez, en círculos, como mis paseos. No digo nada. Hay tanto de que hablar y concretar. ¿Sabían que Rafael Correa tuvo vínculos bastante explícitos con la FARC? ¿Sabían que Eduardo Frei defiende y reconoce el intervencionismo electoral? ¿Sabían que después de la luna, lo que más brilla en el firmamento es una Estación espacial supranacional? Bueno, habría que hablar sobre esas cosas, y dejar de lado mis espasmódicos ronquidos que vienen a pito de nada, pero tristemente, se disipa esa idea y por el contrario, caigo en la cuenta, de que de lo único que puedo hablar –y esta vez, escribir- es de mis paseos en tierra de nadie. Y escribo agarrado a una tabla que no se sostiene en nada.

sábado, 30 de mayo de 2009

El poeta y el gato negro (Cesare Pavese)

"En la época decadente en que los poetas se emborrachaban con hachís y vivían entre bibelots orientales, en extraños cenáculos llenos de sombras misteriosas y de secretos reflejos entre espiras voluptuosas de humo y de tedio, un joven poeta triste se había enamorado de su gatito negro y vivía con él a solas, en su pobre habitación; allí soñaba y cantaba sus sueños entre ritmos de imágenes lejanas y embriagueces de humo."

domingo, 24 de mayo de 2009

Long Gone Day


Con un par de buenos audífonos, todo se escucha mejor. Ahora oigo Long Gone Day de Mad Season y además de distinguir claramente los arpegios de una guitarra que en otro tiempo no existía, escucho perfectamente un chelo que se pasea apenas entra Layne Stanley al coro y dice, alto y diáfano como un monje gregoriano: “God knows I'm gone/And I just want you to/ Come on down”. Y desearía, no haber escuchado esa parte.




martes, 5 de mayo de 2009

Mi guerra


Nada más extraño que soñar con dientes que al apretarse se desgranan y germinan a borbotones por los labios.



miércoles, 8 de abril de 2009

Ser feliz

Suelo ser feliz al cruzar la calle y escuchar repentinamente, los acordes iniciales de Yellow Ledbetter. Suelo ser feliz, al ver como pasan muy cerca mio, niños de dieciseís o diecisiete años con camisas a cuadros y pantalones rotos, niños que luego de ir al colegio se juntan con sus mejores amigos a escuchar discos enteros sin otro recurso que el de las habitaciones de sus casas y un par de guitarras desvencijadas, siempre, sobre sus piernas. Suelo ser feliz, cuando viajo en micro y me toca girar la cabeza para ver pasar parques y rincones que en otros tiempos, fueron como sueños o garantías imaginarias de la felicidad. Suelo ser feliz, cuando retrocedo en el tiempo, en mis cartas y tus cartas, en mis libros y en tus libros, entre Garcia Márquez y el tremendo sopor que es leerse de un tirón El Ser y la Nada, entre las anotaciones al borde de los cuadernos y los sitios balcánicos de mis pequeñas guerras suicidas y pacientes. Batallas campales que para ti no existían. Batallas entre yo y mi otro yo. Batallas entre soñar a ser feliz o esperar al borde de tu cama. De algun modo, rezando al borde de tu cama.

miércoles, 1 de abril de 2009

Ojos rojos/ Cielo rojo


Cerca del Cerca del Terminal Pesquero se sube un hombre moreno, bajo, y de manos curtidas. Sobre su brazo, camina un ratón pequeñísimo, un ratón flaco y brillante de color blanco. El hombre tiene una caja –probablemente la guarida del ratón- y un mensaje que dice algo así como que necesita el dinero para seguir cuidando ratas o animales abandonados. Nadie le da dinero. Se acerca a mi y noto que apesta. Huele a sudor. A sudor y a comida podrida. Y todo pasa mientras las luces de los autos y las casas, completan el tono rojo del cielo, que bien pensado, es lo más parecido al fin del mundo.



domingo, 8 de marzo de 2009

Si escribiendo...




Si escribiendo pudiera traerte a mi lado, no lo pensaría dos veces. Me convertiría en un escribano, un secretario o un burócrata mudo trabajando horas extras en su oficina gris y con olor a papel roneo. Escribiría tanto que tendrían que quitarme cuadernos y lápices e incluso, velar porque los árboles sobrevivan a mis intentos neuróticos de científico improvisado. Tendrían que elevarme con metadona y sedarme noches enteras con películas cuyas tramas oscilen entre asesinatos y revoluciones inútiles durante el período de entreguerras. Porque si lograra traerte a mi lado y conformar con palabras tu cuerpo y tu aliento, nadie podría remediar mi joroba y mis lentes, mis manos tétricas y mis respuestas en voz baja a preguntas sencillas, tu sabes, cosas cómo quién soy y dónde vivo, cuestiones relativas a mis gustos y ambiciones, pequeñas confesiones de un niño a los cuatro años, detalles al fin y al cabo, no tendría el valor para reconocer que de cierto modo te he inventado y lo que he hecho, ha sido crearte para cuando no estés, traerte desde Viña a Santiago recreando tus manos sobre mis hombros y dejándome caer inerme sobre mi cama. Un colchón y un montón de sábanas que son los pliegues de todas nuestras cartas, el papel arrugado de todas las palabras que nos guardamos sólo para evitarnos el gusto de tocarnos, y en cambio, postergarlo todo para seguir jugando a que nunca desapareceremos del todo.

sábado, 7 de marzo de 2009

Enredadera


Lo último que recuerdo tiene relación con un documental que pasaban por la tele, un documental donde mostraban un futuro hipotético, pero tremendamente cierto. Recuerdo que se trataba de una cuenta regresiva y que en ella, el hombre ya no existía. Sólo se veían edificios, Nueva York, Paris, Washington, las grandes urbes sumidas en un sueño plañidero y trenzado entre enredaderas que lo devoraban todo.
Luego, al despertar, me quedé con esa impresión, con la última imagen, con el momento exacto en el que el hombre desaparece y en cambio las ratas lo pueblan todo como si se tratara de una nueva edad media, una edad media absoluta y terminal, una edad media que carece de prólogos inventados como aquel cuento de una época clásica y un renacimiento, una edad media que cae en picada al vacío para no salir nunca, y así, con esa velocidad temeraria que tienen por lo general las caídas libres, me voy enterando que mi sueño y del mismo modo el documental, forman parte de una cadena o de una cuerda a punto de desintegrase, todo compensado con apariciones súbditas de profecías correctas. Todo termina el mismo día pienso, y vuelvo a recordar mis lecturas libres y sin correlación, las idas y vueltas hacia y desde la universidad cargadas de libros –y en parte de cuadernos- que además de hablar de las distintas interpretaciones de Marx entre Balibar o Althusser o lo que es igual, entre Poulantzas y Gramsci, hablaban de jarrones de agua destinados a caer. Como caen palabras. Como cae la poesía de Lihn o los gritos de hastío de Artaud. Y me miro leyendo un fragmento de Cortazar, lo leo temblando porque me recuerda la levedad de la materia (Parmenides hablaba del amor como si fuera una materia). Central Park repleto de gatos comiendo ratas, Santiago convertido en una carnicería de perros. Leo Capítulo 7 y veo una nota clara, una letra redonda y perfecta que se borra a medida que el poema (que no es un poema, pero que es prosa inteligible, letras amontonadas y cambiando de tamaño, lenguas, bocas, sonrisas que salen de las manos, besos que se mezclan con la luna) va perfilándose desde el ángulo del tiempo, es decir, desde un ángulo imposible de disecar, una postal de mis documentales terminales, una captura a las verdades reveladas que no hacen más que confirmar lo que todo mundo sabe. Y todo el mundo desaparece según los cinco ciclos mayas. Pero a mi no me interesa ni éste ni otro continente, no me preocupan meteoritos partiendo la tierra en dos, ni cambios eventuales en la alineación del eje de la tierra. Qué cambie el universo pienso, qué las galaxias tengan el valor –porque hay un plan original o un demiurgo al menos, que lo controla todo- de chocar entre sí y dinamitar pronto esta mina de oro que ya parece una veta estéril, para conocer esa eternidad tan manoseada y hundirme pronto en los ecos de la música de las esferas.
Y si es así. Si lo que suena en el cielo se parece a la música de Gustav Holst y lo que vive allí es la muerte vibrando con un eco que es de miles de años luz, entonces todo encajaría. Desde los códices mortuorios del Yucatán hasta el final del capítulo 7 de Cortazar. Allí donde se lee el último punto y luego se accede secretamente a una especie de eternidad redonda y cálida, con forma de luz.