martes, 25 de diciembre de 2007

Nuestras direcciones.


Este camino ha sido más entretenido. No es que haya partido a ciegas, con una mochila y con unos cuantos víveres encima a recorrer el mundo. Sólo que sin nada de eso, y ni siquiera con la esperanza de salir de un lío, encontré el mejor camino. Aunque debo confesar que el término “camino” me parece acabado. Tanto manoseo, tanta interpretación, tanto uso metafórico, que resulta un exceso bien mirado desde la comodidad. Podría ser cómodo y leal a mi flojera perpetua, pero prefiero destacar en grande que este camino es en realidad, una carretera o bien dicho, una falla tectónica que recorre continentes y cava surcos en nuestra cordillera. Por eso tiembla, por eso los medios de comunicación hablan de enjambres tectónicos, por eso los planes de emergencia, por eso los simulacros donde moldes en tercera dimensión representan a Valparaíso dejando caer sus casas y al mar golpeando barcos enormes.

Leí hace algunos días Tiempo y narración de Paul Ricoeur, y en el capítulo sobre la intencionalidad de la historia, hablaba sobre la forma de comprensión que en general, tenemos todos frente a asuntos que de buenas a primera, nos parecen lejanos. Nada más lejano que la historia claro. Entonces cómo comprender lo inexistente frente a nuestros ojos (que son los ojos de Santo Tomás) es lo fundamental. El asunto es que Ricoeur a partir de una vuelta a la Poética de Aristóteles, aseguraba que la comprensión va de la mano con la metáfora, vale decir, con un uso propiamente narrativo y lírico. Son conjuntos de palabras que nos remiten a un conocimiento sensorial, a experiencias previas que dada su ubicabilidad en nuestras vidas, resultan ampliamente reconocibles. Lo mismo leí –pero de forma más fluida- en Borges quien decía que la buena poesía es aquella que nos da envidia, por cuanto de algún modo la reconocemos, sabemos que podríamos haberla hecho nosotros. Esa poesía estaba en nosotros. Como Farewell o cualquier poema de Neruda. Son preciosos espacios comunes que suelen huir, pero que de todas formas reconocemos. Por algo Elias Canetti aconsejaba leer vorazmente, porque entre tantas palabras, finalmente con lo único que es sincero quedarse es con lo que identificamos en medio de ese tránsito enfermizo, sin duda, camino por excelencia al terminar un libro.

No son pocos que hablan de textos para referirse a los discursos, a las palabras, a lo simbólico, a la vida en general. Por algo las situaciones son con-textos. Por algo los urbanistas leen la ciudad. Y los arquitectos escriben la ciudad.

Mi camino ha sido entretenido, son días en nuestra vida que poseen identidad e intensidad. Con una pendiente horizontal y otra vertical. Longitud y Latitud. Largo y Ancho. Como una marca declamatoria en medio de dos países; como el límite roto entre América y África. La imprecisión de despertar en la mañana sin ti, a pesar de llamar al desencanto absoluto, es el pago justo de este camino que linda con la felicidad más plena y la tristeza más peligrosa. Yo sé que estás junto a mí, sé que mi vida es una colección de puertas sin abrir como en esos concursos de los ochenta, sé que mi vida es de un panorama envilecedor, sé que mis manías son como los síndromes de un boxeador retirado. Cortes en el rostro, manos temblorosas, perdidas de razón y dificultades para hablar. Sé que el con-texto del camino es fatal. Sin embargo, cruzarlo junto a ti en direcciones tan opuestas como a la derecha y arriba o arriba y a la izquierda o arriba y abajo o abajo y a la derecha o abajo y a la izquierda, demuestra lo entretenido que ha sido este camino, donde las direcciones son nuestro juego más incomprensible. Nuestros lastres perdidos entre risas. El pasado, la melancolía, la nostalgia, la alegría explosiva, el futuro, el presente (por lo general comparable a una bomba de hidrógeno) que no deja nada en pie. ¿No son esas direcciones también? Direcciones que hemos cruzado y seguiremos cruzando, porque es justo admitir que este camino lleva a lo más sencillo, a esa experiencia envidiable como el buen poema de Borges o una suerte de “ciencia de la vida” donde juntos aprendemos a soñar mirando el suplemento de propiedades del diario, mientras el reloj también camina, del día a la noche.

martes, 13 de noviembre de 2007

Imaginar

Es una estafa. Soy una estafa. Dime, en primer lugar ¿él puede hacer esto? No, no me refiero a que pueda escribir sin mirar las teclas, quiero decir, si acaso él puede ponerse a pensar sobre toda una vida frente a un semáforo como si estuviera frente a su muerte. Una muerte roja y redonda; antes, precaución y adelante. ¿puede hacer eso?.

Mirar hacia su izquierda o hacia tu derecha considerando que esta vez vienes implacablemente de frente, y ver, en primer lugar a Ricardo Darín, el protagonista de 9 reinas, esa película argentina tan fabulosa creada por un director de corta existencia, y luego pensar, que no es que sea él, sino que es simplemente alguien que se parece en exceso, probablemente el doble de Ricardo Darín en las escenas de alto riesgo, pensando obviamente, en que el cine argentino funciona más o menos como el de Hollywood donde los actores son incapaces de subirse en una motocicleta. Lo miro otra vez y me veo, claro, se parece un poco a mi sobre todo ahora que traigo el pelo corto, como si yo fuera un neo nazi, uno especial (como todos) con cara de terrorista árabe. Pero más que en lo físico el se parece a mi por su estampa en la película de Bielinsky, insisto, el director muerto a la segunda gran película. Ricardo es Marcos y Marcos es un estafador. El tipo que estaba a mi izquierda también era un estafador. Qué se cree, se imagina seguramente que podrá hacerme creer que él es un actor argentino de renombre, y más tarde no conforme con eso, que no sólo él es un actor estafador, sino yo en y con su nombre. Claro que lo soy.

El semáforo en rojo y los autos pasan desequilibrados, como si desde la cordillera viajara el último glacial antes del fin del mundo y la erosión fuera un proceso adelantado. Una señora casi se sube a la vereda. Sobre el automóvil pequeño de color azul, un letrero que dice “en práctica”. La señora hace un gesto de disculpas, es el precio de aprender a manejar en Santiago. No se preocupe señora pienso entonces, siga usted derecho y no baje la velocidad, pero sea leal a eso y escúcheme bien, nunca baje la velocidad. Atrás un auto que parece una avant se detiene y por el vidrio delantero veo a mi tía. Sí, es ella, mi tía Sari que hace tanto tiempo no veo y que dadas las circunstancias de nuestras vidas, vernos resulta un asunto extrañísimo y cada vez yo la noto de más edad y ella seguramente nota lo mismo conmigo, con la salvedad de que atisbos de madurez no hay por ningún lado y por el contrario, soy un tipo más callado cada día. Eso le molesta a la gente. ¿puede él pensar eso? Y luego mirar bien por el vidrio, con unos ojos que se vuelven míticos y se multiplican sólo para darse cuenta que es imposible que la mujer del auto sea mi tía, porque ella vive en San Ramón, es de condición modesta y no tiene un auto como ese. Además, y esto sin duda es lo más importante, la mujer tras el vidrio se notaba mucho más joven a pesar de que estoy seguro que tenia más edad que mi tía. Los ricos se ven más jóvenes y más delgados. Van a gimnasios, practican yoga o cualquier actividad “primitiva” y comen alimentos perfectos que no generan grasas ni rostros curtidos por componentes de bajo costo. Y mi tía no es así. Verde.

Cuando camino miro a una compañera con la que casi no hablo, pero de todos modos las pruebas de cordialidad son permanentes y ella sonríe, yo hago lo mismo y luego desaparecemos. Ella en sus pensamientos y yo en los míos. Unos pensamientos móviles y que se amontonan al borde de un barranco, todos inquietos, perdidos, insomnes, y en medio de ellos sentado frente a una máquina de escribir sin una letra, Georges Perec. Sueño mientras cruzo el semáforo que Perec me dice que me tranquilice, que no tema: él no puede hacer esto. Él continúa, no se parece en lo más minimo a ti porque verás tú, tu no te pareces a nadie. No podrían compararte porque para eso, primero, tienen que conocerte y sólo una persona te conoce, pero falta un poco. Tu vas cambiando y dejas de ser un estafador.

Mentira, eso es falso yo sigo siendo un estafador, mírame –le digo en mis pensamientos a George Perec- ni siquiera tu eres Georges Perec. Los pelos hirsutos y desenmarañados, el rostro deprimido y su contextura flaca junto a sus lentes gigantes me dicen que él no es Perec. Busco a Cesárea Tinajereo me dice. ¿Fernández? No.

Arturo Belano, Ulises Lima, Juan García Madero y Lola. Pero yo sólo veo al hombre flaco frente a su máquina de escribir y sus ojos cada vez se hunden más en sus ojos, como una gota cayendo al mar o como la lava del Vesubio apagando el incendio de Nerón. Dos épocas distintas o tres, aunque si lo pienso mejor, son cuatro considerando los dedos cruzados de quien escribe.

Está bien sentémonos a conversar. Los pensamientos caen por el barranco como si de niños inválidos al borde del Taigeto se tratase. Sólo él y yo. ¿Belano? No. O bueno, sí. En realidad soy mucho más que Belano. Soy Auster, Monterroso, Fresán, Pauls, Benedetto, Philip K. Dick, Bukowski, Vila-Matas, Piglia, Pitol, Bioy-Casares, Cortazar, Joyce, Bombal, Lira, Maiqueira, Lamartine, Rimbaud, De Vigny, Reyes, Del Valle-Inclan, Villoro, Mario Santiago, Tzara, De la Cruz, Paz, Borges, Nabokov, Emar, Couvet, Perec, Teiller, Roa-Bastos, Schlink, Kafka y Bolaño y Bolaño y un pozo amargo enterrado en otro pozo en medio de un camping en Cataluña. Soy tus problemas me dice la voz, soy tus voces hablándote al oído mientras caminas por Carmen y miras a tu alrededor. E insisto, yo busco a Cesárea y escapo del chulo de Lola. Tengo a mis amigos esperando al borde de este desierto. Sonora es grande, no te olvides jamás de eso y las carreteras de Sonora te atrapan mientras tomas el volante teatralizando seguridad. No finjas, tu estás en Santiago y no en Sonora. No tienes para que estafarte.

Amarillo.

Pero dime ¿él podría hacer esto?

Rojo.

sábado, 27 de octubre de 2007

El viaje vertical.


"Ahora sé que una derrota trágica, algo así como la mía, escribió en papel de carta del hotel, siempre esconde detrás de ella, por muy penosa que sea ésta, una derrota secreta todavía más terrible, una derrota que al principio ni el interesado es capaz de vislumbrar mínimamente. "
(Enrique Vila-Matas. El viaje vertical.)

sábado, 20 de octubre de 2007

madera quemada


“A veces nos lamentamos
y en eso nos pasamos
y tampoco disfrutamos,
El sol aparecerá y las estrellas lo guiarán” (tu escrito de hace algunos años)

Yo miraba el cielo verde como el último enano de la selva valdiviana o como el primero en conquistar Dublín, antes de que fuera Dublín, antes de que los enanos fueran pequeños y por el contrario, parecieran gigantes entre los gigantes; visajes de un mundo imposible entre pinos milenarios. Donde la muerte es un árbol y la vida sólo una marea. Va y viene. Pero el árbol sube, incluso, a la nebulosa maya que bien conoces y luego baja, incluso al averno itálico que tan bien nos han hecho conocer. Nos abraza y se convierte en una araña con aires de hormiga siniestra, una hormiga de rincón que observa todo lo que hacemos, una hormiga de la guarda que nos tiene en su listado en caso de fallar. Una hormiga que es un árbol entero reptando por Dublín, por Belfast, por Santiago, por Helsinki, por Asturias, por la laguna San Rafael. Y se multiplica al acecho de nuestros impulsos terroristas, porque ella sabe muy bien, muy pero muy bien, que matar este amor sería como hacer tronar a la misma muerte, clavar en su centro un puñal infecto, un puñal aguzado que nos dejaría sin respiro por siempre, mirando un cielo verde por el que pasan las aves de la comedia de Aristófanes, esas que pactan con los dioses rutas celestiales, digamos, las mismas aves que toman el cielo por asalto y que más bien parecen embajadoras de la misma muerte. Una muerte que vive en un árbol a lo largo y ancho de todo el mundo cuidándonos de ella misma, una muerte generosa que no nos quiere, una muerte deslavada que procura conservarse solitaria mientras nosotros lo vivimos todo e incluso más, y esa muerte, esa que observaba con antelación a la felicidad me pide que la deje en su rincón en paz, pues ella misma, reconoce que esta vez nosotros hemos ganado. No sólo ahora, sino desde que nos cruzamos de forma invisible creyendo que estábamos muertos. Que soberbia la nuestra, creer que vivíamos en ese árbol cuando en realidad sólo reposábamos en la marea.

viernes, 19 de octubre de 2007

Porqué escribo.


"Escribo porque siento la necesidad de escribir, de sacar afuera lo que tengo en la cabeza. Guardaré los papeles en una caja de latón. Los nietos de mis nietos los desenterrarán. Entonces será distinto"

Antonio Di Benedetto. Zama.

miércoles, 10 de octubre de 2007

No me dejes sin ti.


Te espero, me desespero, soy un loco, uno redomado, redomado para loco claro jamás para sano. Y me ubico, me trato de encontrar ay por dios que complicado, dónde estoy, en qué lugar, ¿en este lugar? No, no me mientas ese es un viejo chisme, la cara azul del ocultismo. El ocultismo también tiene caras, porque si la luna tiene caras y se oculta, como no las va tener el ocultismo. Me quemo y ardo, tanto como un fardo o cien fanegas de trigo en temporadas de sobreexplotación. Escucha, así son las leyes del mercado: la abundancia engendra desvalorización en las divisas. Deflación le llaman mientras matan reces como enfermos y el vino cae en sus mismas tinajas. Qué locura más grande, qué ansiedad más tremenda. Mírame aquí están mis ojos desorbitados como los anillos de Júpiter que dibuje alrededor de Marte, soy yo, yo y mi imaginación desflorada. Un encierro baldío. Un laberinto de diez minotauros y una Ariadna gritando como una histérica. Stephen Dedalus frente a la costa de Irlanda y Joyce, ¿dónde está ese señor que complica la existencia, dónde estás James Joyce?. Con Joseph Conrad me responde no sé quien, un no se quien que a todas luces es un tu sabes muy bien quien o tu no te hagas el huevón que te parto la cara a combos. Joyce y Conrad sobre un barco. Sobre el Egeo, ay qué fue del Pobre Rey Egeo padre del asesino de Minos, soberano suicida que se entierra en el mar, un mar histérico como los gritos de Ariadna. Te espero, me desespero, ayúdame a encontrar el adjetivo justo más allá de las palabras que son a toda vista, los símbolos menos apropiados para la ansiedad. La palabra ansiedad termina en edad, seguramente porque el tiempo se extiende como un línea cronológica que va desde Ur de los Caldeos hasta la tercera guerra mundial, esa llena de oriflamas invisibles donde todos son santos y patronos de un orden más o menos acabado en Batavia. O en el Ganges. Quiero decir y espero ser claro, un orden muerto en aguas muertas, un orden sepultado con los muertos, un orden que siga las secuencias de los ragas, de las alocuciones carnáticas o ese exquisito puente indefinible del Samsara. Reencarnación de muertos. Primera duda. ¿era Foucault, Derridas, Deleuze o Wolfson quien recomendaba escribir sin parar y dejar que las escrituras sean como siempre lo han sido, independientes del dominio de la razón, o para ser más claro y descontructivista, patronas de la razón? ¿eran ellos o era Beckett? . De cualquier forma soy yo quien se descontruye y los binarismos, las estructuras, los círculos epistolares entre lenguaje y razón, quedan como ornamentos de este manicomio fabuloso metido en un loco. El loco encierra al manicomio. Las cosas se invierten porque así han sido los juegos. Pasamos de una época cosmológica a una realista de una realista a una idealista de una idealista a una metafísica de una metafisica a una religiosa de una religiosa a una universalista de una universalista a una racionalista de una racionalista a una empiricista de una empiricista a una empiriocriticista de una empiriocriticista a una naturalista a una positivista de una positivista a una historicista de una historicista a una estructuralista de una estructuralista a una neo positivista de una neo positivista a una neo estructuralista de una neo estructuralista a una posmodernista de una posmodernista a una posmodernista de una posmodernista a una posmodernista de una posmodernista a una posmodernista y asi hasta el infinito, considerando que el infinito no es ninguna de esas ideas, sino sólo y absoluto infinito indefinible e inasible. Pero capitulo. ¿dónde quedó el humanismo? . No sé. No me interesa el humanismo ni el ser humano en su larga y angosta faja de cuerpo, como Chile, porque pensándolo bien el ser humano es Chile, del mismo modo que el Mitclan es Mexico, el Averno Italia, el Infierno Israel e Israel está en todas partes.
Lo ves, las ideas se me cruzan y me transforman en un energúmeno peregrino, un miembro del clero regular más obtuso. Yo abad de Clunny, yo Abad de Aviñon, yo abad de cada uno de los claustros donde se encierra la memoria embelesada en sus mentiras esencialistas. Miento: la memoria encierra a la abadía. Por aquí desfilan los santos, toda la hagiografía, no sólo la de los cristianos apostólicos y romanos, sino también la de los cristianos ortodoxos, los hijos de San Pablo, los ermitaños de San Antonio y San Pacomio, los putos y maniáticos de la Iglesia en 1054 (los mismos de Humberto Eco) , los obispos del antipapa francés, los apostatas como Juliano hijo de Constantino, hijo del Edicto de Milán, hijo de la fe, esos que finalmente reniegan sólo para seguir hablando de religión. Como loco, como demente, como enfermo, como trastornado, como desesperado, como ansioso, como victima de un sentimiento que no es de este mundo, como prole de perros y lobos confundiendo los mil faroles de Santiago de Chile, con la Luna roja de Reykjavik en Islandia. Así te espero.

sábado, 6 de octubre de 2007

martes, 25 de septiembre de 2007

Confesión de último minuto.

Confieso que cuando era niño, un niño doble o triple si se quiere, pero un niño de pies a cabeza, como el que era cuando creía en el gigante de Swift y en las modorras alucinatorias de Alicia y su país de maravillas, tomaba un lápiz y un papel y dibujaba tardes enteras. Recuerdo los papeles en los que trazaba esas líneas informes pero de buen semblante, como hojas misteriosas, hojas pintadas a mano por alguien, tal vez un taiwanes, un coreano o cómo no, un chino. Eran hojas verdes, de un verde complicado de describir y cuyo ejercicio resultaba un desafío que por entonces, sólo mi madre podía cumplir. Ella decía que eran hojas verde-invierno. Invierno porque estamos en el invierno pensaba yo, pues a mi me parecían en realidad hojas verde-limón o verde-palta o en último caso y sobre todo durante la noche, hojas verde botella de vino. A esa edad ya había probado vino, digamos más por broma que por necesidad o aventura de tomar. Mi abuelo me dijo que tenía un vaso de coca cola para mí, pobrecito se ve que tiene sed, venga para acá, decía él, y tenía toda la razón del mundo, porque yo me hundía en sed. Luego él se reía con esa risa de maldad consumada, otorgándole de una forma u otra un valor oculto a mi cara de asco, a mis escupitajos desperdigados como migas de pan en el parqué del living. Confieso que mi abuelo era una gran persona, un hombre sabio, un viejo pillo, un artista, un convencido en la revolución imposible en la que nadie creyó, un recluta anónimo de las filas de Marmaduke Grove y por su puesto, un hombre de primera línea en la coordenadas allendistas. Y un bebedor eterno de buen vino. Una copita mijito, decía no sólo mientras mi abuelita le servía los caldos hirviendo a las nueve de la noche, sino también, mientras a las diez, a las doce o a las tres de la madrugada, menudeaba de bar en bar jugando brisca junto a los fotógrafos bohemios del Santiago de la revolución imposible. Y mi abuelo generalmente ganaba, entonces había fiesta en la casa, una celebración sibilina, oculta sin duda, porque todos dormían a las tres de la mañana mientras él llegaba con los pescados envueltos en papel de diario, con los bloques de queso, con las golosinas para los niños. Sabía que eso le gustaba a mi abuelita. Era su carta de presentación, como quien dice, el fin justifica los medios.

Confieso que esas historias me las contaba mi madre cuando yo era un niño de pies a cabeza, y yo claro, ponía una atención digna de niño mateo. De ese modo me iba a otro lugar y pensaba en cómo las cosas llegan a ser lo que son, como, en tiempos donde no existían medios de comunicación masivos, ni tampoco, privados, donde las distancias eran gigantescas y la noche de una oscuridad absoluta, alguien con seis hijos podía vivir la vida de esa forma.
Sentí y viví las historias que mi mamá me contaba sobre otro tiempo, arrobado en una seguridad completa, la misma por ejemplo, que deposito cuando me pongo a pensar en los bosques de la Edad Media, en el Irmsul, en algún paseo ideal por la Alameda de los veinte. Quiero decir, me sentí solo, sin gente a mi alrededor, como si yo hubiese viajado en una maquina del tiempo que contemplase solamente tiempo y espacio, sin incluir –por asuntos de seguridad- a la gente. Me vi sentado en la vereda de la Alameda y vi carruajes, caballos, perros desnutridos pero inmensamente felices, aunque sobre todo, a Santiago entero para mi solo. Creí, mientras mi madre seguía revelando secretos de mi abuelo, que podría haber sido capaz de robar un banco sin problemas, algo así como un Al Capone de la soledad. Confieso que me sentí terriblemente libre, perdido entre tantos edificios y objetos antiguos, terriblemente libre porque comencé a desesperarme sin alguien a quien decirle que había tanto por descubrir, tanto por vivir, sin alguien a quien llevar lejos, pero también traerla mil veces de vuelta a una casa enorme, que dadas las condiciones establecidas por la maquina del tiempo, era sólo para nosotros.
Era un niño que sabía que volvería una y otra vez a recordarme niño, cómo ahora, cómo en las mañanas cuando extraño el desayuno en la cama viendo el Pipiripao, cómo cuando me ponía a pensar en mis amigos y me daba cuenta que eran todos prescindibles y por dios, maldita mi condición de encierro eterno que supe sería infinita. Confieso que cada palabra de los relatos de mi madre, quedaron grabados porque mi ficción era perpetua y siempre los viví desde el ángulo incorrecto, como cuando un amigo del colegio me habló de Saddam Husseim y me dijo que él era un demonio y que su nombre era una versión encubierta de uno de los tantos apodos que lleva el diablo. Satán vive en él me decía, y luego me hablaba de bolas de fuego que salían del mar, en una playa no muy lejana. Probablemente Con-Con. Desde entonces Con-Con me recuerda bolas de fuego, además obviamente, de continuar cediendo a la mala manía de turbarme con Hong-Kong y con Bruce- Lee y con dragones, tigres y viejos centenarios con cabellos y barbas largas. Y por todo ello, es decir, por las bolas de fuego, por Saddam y por los cuentos fascinantes sobre mi abuelito, me desvelaba en las noches.

Debía dormir con las luces prendidas y a pesar de que mi madre la apagaba constantemente, porque ya estaba bueno, yo era un niño que no estaba para esos miedos, al final terminó cediendo y consideró que pasaban cosas extrañas por mi cabeza. Temores fundados quizás, exceso de protección seguramente. Pero no, no mamá, no es nada de eso, es todo lo contrario, pero cómo te lo explico, sólo déjame seguir despierto, quiero seguir soñando y es más, quiero dibujar ¿me podrías traer una hoja verde y los faber castells que me compraste la otra vez?. Sin embargo mi mamá siempre fue una madre excepcional, y a propósito que hoy salió una noticia sobre las implicancias de la falta de sueño, algo así como riesgos concretos en el aparato cardiovascular, ella decidía no hacerme caso y apagarme la luz para que pudiese dormir bien.

Confieso, y lo hago con algo de vergüenza, que ayer me costó apagar la luz. Sentí que si lo hacía, que sí apretaba el interruptor de la lámpara, me iba a diluir en una pena que parecía mayordomo de una casona confinada en un latifundio sin luz, en una parcela enorme sin ningún tipo de civilidad. Pensé que el vacío de mi estómago se extendería como una gota de agua en papel roneo, y yo desparecería o no querría aparecer nunca más, lo que al final es lo mismo, pero con variantes en el asunto de la cobardía. Qué fuerte me tomaron esos pensamientos, esas palabras escritas con teclas duras de máquina de escribir antigua y que por lo tanto, son necesarias golpear y retroceder todas las veces que sea necesario para que la letra quede marcada. Eran imágenes indelebles, círculos sagrados en un río que parecía detenerse de improvisto en medio de árboles que seguían moviéndose, en medio de pájaros que seguían volando, en medio de nubes que seguían rompiendo el cielo partiendo el horizonte en dos.

Qué hice, qué me hicieron, qué hiciste para relegarme a este sitio tan repleto de ti, que ahora dejo de escuchar con atención la trompeta de Miles Davis, y la voz de eddie vedder se convierte en una sonoridad fantasmal, media muerta media viva, donde reconozco que así son las cosas cuando no estás conmigo. Son como fantasmas y el único recurso que poseo para defenderme de este universo medio muerto medio vivo, es la luz, mi lámpara que me mantiene despierto a fuerza de cansancio en los párpados y ojeras que se agrandan como sacos henchidos por helio y que como los globos, se van al cielo a buscarte.

Tengo dos mundos desde que nos tomamos de las manos ¿recuerdas cuál fue la primera vez que nos tomamos de las manos? y ¿cuál fue la primera vez que caminamos abrazados? ¿cuál fue la primera vez que nos tendimos en el pasto a mirar el cielo? .

Confieso que tu aroma me desvela y que a pesar de que ahora conozco de qué se trata el berries, me cuesta mucho creer que sólo sean frambuesas y moras, más bien creo que es la esencia de algo sagrado mi vida, espera, ahora que lo pienso mejor, recuerdo que cuando olfateé el agua bendita mientras el cura daba el sermón de Juan Bautista, no sentí ningún olor, así que asumo que lo sagrado es inoloro del mismo modo que invisible. Y si tu aroma no tiene que ver con epifanías ni escatologías vanas, entonces tiene que ver con la soberanía más plena de la vida sobre la otra vida, de la vida sobre la muerte, de la vida sobre ese estado inerme que es el cansancio. Recuerdo tu aroma y me desespero, pienso en mis hojas verdes y me urgen. Creo que podría dibujar tu aroma aun cuando corra el riesgo de garabatear el papel con decenas de sinónimos de belleza. Pero amor, yo quería confesarme de otro asunto, uno que no aguanta más dilaciones. Asi que procederé: Mientras mantenía la luz prendida y te extrañaba al punto de concentrarme en extrañarte, tomé un libro, no para dejar de extrañarte sino para imaginar que podrías estar a mi lado mientras yo lo leía. Escogí ese que te gustó tanto, el libro de las mil citas, el libro perfecto para dedicar párrafos jugando a decir un número, dar con ese número en una página y leer. Confieso que he leído poquísimo de ese libro, por lo que comencé donde había quedado. Página setenta y cuatro: “¿podemos conservar la juventud abrazados durante el resto de nuestros días a una litera color a abeto?” . Después de eso y de preguntarme sobre el color abeto, no pude seguir leyendo. Debo haber caído vencido por el sueño, lo que implica ante todo, dormir para soñar.

Mi madre me contaba que mi abuelito le tomó sus primeras fotos al Padre Alberto Hurtado cuando aun no era Santo y por lo tanto, más santo que ahora. Soñé que me lo contaba mientras yo dibujaba en las hojas verdes una camioneta verde. No recuerdo muy bien el lugar en que me hablaba de eso, pero sí, que yo no era un niño, no el niño doble o triple que fui en un comienzo, sino el niño perdido que soy al final. Dibujaba sin necesidad de pintar una camioneta verde en una hoja verde, de tal forma, que al interior del sueño o de la voz juvenil de mi madre, tenía tiempo suficiente como para soñar o pensar o imaginar, e hice lo de siempre y me soñé solo en los escenarios que describía mi madre. Como en Vanilla Sky, como en Abre los Ojos. Era todo tan limpio, como si la vida sin mucha gente fuera un regalo paradisíaco, elegíaco por donde se mire. Y mi madre me hablaba de la maquina con que mi abuelito sacaba fotos. Cuando lanzaba el flash se sentía una explosión que hacía pensar que el aparato funcionaba con la perdida necesaria de algún fusible o una ampolleta, decía ella. Imaginé el flash, imaginé la explosión, imaginé la luz y el estruendo. En el cielo, todo lo imaginé en el cielo y ya no era la Alameda ni los años veinte, era el cielo, que según leí por ahí, se escapa al tiempo y a las ciudades, siendo el cielo de Praga el mismo de Santiago. Pero yo no imaginé el de Santiago ni el de Praga ni el del Magreb, yo imaginé uno como el de una foto que sacaste y aparecen nuestras manos. Ese cielo es doble. Son Dos cielos con dos manos. Una tuya y una mía. Me sentía tan bien mi niña, como cuando era niño y las historias de mi madre se me clavaban en la cabeza con la única salvedad, que yo las vivía internamente en la más absoluta soledad. Como un mendigo sobrio que sigue durmiendo a la intemperie aun cuando la ciudad está vacía, sólo que ahora me sentía más seguro, más confiado en que los edificios, las casas y los lugares públicos no se llenan con gente, sino simplemente con el deseo impostergable de habitarlos allí por siempre, pero insisto, yo no miraba la ciudad, lo que yo veía con detención, era el cielo y nuestras manos compartiendo todo lo que duplicado, se funde en un solo plano.


domingo, 2 de septiembre de 2007

Turbulencia

1.- Claudio

Desde muy pequeño, Claudio mostró una impresionante habilidad para escribir y ya a los ocho o nueve años escribía su primer cuento, una breve historia de un hombre sin obligaciones que se la pasaba todo el día mirando desde el octavo piso, lugar en donde quedaba su departamento. Se trataba de un hombre sin vida aparente, totalmente cansado y harto, pero sin ningún tipo de problema que lo apremiara. Así lo describió Claudio a los ocho años. El final del cuento en cambio, era de mayor optimismo básicamente porque en la imaginación infantil de Claudio, la idea de volar era una realidad promovida principalmente por sus sueños diarios de hombres pájaros y superhéroes que disputaban un cetro mundial con Superman. Un Superman viejo, flaco, con barbas espirales y con un traje lo menos ceñido posible a su cuerpo. Sin duda se trataba de un Superman poco convencional.
La solución para el protagonista del cuento de Claudio entonces, pasaba por el vuelo seráfico de un hombre desaliñado cuya vida respondía sólo a un instinto vago de supervivencia. Y para él, para Claudio y para su hombre del octavo piso, todo pasaba por el riesgo que dadas condiciones favorables inexistentes, es decir, comprobada la fatalidad de su suerte, lo único que resultaba aceptable era probar con la fortuna de quien a lo largo de toda una vida, no ha visto si quiera la mueca del genio en la lámpara.
En resumen, el cuento concluye con el hombre destrozado en el suelo y Claudio muy solícito a la hora de detallar el final, describe con prolífica disciplina de medico castrense, las vísceras, los huesos quebrados, las astillas del cráneo sobre el felpudo marrón con letras blancas "welcome" y el corazón caliente de David -es primera vez que da el nombre de su protagonista- que increíblemente saltó del pecho una vez que el cuerpo dio duros botes en el suelo.

2.- Simón

Simón Fernández al igual que Claudio, poseía ideas similares sobre el destino de un hombre solitario al interior de una casa. Pero lo de Simón o Simonky como le llamaban en el pabellón nº3 era algo distinto. Huérfano a los cinco años, pasó a un orfanato de niños hijos de militares, puesto que su padre había ejercido como coronel hasta el día de su muerte, precisamente el día anterior en que el niño Simón entró en la casa de acogida. Su madre lo abandonó luego de enfrascarse en una pelea con Federico, su padre. Muchos comentan que el Coronel tenía problemas de carácter y era extremadamente frecuente que llegado los viernes, emprendiera con golpes e insultos sobre su mujer. India mal parida, floja de mierda y chola asquerosa, gritaba Federico mientras calentaba la hebilla de su cinturón con la única llama buena que tenía la cocina. Y la golpeaba, la azotaba incansablemente como si su odio fuera una reencarnación, un pesado karma de siglos y como si su cargo en el ejército lo facultara para una disciplina espartana al interior de su hogar. Como si su mujer y su hijo, fueran enemigos de estado, rebeldes o montoneros cargados con armas.
Pero Maria González se cansó y se fue, pero no sin antes, tomar justicia, y adelantándose a la golpiza del fin de semana, clavó el viejo puñal que utilizaba para curtir los cueros de Buey, en el brazo izquierdo del Coronelcito, todo a vista y paciencia de Simón quien luego oyó un estruendo como un trueno sin lluvia, y un grito sofocado que blasfemaba contra su padre. Luego vio salir a su padre con su mano derecha sobre su brazo en sangre y se largó a llorar, no por la sangre que de a poco corría como un caudal entre los dedos, sino porque silenciosamente había comprendido que su madre, su mamita Maria, lo había abandonado.
Cuando Simón tuvo que dejar el orfanato no supo que hacer, o mejor dicho, no tuvo que hacer. Sin habilidades aparentes y buenas referencias, se dedicó vagabundear por el centro de Santiago. De vez en cuando se juntaba con gente parecida a él y decidían hacer algo grande, entraban a la fuerza en una micro y robaban todo lo que encontraban. Uno se encargaba del chofer y el resto, tres o cuatro aproximadamente, se dedicaban a recolectar lo que a los pasajeros les correspondía entregar. Así, Simón descubrió y aprendió a utilizar sus primeras armas de fuego con tanta prodigiosidad, que al cabo de dos meses ya había asesinado a unas tres personas, dos de las cuales eran miembros de la banda y que a juicio de él, estaban de más.

Nunca cayó preso y cuando estuvo detenido, fue en el psiquiátrico. El doctor Morales, un viejo psiquiatra con bigote engominado y barba con forma de chivo de ritual sectario, diagnosticaba severos problemas de personalidad con ataques sicóticos. Violencia inusitada decía su ficha. Pero Simonky no entendía nada de eso y cuando salía de ese horrible lugar apostado en Avenida la Paz, volvía a lo mismo, es decir, a las calles, a los amigos y a su revolver preferido. Para él, todo era extraño y no entender mucho de lo que vivía lo traía sin cuidado. La vida es así, se decía, sólo entendemos un pequeño porcentaje de lo que nos sucede, quizás yo entienda un poco menos, pero eso a veces puede ser una ventaja.

3.- Claudio

Claudio aprendió a vivir en la soledad de su personaje inicial. Sus padres que trabajaban prácticamente todo el día, lo trataban muy bien y como buen hijo único, recibía todas las atenciones posibles. Y qué decir de sus abuelos, cuya profusión de afecto parecía inconmensurable. Los fines de semana ellos llegaban con chocolates, juguetes y ese regalo tan extravagante a juicio de ellos, que resultaban ser los libros que Claudio leía. Entre sus favoritos estaban Julio Verne, Asimov, Doyle y más tarde, Philp K. Dick. Porque K. Dick, decía Claudio ya a los dieciocho no es para niños.
Encerrado en su pieza color marrón ladrillo, Claudio leía y escribía incansablemente todo lo que podía digerir o expulsar. A los veinte comenzó a participar en concursos de poesía y cuentos breves de distintas instituciones y revistas, y los ganó casi todos, exceptuando un par en los que concursó con cuentos y poemas sobre la muerte y el desamor. Para él, su mayor poema era "Contorsión", un poema libre rebozante en ideas metafísicas sobre la historia y el origen del amor y el odio. Una pretendida evocación a Parménides que en su verso final doblegaba el destino, de un personaje muerto.


Y si las horas fueran
Los centauros que tras su paso
dejan el polvo
que no es sino
el origen
y el final,
se comprendería mejor
que para Orfeo le es imposible
no mirar atrás,
porque el tiempo es la mentira
que pasa
y el polvo la verdad que queda
inmortalizada en un cuerpo
que no es el nuestro.
Un cadáver que viaja por el subsuelo,
al mismo tiempo
que leo los primeros versos de Homero.



El jurado dijo que era un buen poema, por el hecho de que narraba dos historias en un sólo tiempo. La del lector contemporáneo que lee a Homero, y la del popular mito helénico siempre, en un mismo plano temporal, un plano que oscila entre el más acá y el más allá. Sin embargo, Claudio no pensó eso y él se concentró en ambos planos considerándolos como uno. Lo mismo hacía con todo lo que llegaba a sus manos. Era capaz de zambullirse en una historia a penas leía el título y cuando la relación era más o menos familiar con el autor, esto es, cuando ya había pasado por sus manos uno o más libros de él, era posible decir que Claudio se transformaba en un apostata y lo dejaba todo, sólo para dialogar con su autor. Buscaba el otro lado, el de Hemingway, esa parte fantasmal de los cuentos y las novelas y trataba de impugnarle al autor pequeñas referencias sobre los derroteros de la historia. Y así se la pasaba la mayor parte del tiempo, entre sus cuatro paredes adornadas con un Duchamp, un Miró y un Rivera. Y cuando no leía, miraba el Duchamp y se quedaba absorto en esas figuras nuevas, en esos trazos inexistentes que lo llevaban a pensar también otras formas, que de forma perentoria debía conciliar obligadamente con las ya conocidas. Su ciencia ficción no era la mejor.

4.- Simón

Cuando vino el golpe de estado o el pronunciamiento militar del 73 en Chile, para los que aseguran que la población estuvo totalmente de acuerdo con la medida, a Simón lo pillaron con un arma en la mano asaltando un kiosco en Avenida Recoleta, pero los milicos pensaron que era un militar encubierto que estaba descargando plomo contra los comunistas parasitarios, así que no sólo lo dejaron, sino que además le ayudaron y dispararon contra la señora Graciela de sesenta y dos años que a la fecha, tenía tres nietos, dos hijo y una hija embarazada que sin saberlo, era detenida en Independencia.
Simón sólo atinó a sonreír y luego dijo, que el se encargaba del huevón del techo, a propósito de un hombre que al ver la escena gritaba en tono irónico y rabioso "esos son mis generales valientes, ahora cantemos el himno nacional". Y así le dio medio a medio entre ambas cejas.

Y los disparos no dejan ese hueco perfecto que se muestra en las películas de hollywood, un disparo deja una masa deforme y recalcitrante esparcida por todo el suelo, como carne molida, órganos semi muertos palpitando en la acera. Algo así es lo que recordaba Claudio, al evocar una lectura de Ricardo Piglia, en el 2003, cuando por la televisión daban un documental del año setenta y tres, y Claudio miraba a ese hombre flaco y moreno con una admiración, casi teatral.

En ese momento, supo que toda su vida había sido una mierda.

La historia de cómo se encontraron Claudio y Simón es incierta. El doctor Morales que fue quien autorizó a Claudio a visitarlo durante la hora libre, dice que cuando él lo vio entre el resto de los internos, esbozo una sonrisa cómplice e incluso esa situación, lo hizo pensar en cierta patología incipiente en los ezquizoides del siglo veintiuno. A pesar del tiempo a Claudio no le costó encontrar a Simón. Estaba aun más flaco y con un aspecto de sobreviviente de Hiroshima o Nagasaky. Había manchas cafés en su piel que se extendían incluso a su cabeza, donde sólo había unos pocos cabellos desmarañados y peinados de una forma ridícula.
Simón lo vio pero no asomó ningún rastro de reconocimiento, ni siquiera esa intuición propia del paranoico, ni siquiera ese sentimiento de persecución que tienen los que han hecho algo mal, los que matan, los que violan, los que sonríen con el peso de la desdicha. Bueno, probablemente eso era una ventaja.

*


* Este cuento no tiene final y la razón es muy sencilla. No soy capaz de hacerlo. Sólo sé que hoy, soy incapaz de todo. Soy lo que algún día fuí en esos instantes helados donde lloraba con las frazadas en mi rostro o con el sonido de la pileta calándome los huesos haciendo de sangre en mis venas. En ese momento mi sangre, mis huesos y mi cuerpo estaban en otro lugar, en un oscuro y frío campo, bien bien lejos. En el sur junto al mar en el que seguramente me ahogué y sobreviví con la ilusión de estar vivo.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Así se destruye el pasado.




"Muero por un beso más (nada permanece). Me arrasas y después me arrastras, cuando no puedes volver atrás, suena como un ventarrón". Kuervos del sur, sin nombre.





D
ime a qué me atengo, a qué pilar me aferro para sostenerme mientras intento desenrollar un ovillo, dónde todos sus nudos son cabos sin atar, tejidos claro, por alguien que ni tú ni yo conocemos: un fantasma.

Qué hago, cómo te doy respuestas que no se cómo entran en preguntas, cómo concilio los signos de interrogación, con los afilados cuchillos de la exclamación. Dónde, mi vida, te escribo las palabras que quieres leer, dónde te grito las verdades que tus oídos quieren dejar de escuchar, para al fin, decir, está bien, no grites, ya escuché. Me pregunto a estas alturas, sobre mi, sobre ti, y sobre nadie más, porque nadie más entiende lo que tu y yo entendemos, y dudo que alguien más, se confunda tanto con las cosas que nosotros nos confundimos. Pero hay que hacerlo, porque no se trata del sol que sale todos los días para dar la vuelta y morir, y no es una serpiente emplumada, ni el ciclo de la luna. No son ciclos, yo no quiero ciclos, ni círculos, ni circuitos, ni procesos regulares, no quiero ni deseo mitos. Es por eso que te escribo.

Te escribo para dejar de escribir y para retomar, el trazo más amable de nuestras vidas. Necesito no volver atrás, no porque sea un riesgo, no porque pueda arrepentirme, no porque pueda confundirme, simplemente, porque atrás siempre ha sido y será, un lugar que no me gusta, de algún modo, un frío invierno por el que hay que pasar, pero jamás volver. Bueno, tal vez, sólo una vez.

Y esa excepción eres tú, la irregularidad de toda norma.

Tú, mi rebelde amanecer.

viernes, 3 de agosto de 2007

Esa extraña vocecita, esas jodidas palabras.



"Oía voces, entonces (según Bunge), el Gaucho Rubio. No siempre, a veces, oía voces adentro del cerebro entre las placas del cráneo. Mujeres que le hablaban, le daban órdenes. Ése era su secreto y hubo que hacerle varios tests y varias consultas con hipnosis para que fueran apareciendo los contenidos de esa música íntima. El psiquiatra de la cárcel, el Dr. Bunge, se obsesionó con el caso, se quedó pegado a esas voces que oía en silencio el interno Dorda." Plata Quemada. Ricardo Piglia.


Eran las tres de la tarde y como siempre, la tocata ni siquiera estaba a punto de comenzar, tomando en cuenta que debería haber comenzado precisamente, a la tres de la tarde. Además de Felipe, Rodrigo y Pato, nos acompañaba mi hermana con la intención de escuchar eso de lo que tanto hablábamos. Según ella, también lo hacía con la intención de ver a una de sus compañeras.

Se trataba de una tocata tributo. Covers de grandes bandas de Grunge, Pearl Jam, Nirvana, Alice in chains, y según lo anunciado por el panfleto, -que no sé desde cuando comenzó a llamarse flayer- Soundgarden. De todo eso, sólo oímos a Pearl jam y a Alice in Chains.

Yo lo sabía, claro que lo sabías, dice la voz extraña y fue por eso, que acepté feliz la compañía de mi hermana. Lo sabía y me sudaban las manos, lo sabía y en mi estómago quedaba el mismo vacío de gran momento. De qué forma puedo hablarle, cómo sostengo con mi voz, todo eso que ni siquiera puedo sostener con las letras. Dónde pongo los puntos y las comas, dónde organizo las frases sueltas que no pude ensayar, para sonar desinteresado. Dónde escondo mis ojos y guardo mis labios secos por la ansiedad.

Dónde fue la pregunta por excelencia, en momentos en que lo que menos importaba era el lugar, pero de algún modo, yo preguntaba dónde, sólo para lograr caer en algún lugar. Necesitaba escapar de ese lugar aun mayor que es nuestra historia, no la de los presidentes, ni la de nuestro pueblo, sino sólo la propia, la personal, la pequeña historia privada, acaso la más compleja de todas. Porque ella se esconde entre las plaquetas de nuestro cerebro y resuma vibraciones con cada latido, los del corazón y del aire, vuelve a agregar esa voz extraña. Cuando piensas en tu historia, el aire late. Todo adquiere vida; el asfalto, las micros, los postes, los edificios, el reloj, el tiempo, el sueño, los sueños. Y sobre todo mi voz, dice la voz extraña.

Y la tocata comenzaba, pero ella estaba tan lejos y mi hermana, que nada sabía, al igual que ella, me comentaba que allí estaba, que sí, que había venido. Claro que había ido, y ahí estaba, sentada con su tranquilidad habitual, al lado de un muro.

Dijeron que el grupo que abrió era improvisado, una mezcla de varias bandas y por lo tanto, los temas que tocaron, fueron los más populares, los infaltables que toda banda tributo, por fuerza de popularidad debe saber. Recuerdo que días antes, un tipo de nombre extraño, algo parecido al del vocalista de Oasis, Liam o Brian, me contactó por correo, no sé cómo, para que parchara a uno de los guitarristas que por razones impostergables, tuvo que dejar la banda. Al comienzo dudé, pero luego ya lo tenía muy claro. No.

No tocaría. La razón es que no era lo mio, porque me aterra la gente y porque había que preparar temas que para la proximidad de la tocata, saldrían a medio andar, como cojeando en medio de las distorsiones que por lo general salvan a todos los guitarristas de los errores. El rock en realidad carece de buenos guitarristas, y la distorsión, ese famoso Overdrive que traen los amplificadores, pero sobre todo las pedaleras, logran sacar adelante a los rockeros. Entonces dije que no, pero quedó la espina, esa pequeña idea de hacer lo que más me gustaba, no por un placer narciso, sino sólo por jugar con lo que tenía valor. Demencia temporal, como todas. Bueno, de cualquier modo, lo haría más adelante, no con una guitarra en las manos, pero sí cantando de la forma en que Layne Staley no hubiese cantado.

Y pensaba en eso, cuando veía al gordo guitarrista hacer el solo de Alive, pero pensaba en que estuvo muy bien escogida la opción de la dimisión, cuando miraba a mi izquierda y la veía a ella, cantando sin mayores alardes. Mirarla era todo. Nunca algo me resultó tan sencillo, pero tan complejo de dejar. Resultaba un suicidio. Mirar y pretender dejar atrás todo lo que me provocaba, era una mentira, que ni siquiera debía ser discutida o interrogada. Cada vez que la miré fijamente y con esa concentración de niño leyendo por primera vez, terminé sentado al fondo del patio de mi casa, oyendo el agua correr. La misma agua que corre siempre de formas diferentes.

El grupo terminó de tocar su repertorio y hubo una pausa. Se trata de bandas amateurs, así que todos arman como pueden lo poco y nada de lo que logran valerse para sacarle algo de provecho a los instrumentos que nada tienen de espectacular. El mismo amplificador para todas las bandas, la bateria que muta según el grupo (porque no hay nada que sea más valioso que los platillos), y los micrófonos que por lo general se escuchan tan bajo, que terminas por oir la voz del tipo que está al lado, y que a veces, canta mejor que los vocalistas de los grupos tributos. De seguro ella cantaba mejor.

Esa era su voz y yo nadaba allí. Me derretía como en un cuadro de Dali, y llegaba a su voz, pero terminaba amontonando mis restos de ir y venir -lo que se conoce también como devenir- , en el suelo. Su voz me hacía caer, ¿asi es cómo sonaba? .

El turno de Pearl Jam. Y ellos se anunciaron como la banda oficial de pearl jam, que además realizaba sorteos oficiales, pero con discos piratas. Estaba todo arreglado y entonces ganó mi amigo Rodrigo quien era amigo de la hermana del baterista de ese grupo. Con una pedantería legendaria, el vocalista, que según se oyó en una tocata anterior, fue llamado Freddy Vedder, anunciaba que tocarían temas inéditos de Pearl Jam. Y así sonó Sad, que según tengo entendido se traduce por pena o tristeza, y desde ese día, Sad me recordó a ti, porque no tenerte cerca era algo tremendamente triste.

El amplificador Marshall de 30 watts seguía dejando salir a la guitarra, pero los de Elemento neutro dijeron que ya no se podía más, que la caja del aparato estaba lo suficientemente caliente como para quemarlo. Así que se llevaron el amplificador, aun cuando ese no haya sido el trato. Los de Nirvana, Amnesico según recuerdo, alegaron lo suficiente como para llegar al extremo de hostigar a medio mundo. Y así es como se terminó la tocata. El vocalista de los Nirvana boys, se quedó plantado en medio del escenario, con un rostro que parecía sacado no de un video de Nirvana, sino que de uno de los Sex Pistols, y los que bromeábamos con la desgracia ajena, pensamos en más de algún momento, que si bien no pudo tocar ni siquiera un acorde por culpa de los agrandados de Elemento Neutro, si podría lanzar la guitarra al suelo y reventar las cápsulas, de tal forma, que incluso los más avezados rockeros presentes, rindieran un pequeño homenaje, aun cuando laudatorio, a la memoria de Kurt Cobain.

Y te sentaste al lado mío, pero no al lado mío, sino que a la derecha del hermano de tu compañera, porque debo confesar que en ese momento dejé de ser yo, y sólo recuerdo haber sido un punto de fuga atrapado en un punto de partida, que según concluí, eran lo mismo. Y yo que era un punto de partida, me quedé ahí, inmóvil, pasmado, sin nervios que tensar.

Las cosas que pasaban por mi cabeza, lo hicieron de verdad y me atravesaron como una corrida de balas o un puñado de gotas en el desierto. Llegaron y se fueron, y no pude hacer nada para contener. Podría haber tomado la iniciativa, podría haberme dislocado y quebrado como lo hace una estalactita o una piedra de obsidiana en un infierno ancestral. Romper el hielo, destrozarme, mutilarme y multiplicarme, para descomponerme, como una ecuación en medio de un último deseo. Y sentía la voz del tipo que me apuntaba y me exhortaba a cambiar de deseo. Si vas a morir, decía, no puedes pedir como último deseo, resolver una ecuación, y luego agregaba que podía buscar a mi familia, a mis amigos, mis pertenencias más personales. Pero yo sólo quería descomponer ecuaciones, porque sabía que eso significaba safarme de la cuerda, y darle un tiro a esa voz, que es la nuestra, pero que se escucha como intrusa, esa voz, que tú y yo, coincidimos que es el ajeno sonido de la conciencia.

Estabas a mi lado, más cerca que nunca y lo único que pude hacer, por culpa de una fuerza que aun no logro explicar, fue mirar al tipo que cantaba como Cobain, sentado sobre un amplificador, y con un rostro más triste, que una cara a la cual le falta todo, menos la tristeza.

martes, 31 de julio de 2007

Está bien

El gesto técnico del enamorado, al escribir una carta, es por lo general un poco confuso. Lo hace porque quiere hacerlo e incluso porque necesita hacerlo, sin embargo, su rostro es de complicación. Los directores de cine le dieron en el clavo, cuando pusieron a un “Romeo” escribiendo toda una noche, al mismo tiempo que toda una noche, botaban y botaban esas cartas. Había que arrugarlas y enviarlas al papelero con algo de odio. Romeo se odiaba a sí mismo, por no decir lo que sentía, pero era perseverante y continuaba hasta que de a poco, el papelero comenzaba a llenarse. Mil formas de empezar una carta, pero ninguna correcta para concluirla.

Escribo, luego pienso.

Y tengo la mala manía de meter a autores en todo lo que escribo.


Es complicado.


Dicen que Foucault tenía la misma manía, escribir por escribir y en una especie de exégesis apresurada, al mirar el resultado, se daba cuenta que lo que hizo, fue lo que tenía que hacer. Si se lo piensa un poco mejor, al escribir lo que debemos hacer es escribir, lo mismo que un carpintero al martillar, sólo darle al clavo con fuerza, una, dos, tres o las veces que sean necesario para que la madera se lo trague. Bueno y Canetti, aconsejaba leer de la misma forma. Leer y leer como si fuéramos fuerzas centrípetas que lo absorben todo. Tornados tragándose mil historias, mil vidas, hasta que en algún momento, algo nos hace sentido y paramos. Página 65.

En 2046, una película china muy buena, pero algo larga, Chow el protagonista decide escribirle algo a la mujer que ama, y a diferencia de la actitud del Romeo ensimismado en la idea de escribir una carta rebosante en sentido, y en juegos florales, Chow sólo es capaz de sostener su lápiz durante horas, frente al papel, sin tocarlo. Las horas pasan. Chow no escribe nada. Sale el sol. Chow no escribe nada. Se oculta el sol. Chow no escribe nada.


Siento, luego existo.


En días como hoy, es decir, en días perfectos o sobre-perfectos, lo primero que se me viene a la cabeza es escribirte. Botarlo todo, arrojarlo al papel y enviarte una carta para que entiendas todo lo que me haces sentir, pero lo admito, especialmente hoy, me resulta imposible, y se trata de una imposibilidad que ya dejó de tomarme por los pelos.

Estoy seguro que en este momento, de lo único que soy capaz, es de recordarte, mirar tus fotos, jugar con tus fotos, releer tus cartas, escuchar tú música, porque ya sabes, Sigur ros no es Sigur ros. Sigur ros eres tú, al igual que Beth Gibbons y Aime Man, y si tuviera un Té de Amareto esto sería aun mejor, pero quizás te extrañaría aun más y lo confieso, eso me da mucho miedo. Quiero decir…


¿ Y si me vuelvo loco?




domingo, 27 de mayo de 2007

Un jardin para poblar.


“Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?” ( Italo Calvino, El jardín encantado )





Ya han pasado más de tres años, desde esa ocasión en que en una conversación nocturna, hablaba de la felicidad. Era casi un rito, eso de quedarse de amanecidas, conversando sobre temas en amplios volúmenes, desde algún grupo musical hasta, las disquisiciones más etéreas, sobre, asuntos aun más inasibles.
Recuerdo con especial detalle ese momento. No fue especial ni mucho menos, y a decir verdad, fue muchísimo más frío de lo que hubiese querido. Eran letras, grises ariales, paseándose por una pantalla, tratando de dar significados. Y yo preguntaba sobre la felicidad “crees que exista la felicidad”, habría sido seguramente la pregunta –lo expongo así, porque no me acuerdo a cabalidad- y su respuesta, habría sido “si, pero no como todos creen”.

Hablaba con una compañera de mi hermana. Una amiga y compañera por esos tiempos. No recuerdo cuál era mi condición, si era estudiante universitario, o alumno del colegio, pero sí, recuerdo la situación de ella; alumna de colegio. Lo que sucedió, en resumidas cuentas, fue que ella, la compañera de mi hermana, me dijo que efectivamente creía en la felicidad, pero no del modo en que todos creían en ella.

Estaba hablando con una mujer especial, no tanto, por su respuesta distinta al común de las percepciones sobre la felicidad, como por la forma, en que me explicaba su punto de vista. Y ella se refería a la felicidad como a un tránsito, a un camino constante y sin tendencia a acabar. La felicidad, siempre se está haciendo, y jamás se encuentra plenamente. Ella me preguntaba si entendía, y yo, para demostrarle que sí, le daba ejemplos, el de la mujer que buscaba su felicidad en un futuro hijo, pero que cuando lo tenía, la felicidad iba a ser, de allí en adelante, otra: mantenerlo y hacerlo feliz. La compañera de mi hermana, a raíz de esos ejemplos, decía “eres un buen alumno” . Lo cierto es que yo no lo tomé como exageración ni mucho menos. Ella me hablaba sobre la felicidad, y yo aprendía de eso junto a ella.

Es sabido que todos los filósofos, en especial los socráticos, se hicieron esa pregunta una y mil veces, y además, aseguraron que la finalidad del hombre, es conseguir la felicidad. De eso no hay duda, pero qué sucede entonces, cuándo se sabe que la felicidad no existe, o que ella es en suma, una palabra que sólo se puede mascullar a medias. Se busca, se encuentra, se escapa, se busca nuevamente, se encuentra por segunda vez, y sigue su rumbo. Como un gato acostumbrado a la independencia al que no puedes lograr meter en una casa.
El hecho, es que me quedé con esa concepción, con la idea que planteo la amiga de mi hermana, hace algunos años.

Pero en ese momento a pesar de sus convincentes argumentos, yo ya tenía mi idea de la felicidad. Y era una idea imposible.

¿cómo le explicaba a ella, la compañera de mi hermana, que para mi, el asunto era sencillo y que simplemente, ella, era mi felicidad? No podía, claro que no podía. Ella buscaba otras cosas, otras personas, y ya estaba invadida por otros sentimientos que no tenían mucho que ver conmigo. Además, sería inentendible. Inentendible porque, yo me hacía inentendible, me descomponía, me dividía, me multiplicaba por la tabla del dos, y me dividía por el mismo número. Ella, era sincera, y yo, sólo un atado de anhelos incomprensibles.

La compañera de mi hermana hablaba casi todas las noches conmigo. A veces, cuando bordeábamos las seis de la mañana, ella, para evitar el reto de su padre, debía disimular que no estaba despierta. Yo hacía lo mismo. Sentía a mi papá levantarse para ir al trabajo, y apagaba el monitor. Luego, descubría mi cama y me metía dentro. Esperaba que se fuera y volvía a hablar con ella. Ya no hablábamos de la felicidad, pero yo me sentía feliz.

Me conformaba con poco; sólo sus letras, sus pensamientos diseminados en forma de datos cruzando una ciudad en llamas. Y sentía que la quería. Recordaba como se veía con ese chaleco verde, que una vez alcancé a ver puesto en ella, intentaba imaginar su voz que hasta ese momento, desconocía, trataba de adivinar cómo era su pieza, cómo y de qué colores, eran sus espacios más cercanos e íntimos. Y las palabras, sólo las palabras, me ayudaban a eso. Fue un momento de mi vida, en que las palabras me salvaron, y las palabras me volvieron loco. Me hicieron leerlas en todo lugar, la busqué en las poesías más increíbles, en las prosas más trágicas, en las canciones de melodías hiperbóreas y analfabetas, porque yo no entendía nada.

Eran los tiempos en los que creía en la profesión que estudiaba, los años en los que jugué como un niño a construir proyectos. Soñaba con los ojos abiertos, con las manos dispuestas para tomarlo todo; desde la guitarra hasta los libros, que desde entonces, fueron mi segundo hogar. Traté de escapar, pero ¿de qué? De esa felicidad. De la felicidad de la que hablaba la compañera de mi hermana, de ese camino interminable, hacia una verdad inalcanzable, y lo hacía, porque no lo entendía, a la vez, que sí, sentía una suerte de resignación fatídica.

La relación era clara: ella, me decía que la felicidad no existía, y yo, sólo pensaba, que ella era la felicidad, y que por lo tanto, se equivocaba, la felicidad si existía y no era un camino, sino que más bien, era un final de camino. Pero por otro lado, ese final de camino me era censurado. Cada paso que intenté dar, fue desviado, a veces por mi propia torpeza, y otras, por una imposibilidad desquiciante. Y ahí creía en sus palabras : la felicidad plena no se consigue nunca. ¿porqué no podía estar ahí para mi? ¿porqué no podía ser ella, una estrella en mi cielo?.

“Porque no eres para ella, porque ella no es para ti, porque tu no le gustas, porque tu eres de una forma irreconciliable con su visión de mundo, porque debes buscar tu camino en otro lugar. En otro lugar…”

¿Dónde? En la vida real. Debía dejar de lado las conversaciones platónicas y pletóricas de ideas coloridas, debía en síntesis, dejar de intentar llegar a su mundo, pues el mío, estaba a años luz y debía, antes que todo, solucionar mis problemas. Y los problemas en ese entonces, estaban relacionados con el exceso de cuestionamientos a los que sometía a todos, y a todo. Trataba de entender, lo que me angustiaba, pero así fue como deshice y terminé efectivamente, apartándome del camino de su felicidad. Terminé calculando, acomodando y rearmando un rompecabezas, que según mis propósitos, debía llevarme a ella. Sucedió que jamás se trató de entender ni pretender.

Recuerdo que ella decía “quien busca se pierde con facilidad” . Y si la felicidad era una búsqueda, entonces el extravió debía ser su antítesis, acaso, la peor de las perdidas: la infelicidad.

De eso, ya van más de tres años. Hace algunos minutos, nuevamente hablaba sobre la felicidad con ella, la compañera de mi hermana, que ya, no es más su compañera y que por esas cosas del destino, su contacto actual se resume casi en cero. Pero yo, el hermano de su compañera –mi hermana-, sigo hablando con ella, pero de forma distinta. Ahora conozco su voz, sus espacios más cercanos e íntimos, el aroma de su piel, la textura de sus manos, la forma en que se ve con su chaleco peludo puesto, y el sonido de las sílabas que forman la palabra felicidad, cuando su boca las expulsa como si las hubiese guardado desde hace mucho. Pero esta vez, la ex compañera de mi hermana y hoy por hoy, mi vida, al hablar de la felicidad, se remitía a contestar que no la entendía, pero que de cualquier forma, quería ser feliz conmigo, es decir, el mismo que hace algunos años, sentía que el camino para llegar a ella, era una ruta imposible.

Ahora que pienso en todo esto, sé que seguramente, a ella no le agradará nada la retrospección insistente de mis recuerdos, pero si lo hago, es sólo para darle la razón: la felicidad es un gran camino por alcanzar, pero al recorrerlo junto a ti, algo me dice que ya lo he alcanzado.

martes, 8 de mayo de 2007

Los escritores beatditos


Y suponiendo que uno fuera un gran escritor, un secreto Shakespeare, de la noche acolchada? Realmente, un poema de Baudelaire no compensa su dolor, su dolor (fue Mardou quien finalmente dijo:
hubiera preferido que él fuera dichoso en vez de los poemas desdichados que nos ha dejado -Jack Kerouac- Los subterráneos


En el prólogo realizado por Fernanda Pivano -escritora italiana amiga de Hemingway y autora de un libro de entrevistas realizadas a Charles Bukowski- a la novela “los subterráneos” de Jack Kerouack, se desprende toda una genealogía del término beat aplicado casi universalmente, a toda aquella literatura yonqui, ebria, y contemporáneamente maldita. En síntesis, la autora concluye que ha existido un abuso del concepto, sobre todo por parte de los criticos europeos, que a ultranza, lo han hecho encajar con sus escritores, Camus sería beat, Céline sería beat. Lo cierto -para esta autora- es que este término, es una invención precisamente del autor del libro que ella prologa. Kerouac crea a los beat, pero sin duda, su creación es la del discurso del beat. En cambio, la carne, la materia beat, la esencia escritural de aquella generación de autores desconectados de las normas y sobre todo del espíritu de su época, puede encontrarse en todo tiempo, aunque por la voracidad de su prosa, J.S. Fitzgerald, sería el antecedente más prístino de esta corriente, que de corriente lo único que posee, es precisamente salirse de la corriente.

Leyendo toda su introducción -desarrollada con un gran despliegue de erudición- comencé a preguntarme por el título de la novela de Kerouac. “Los subterráneos” qué quería decir con eso ¿era un fiel reflejo de ese mundo sórdido, extraño y sumamente oculto? O más bien ¿se trataba de toda una mentalidad de topo?. Pensé en el abisal universo creado por Kusturica, en las obras de Jodorowski, en el lado oscuro en el que hurgó Foucault, la veta prohibida de la moralidad en manos de Sade, los martillazos a toda una tradición en Nietzsche, los intersticios vírgenes violados por Cage, Stockenhausen, Messiaen, y en definitiva la prosaica actitud del hombre que duerme sobre las leyes, y vive sobre las prisiones de otros. Porque se trata de vivir sobre, y no bajo. Entonces, se es subterráneo porque se está abajo de un montón de discursividades, convencionalidades y estupideces infundadas -en realidad muy bien fundadas-, pero se es inquilino de los más grandes rascacielos, porque en suma, todo lo que viene de la formalidad, o del derecho -el formal, no el positivo- se pisotea.


Me pareció que el beat, el subterráneo, en realidad no era tan anónimo, ni menos el personaje sibilino, del que muchos, profitan. El subterráneo, me parece, no es Baudelaire, ni Verlaine, ni Rimbaud, ni Mallarmé, ni Poe, ah, y menos Lovecraft. Esos, son llorones.
Y claro, ellos, los franceses son buenos poetas, tienen esa delicadeza tan poco común en el carácter europeo, que en verdad, impresiona. Y a los literatos eso les fascina mucho. En el jugador de Dostoievski, los personajes más nobles son franceses, y uno de los protagonistas resulta ser un fino francés recalcitrante en modales, que termina por hastiar a varios rusos, que además, veían en Francia el epicentro de los buenos modales. Sin embargo, hasta el momento, lo más llamativo lo he leído en la España Tétrica de Balzac. La novela transcurre en la España de comienzos del XIX, invadida, humillada y sobretodo, descuartizada por el borrachín de Pepe Botella. Francia, haciendo y deshaciendo con España. Pero bueno... Sucede que Balzac hace confluir al carácter español con el francés, y finalmente los galos, son los más cordiales, bien educados y en resumidas cuentas maricas. Creo que así lo hubiese planteado Kerouac. ¡Y Proust! Qué es Swann sino un decoroso intelectual paranoico y amante de las artes. Vive en los salones, en la opera, en las reuniones con las viejas septuagenarias amantes de los cahuines citadinos. Pero el colmo es Camus, que si bien es un excelente escritor, es el más exagerado de los “existencialistas”, tanto, que en su planteamiento llega a parecer existenciario, o sea, un tipo que a partir de lo cotidiano ( de un perro horrible, unas vacaciones en la playa, un impasse con unos tipos ) reformula toda su existencia, y es más, se rinde ante ella.


Pero estos, los franceses, son los moldeadores -hoy por hoy- de las escuelas de literatura más populares, no las más importantes, sólo, las más abusadas. Es cosa de irse a meter a un bar y leer las murallas. Por lo menos, encontrarás un poema de Baudelaire. Todos hablan de Baudelaire y lo disfrutan tanto, o tal vez, lo sufren tanto, o quizás, lo citan tanto, o seguramente, lo destruyen tanto. Sobre todo eso último.

El tipo era marica y todo, pero era un buen escritor, como todos estos que ya cité. Y obvio, no es porque crea que son buenos, soy nadie, pero Bolaño lo ha dicho y eso, basta y sobra.


¿Por qué hablo de escritores cada vez que menciono algo? Porque me llaman la atención; sus vidas sufridas, sus embates con el papel y la tinta, sus experiencias adornadas con la imaginación. Me encanta la doble vida de los escritores; ese ser que vive, pero piensa otra cosa al mismo tiempo. El personaje desnaturalizado que va y viene, que busca incesantemente su vida en otras vida, lo privado, en otros cuartos. Y crea hijos, remanentes de lo que podría haber sido, de lo que no se vive, pero perfectamente podría vivirse. Como un dios o quizás más grande que un Dios, pues existe a ciencia cierta, el escritor -y sobre todo el beat- no llora a diestra y siniestra, el subterráneo -el que está en lo alto- toma las nubes y las moldea como algodones. A veces, utiliza marihuana como Burroughs y otras, Alcohol como Bukowski. Y así salen los fuegos artificiales desde la ventana más cercana a la máquina de escribir. No es dadaismo, ni surrealismo, menos, la desconexión total de las formas con su fondo, es más bien, la mente desarticulando al discurso mismo. Se trata de ese lenguaje extranjero al interior de otro lenguaje. Olvidemos las “o”, tratem s de hacerl , es , es l , que hacen l s beat y quienes l grar n ver en el lenguaje, el arma más peligr sa hasta ah ra inventada. Que vuelva la o.

Creo que esta vida esta manipulada de cabo a cabo por tentaculos invisibles, ideológicos. Althusser lo descubrió, es el Estado el que nos tiene cojidos hasta por los ojos ¿y qué es el Estado, sino una grandísima invención cuyo fundamento, es sólo tenernos cojidos por los ojos? . Entonces, hay que esconderse, cavar un tremendo pozo para vivir como los eslavos de Kusturica, pero a la vez, mirar desde arriba y prestar mucha atención a las invenciones de unos cuantos. Ahora, esto de vivir así, plantea un riesgo sumamente delicado. Te conviertes en un llorón empedernido como Baudelaire, o te caes en otro mundo, que de igual forma terminará por fulminarte.


La tarea aun está inconclusa, la felicidad nos espera y hay que safarse urgentemente de la tristeza. Y ésta, no es una decisión que tenga que ver con el azar. Sólo se trata de cerrar los ojos, y por mientras, vivir bajo tierra o en una caverna, para no creer en las sombras, del modo en que creyeron los personajes de la famosa alegoría platónica. La realidad tiene muchas trampas, pero no es justo sentarse a llorar, hay que saber vivir entremedio de ellas, esquivarlas, burlarlas, pisotearlas, desde abajo como un topo, pero siempre, sintiéndose sobre ellas.