viernes, 26 de septiembre de 2008

Pablo

El tiempo.
El tiempo.
Yo me ausculto con el Tiempo.
Me palpo.
Me pego con el Tiempo.
Me seduzco, me irrito…
Me enredo,
Me sublevo,
Me transporto,
Me pego con el Tiempo…

HENRI MICHAUX


Recientemente, Pablo Ibacache había barnizado una mesita de centro, una pequeña mesa que tenía abandonada en el patio de su casa, sin ningún tipo de cuidado, sin precauciones y sobretodo sin imaginarla afuera, pudriéndose mientras él leía encerrado en su habitación los sonetos de Bradomin escritos por Ramón del Valle Inclán. Sin embargo, un buen día, no digamos un día excelente y perfecto sino sólo un buen día, uno de aquellos que efectivamente están por sobre la media pero que nada de espectacular tienen si se los compara con los días de algún artista de Hollywood o simplemente un artista callejero, se le ocurrió –mientras ya no leía a Valle Inclán y en cambio escuchaba a Grant Green- levantarse de su cama, desapoltronarse un poco y cruzar los trece pasos que mediaban entre su habitación y su patio, para mirar a esa antigua mesa de centro, la misma que fuera de su abuelita y de su madre, la misma en la que montaba sus soldados plástico verdes y grises y entablaba batallas temerarias entre nazis e ingleses. Cuando, después de buscar un poco y esto es, apartar las hojas de sus helechos y trasladar una que otra caja con fotocopias y libros en mal estado desde un lado a otro, pudo hallar la mesa, pensó en que sería perfecta para su habitación. Lo que no sabía Pablo o realmente, lo que no recordaba Pablo es que en sus sueños soñó con esa mesa como si fuera un monumento o un amuleto, una cábala impostergable que garantizaba cierto bienestar, cierta placidez y por dios, cuanta calma le faltaba a Pablo, un hombre tímido, pacato, meditabundo y ante todo complicadísimo, de ese tipo de hombre complicado que con el paso de los años pierde a sus amistades y a su familia mientras todos a quienes conoce, van formando sus propias familias incluso más allá de lo filial, familias que tienen que ver con los amigos del colegio y de la universidad a quienes el tiempo les parece un chiste o ese tipo de obstáculos que terminan por cortarse como un nudo gordiano o de plano, omitirse. Pero a Pablo nada de eso le sucedía, él, Pablo Ibacache quien fuera en los ochenta un prometedor poeta, miembro ilustre de la neovanguardia chilena, a la par con Rodrigo Lira y Diego Maiqueira y que ahora a diferencia de ellos, los verdaderos poetas destacados, los que tenían lugar en las antologías de la poesía nacional y por qué no, en las habladurías universitarias, leyendas vivientes o muertas pero leyendas al fin de la poesía más visceral y cruda, era ahora sólo un remanente de unos cuantos buenos versos lanzados al aire lo mismo que un par de billetes que caen de un avión y que luego, desaparecen en manos de un borracho que se intoxica con vodka o agua ardiente sin más dilación que la de esperar su botella mientras le entregan el vuelto. Él Pablo Ibacache, el hijo mimado de una familia bien, el niño prodigio de la casona en Peñalonen, el que recitaba de corrido y sin equivocarse ni siquiera en las comas a Pablo Neruda y a Pablo de Rokha aun cuando a sus padres, Don Ernesto Ibacache y Doña Martina Daguérressar, pensaran que ambos Pablos, Neruda y De Rocka eran el colmo de lo ordinario, upelientos come guaguas y flojos que todo lo querían en bandeja, capitulaban ante el tercer Pablo, su Pablito Ibacache tan lindo, tan habiloso e inteligente que a diferencia de los dos primeros Pablos, tenía una impronta que no se compra ni se adquiere en subastas literarias, una clase que sólo poseían ellos, los descendientes de los conquistadores de Chile, de los encomenderos, estancieros y mercaderes que con una moral intachable (católica apostólica y romana) lograron mantener un estilo de vida acorde con su defensa irreductible de la buena vida, o lo que ellos con más sorna que convicción, llamaban buenas costumbres. Y ya no quedaba nada de ello. Algo así pensaba Pablo mientras con aires de mendigo hurgaba entre sus cajas de libros sin leer en busca de su mesa de centro. Vivo de lo que me dejó mi padre, -se decía Pablo- vivo de la plata que llega de las viñas, vivo en esta casa que no es mía pero que sí es mía, en estas murallas espesas e infranqueables y bajo este techo inalcanzable y anclado a tierra por una lámpara de lágrimas que es en el fondo, el llanto de mi madre cuando supo que dejé embarazada a Catalina sin haberme casado, sin haber terminado el colegio, sin haber entrado a la escuela de derecho. Esa Lámpara de lagrimas que siempre parecía inmóvil, que no dejó caer ni un solo cristal durante el terremoto del ochenta y cinco, y que sin embargo, cayó de cuajo cuando mi padre llegó ebrio y con pistola en mano comenzó a disparar al aire porque la madre de Catalina había hablado con él. Yo deshonraba el apellido -recordaba Pablo que le decía su padre- Y así estuvo durante toda una noche escuchando a su padre envuelto en una bruma de pólvora, mientras su madre vaciaba un frasco completo de pastillas en su garganta.
La mesa de centro tenía algo de aquello, un par de registros de bala, como un escudo medieval descuidado en la mazmorra que era la casa de Pablo, y Pablo miraba y luego tocaba las huellas sobre la mesa. Por eso la había abandonado, por culpa de su padre y de Catalina, por culpa de sus poemas que quedaron absueltos de todo prestigio, por culpa de su naufragio en la isla hereditaria que era su insípida fortuna. Pensar que para él, ese amasijo de roble era un símbolo incorruptible de sus años felices. Se pasaba horas y horas leyendo a Stendhal a Victor Hugo a Gautier a Nerval, a los franceses del diecinueve en esas espléndidas ediciones que su padre le traía cada semana, ediciones de tapa dura con letras y orlas doradas, y allí, sobre esa mesa apoyaba sus lecturas dejándolas abiertas para que sus padres y Catalina vieran todo lo que era capaz de leer, porque allí es donde se reúne la familia, alrededor de esa mesa iban y venían tíos y primos, todos unos absolutos tahúres acomodaticios, unos aristrócatas relamidos que de lo único que se enteraban era de los eventos sociales, reuniones en el Teatro Municipal, novedades en el colegio San Ignacio, etc. Pero él, Pablo Ibacache, tan aristócrata como ellos, era distinto. Él era como Barros Arana o Lastarria, un aristócrata liberal y con sentido del buen gusto, un tipo que leía a los franceses y qué sabían ellos de franceses de decía al mismo tiempo, a lo sumo, saben que algún día tendrán que ir allí y sólo les interesará la Torre Eiffel o el Louvré y miraran obras de arte del mismo modo que un niño escucha el discurso de físico cuántico. En cambio él, Pablo Ibacache una vez en Francia, iría a la tumba de Allan Poe, de Proust, de Rimbaud y entonaría versos elegíacos en torno a su obra. Pero primero, barnizaría la mesa de centro y lo haría por honor y orgullo, para decir que al fin, los había perdonado a todos; a sus padres, a sus amigos escrupulosos, a Catalina y a su hijo (que desde ese momento, el momento en que pasaba la brocha con acérrima ampulosidad, sería también su sangre, un Ibacache).
Y ahora que no tenía a Grant Green ni a Wes Montgomery ni a Django Reinhardt, entonces podría preocuparse de ese vestigio inanimado que era la mesa de centro de la familia, lo único que quedaba por suturar, la única herida abierta y bajo la lluvia. Entonces, pensaba Pablo, escribiré un poema, el más grande poema de dolor que se haya escrito y lo enviaré a editoriales amigas o probablemente sólo lo haga circular entre los pocos conocidos que me quedan. Haré de mi historia, de mi tragedia oculta, una postal sublime para que los que me dejaron, ese puñado de trogloditas y pelanduscas traidoras, sepan que estoy aquí, asediado pero vivo, lisiado pero incólume. Todo yo, un paria con clase, un vago que convive con mármoles y cuchillos de plata, un mendigo que no trabaja ni pide ni ruega ni reza ni se arrodilla ante nadie, un aristócrata derruido por sus padres ahora muertos y por lo tanto, piezas cardinales en los mausoleos del Cementerio General. Pablo hablaba en voz alta. Su pensamiento ya estaba en una etapa terminal, un cenit escasamente apoteósico y en ese punto, en lo que unos llamarían locura o demencia temporal e incluso esquizofrenia, Pablo iba y venía suavemente con la brocha de un lado hacia otro. Hablaba conmovedoramente. Cualquiera que hubiese presenciado la escena (no puedo decir momento o situación, porque francamente era algo que tenía que ver con el arte: una escena teatral; un monólogo griego hacia los dioses) habría caído en la cuenta que Pablo estaba a breves segundos del suicidio y que a diferencia de los “grandes”, él no dejaría testamentos ni cartas porque su diálogo era su forma de testar y digo Diálogo esta vez y no monólogo, porque al terminar con su mesa, el había acabado por detener el tiempo (probablemente retrocederlo y luego detenerlo o simplemente, fugarse infructuosamente y como todos sabemos, quien falla durante una fuga amplia su condena) y desde ese momento los libros volverían a rellenar la superficie de la mesa de centro. Desembalaría los viejos volúmenes. Tolstoi o Rabelais por ejemplo. Libros cuyas ediciones pertenecían a la primera mitad del siglo veinte, libros que leía su madre mientras arrullaba a su único hijo pensando en algún nombre para él, para ese niño regordete y de mejillas sonrosadas. “Lo llamaré como un poeta, sí, tendrá nombre de Poeta” decía Doña Martina y de ese modo ese niño, que hasta entonces sólo era “la preciosura de la casa” o “el chanchito de mamá” o “nuestro niñito” sería desde el desliz lumínico en que a su madre se le ocurrió un nombre, el verbo hecho carne. Pasaba del anonimato placentero de una época prediluviana, al castigo divino del nombre (un castigo doble como una tortura, porque esta vez el nombre era de poeta)
Y no sólo los libros estaban de vuelta. Ahí estaba su madre, su padre, Catalina y el chico Aranguiz, fiel amigo de la infancia y con ellos hablaba Pablo, no figurativamente no cómo si “imaginara que estaban allí” sino, como si no fueran a irse nunca, porque sí estaban allí: en carne y hueso.

Nuevamente alrededor de la mesita de centro.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Estambul

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Orhan Pamuk

A.-Veo una fotografía de Orhan Pamuk. Aparece sentado frente a un escritorio en desorden (probablemente su escritorio y su desorden), acodado sobre la mesa y apoyando su cara con una de sus manos. Sonríe y mira a la cámara mientras un gato blanco, mofletudo y serio, observa lo mismo que mira Orhan. Al fondo, en un muro, hay decenas de papeles pegados, papeles que contienen notas. Seguramente ideas, recados o simplemente listados de obligaciones. Naturalmente, hay una pequeña biblioteca con libros mal dispuestos y de todas las dimensiones, sin embargo, sigo concentrado en el muro con los papeles pegados y cada vez que vuelvo a concentrarme en la sonrisa de Pamuk, me da la impresión que se parece a cierto personaje y me pregunto a quién. Porque he visto otras imagenes de este escritor, pero no se parece realmente a nadie que yo conozca o a nadie del que pueda confirmar un parecido asombroso. Debe ser el ángulo o el flash, o ambas cosas, pero el hecho es que en la fotografía que miro, Orhan Pamuk se parece a Bill Gates.

B.-Estambul es el segundo libro que leo de Pamuk. Antes leí Nieve y en honor a la verdad, no me pareció un libro descollante. La historia era intensa a ratos y mantenía cierto ritmo, sobretodo, por el juego manifiesto entre la historia política, religiosa y cultural de un país como Turquía, con el interín privado de un poeta que parece salido de una profecía musulmana y que de tanto en tanto, tiene inspiraciones, verdaderas iluminaciones poéticas sobre lo que pasa la ciudad limítrofe en la que descubre un peligroso entramado fundamentalista. Pero Estambul difiere de Nieve, no tanto por el contenido del relato, sino por su forma. Mientras que Nieve es esencialmente una novela, Estambul es un diario de vida o un puñado de crónicas, ensayos y cuentos en torno a la antigua capital del Imperio Otomano y a la persona de un hombre, de la niñez y juventud de un hombre: Orhan Pamuk, el personaje de la fotografía que se parece a Bill Gates.

Orhan_Pamuk

C.-El libro se lee rápidamente. Sus más de cuatrocientas páginas de texto, se amenizan con imágenes de Estambul o de pinturas y autores del siglo XIX. Y entre ellas, hay historias que quedan grabadas justamente por eso que Pamuk critica (el exotismo). La historia de un viejo escritor de mediados de siglo XX que intentó en tres ocasiones (sin éxito cada una de ellas) realizar una enciclopedia de Estambul, los viajes de Nerval, Gautier y Flaubert, el espectáculo nocturno de barcos y palacios antiguos que arden en el Cuerno de Oror, etc, hacen de este libro, algo único.

D.-Pamuk, premio Nobel de Literatura, utiliza su propia vida como engranaje de las historias que conforman su ciudad natal. Los mitos, los personajes insignes y olvidados, la precariedad y sobretodo, la contradicción entre oriente y occidente, son temas que se resuelven fluidamente a través de los ojos de un niño de clase media alta. Un niño que lo tiene todo; buena educación, dinero y un soñado de estudio de pintura con vista al mar para él solo. Y es en esta imagen, la de un niño mimado que pinta barcos en el Cuerno de Oro, la de un niño que a los dieciocho deja de ser niño y debe enfrentarse a sus estudios de arquitectura, la de un niño que sueña eternamente y que de pronto se ve presionado por su propia ciudad, por su madre, por el padre de su novia, la que se me asemeja a lo que veo en mi imágen actual. Porque Orhan decide ser escritor del mismo modo que alguien decide comprarse una casa, del mismo modo que alguien como Bill Gates decide fundar Microsoft. Algo con qué ganarse la vida y triunfar al mismo tiempo, pero de ningún modo, una apuesta segura.

Vidas mínimas

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José Santos González Vera

A.-Rodrigo Fresán en uno de sus relatos o en una de sus confesiones literarias, escribe en Historia Argentina, que al momento de leer a un buen autor se nos pasa por la cabeza el rostro de ese autor. Cómo era, quien era, cómo sonría y cómo fruncía el ceño. Afortunadamente -continúa Fresán- hay editoriales que en la solapa, incluyen fotografías del autor.

B.-La edición de vidas mínimas que tengo en mis manos, es de la antigua y ya extinta editorial Nascimento. Hojas de papel roneo, dimensiones pequeñas y letras perfectamente legibles. Se entiende por lo tanto, que por todo ello, fricciones violentas o simplemente descuidos al momento de guardar el libro en un bolso o ubicarlo sin mayores miramientos bajo otros libros, produce el desmigajamiento paulatino del texto. Desmigajamiento y no descascaramiento, porque a estas alturas un libro es como el pan. Sin embargo, más allá de ese minúsculo problema, no hay nada malo en la modesta y útil, Editorial Nascimiento, de la que personalmente tengo muy buenos recuerdos, sobretodo con el retrato de un adolescente de James Joyce. En síntesis, todo bien, excepto por la carencia de la imagen del autor en la solapa.

gonzales vera

C.-¿Pero, por qué es tan importante verle la cara a González Vera? Porque en este caso, vida y obra se funden en un mismo plano: En el conventillo, en el pescadero, en las ancianas que van y vienen por sus habitaciones como si ya estuviesen muertas sin saberlo. González Vera vivió en un conventillo (Vidas mínimas le debe el nombre a este relato, a esta forma de vida, a este hogar de medio mundo) y leyó como en su novela, a Kropotkin, Malatesta, Zola y por supuesto, a Bakunin. Entonces ¿Cómo privarnos del rostro de un autor que está ahí, en medio de lo que leemos?

D.-Vidas mínimas es un testimonio, uno sincero y legible (no como los de Vicuña Mackena, Barros Arana, Salazar o Villalobos). Quiero decir, un testimonio sin pretensiones de verdad o de verdades generales, sino, sólo un relato sin otra expectativa que la de ver la luz desde abajo, desde donde se produce el relato, desde la experiencia, desde la pequeña ambición de traducir a palabras lo que se vive a diario.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Adiós Muñeca

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Raymond Chandler.

A.-La literatura negra, o el género negro, tienen esa particularidad trastornante de enredarlo todo. Los nombres, las direcciones, las palabras, y naturalmente las relaciones causa-efecto. En general, la forma tradicional de narrar una -o varias- historia peca de cierta omnisciencia presuntuosa que lo deja todo, a veces desde el comienzo, al descubierto. Es más, en ese tipo de narraciones lineales, decimonónicas, facilistas, todo se sujeta en la horizontalidad, orden y claridad del relato.

B.- Pero quedamos en que la literatura negra, a diferencia de la literatura rosa o de la literatura del siglo XIX y por lo tanto, la literatura anterior al romanticismo, lo enreda todo. ¿cómo? ¿cómo lo enreda¿ ¿Cuál es el propósito de dificultar el entramado de una historia? Creo, después de algunas pequeñas e insignificantes lecturas del género, que la meta es la misma que persigue el detective, si es que se trata de una meta en el amplio sentido de la palabra: en el deportivo y en el desafío. De cualquier modo, los detectives como sabemos, son los protagonistas indiscutidos del género negro.

Raymond-Chandler-Splash

C.-Lo que se narra y lo que narra James Ellroy o Raymond Chandler o Truman Capote o Brian de Palma o Frank Capra, es lo que sabe el detective, es decir muy poco al comienzo, un poco más durante el intermedio y probablemente mucho, al final. Son las pistas que encuentra, los golpes que recibe por encontrar o sólo buscar estas pistas y ante todo, son los apuntes que redacta minuciosamente en sus informes pagados de detective privado.

D.-Philip Marlowe es el persona de Chandler. Un detective sin otro motor que el que entrega su oficio. El clásico ex policia de Los Angeles que a fuerza de frustraciones o derechamente, de decepciones, enciende sus fuegos sobre una oficina mal cuidada y desaseada de la que pende un letrero con su nombre y oficio. Marlowe es el estereotipo. Lo que es Vito Corleone para los capos o Woody Allen para los neuróticos sicosomáticos y sobre esta figura, carismática sin duda, se construye lo que Osvaldo Soriano logró rescatar en su Triste y Solitario final. La vida y actitud de un hombre (un personaje, pero también un autor y un género literario) que sobrevuela sus propias limitaciones en la búsqueda más antigua de todo pensamiento: la verdad.