miércoles, 28 de diciembre de 2011

Como una película en blanco y negro

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A.- Intento escribir como si la trama fuera un guion de alguna película de Billy Wilder o de Fritz Lang. Del primero saco mi obsesión por los dipsomaniacos, los callejones y los hoteles de medio pelo. Por el segundo extraigo mi curiosidad por esa ciencia ficción cercana, naturalista y que contempla todos los sueños del hombre. El viaje al centro de la tierra, la construcción de ciudades subterráneas, el predominio de los medios de comunicación sobre mentes atormentadas y rostros marcados por el cansancio.

B.- Me gusta entonces el blanco y negro, fundamentalmente el negro porque es la materia prima de cientos de pasajes en nuestras vidas. Algunas veces más vividas, otras completamente oscuras. Imagino que de eso se trata. Caminar con millones de colores, ver millones de colores y de pronto sumergirse en una ciudad de otro tiempo, no por una simple afición al pasado y ni siquiera por un romanticismo digno de esas novelas que leímos en el colegio por obligación e incluso por temor, sino porque de pronto se instalan esos dos colores y no hay nada que hacer. El binomio cae cuando menos lo esperas. Puede tratarse de una simple aproximación a esos estados melancólicos que los griegos definían como la peor de las enfermedades o también una absurda necesidad estética de enclaustramiento citadino.

C.- Pero hay más. La estética del cine de los 40, el cine norteamericano, el cine de Nueva York, el de gánsters y criminales formados en los buenos modales que da la mafia italo-americana, esa del amor por la familia, la lealtad y ciertos principios provincianos, es aquello que me convierte en un aficionado por los colores pálidos. Se que hace ochenta años todo era igualmente a color, pero el registro es siempre en blanco y negro, y a mi lo que me interesa dada mi filiación con la historia es mas el registro que otra cosa. Todo el resto es mentira. El pasado puro es una falacia.

D.- Y cuando escribo lo hago desde el registro, desde uno puramente mnemotécnico, a veces basado en las fotografías mentales que tomo al azar y otras, desde los sueños, las pesadillas e incluso las inclinaciones a la somnolencia a pleno día. Todo eso es en blanco y negro. Yo sueño en blanco y negro, e incluso con marcados rastros de bruma. Y si mi memoria opera de esa forma, tanto en su esfuerzo por esclarecer los vacíos que deja el humo como en la construcción de las imágenes, no me queda mas que tomar mi tinta china, mi pluma, y entintar con mi memoria lo que quiero que sea mi historia.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Escritos inconexos sobre el mismo viaje.

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A.- El viaje es de Viña del Mar a Santiago y se repite del mismo modo en que se reanudan los ciclos lunares. Comprende idas y vueltas, la misma estación, el mismo desembarco, las mismas puestas de sol y lo mas importante: las mismas curvas deletreando su paso abnegado hacia el abismo.

B.- Frecuentemente el viaje se hace en bus. Se trata un poco de cumplir con el rito del tren remplazando a los carruajes de sangre; comprar el pasaje y las provisiones mínimas para el viaje. Una vez adentro, el aire acondicionado hace lo suyo. Afuera surgen los desiertos brumosos dignos de Aladino y las palmas chilenas emulando a sus pares arábigas serpentean con el viento costero. Todo el calor se esfuma, cae la niebla, los bosques improvisados de umbría y las culebras que en la solana cavan sus moradas (sus tumbas).

C.- El chofer irremediablemente viste una camisa y un pantalón que lo hacen lucir como la mayoría de quienes tenemos un empleo que necesita de ciertas tenidas formales, pero que con el paso del tiempo, el ajetreo y la permanencia estoica del cuerpo y la mente en lugares desolados, terminan en el mas ridículo sin sentido.

D.- En la tele, esa que esta a metros de distancia y que nunca suena, dan Linterna verde y yo pongo atención a las palabras iniciales. Leo que se trata del bien y el mal (como suele ocurrir), del Imperio y de la libertad (Como suele ocurrir desde que los Sith implantaron dicha idea en Roma durante el principado de Augusto) y además de una exigua reflexión sobre la volatilidad del ser humano. Los hombres como las lacras del universo, como sinónimo de avaricia.

E.- Miro la película, solo por hacer algo y descubro que todo podría caber en escenas como las que dificultosamente se encadenan. Todo es verdad, desde el traje hasta los superpoderes e inevitablemente me acuerdo de esos juguetes que debían cargarse a la luz para luego brillar en la oscuridad. Asumo entonces que la metáfora es buena. Un superhéroe debería brillar solo mientras el resto se camufla en la penumbra.

F. Slavoj Zizek debería patentar dicha idea. Hacer un ensayo o uno de esos comentarios infinitamente rebuscados. Hablar sobre Linterna verde en plan Star Wars y sus repercusiones para la sociedad postmoderna a medio camino entre la fuerza y el zen.

G.- Poca gente en el bus. Linterna Verde azota a su rival contra un contenedor de partículas y los virus que allí se incuban amenazan a la humanidad. Tópico manido y facilón, pero que siempre da efecto. Nada peor que combatir contra seres superiores que solo se identifican con telescopios. Asi que me aburro y vuelvo a dormir. Pienso en leer algo pero el sueño es mas fuerte y el viaje recién comienza. Como de costumbre terminare con el asiento recto y mirando por la ventana como todo viene y va.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Navidad.

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Siempre vi a mi mama hacer cola de mono. La vi comprar meticulosamente el agua ardiente, la esencia de vainilla, el café y por supuesto, los clavos de olor. Vi también como utilizaba esas ollas gigantescas que no cabían en ninguna despensa y que por el contrario se arrumban en lugares secretos siempre al margen del uso corriente. Llegado diciembre sin embargo, aparecían los implementos necesarios para esa labor preindustral que es preparar el cola de mono, desde las cucharas, los embudos y las botellas de 2 litros de coca cola reservadas especialmente para tamaña empresa.

Me llamaba la atención la laboriosidad, la paciencia y el esmero incalculable con que mi madre distribuía los ingredientes dentro de esa olla enorme. La veía por lo menos revolver y guiñar su frente en cada sesión aun cuando lo único que quedaba era sentarse a tomar el cola de mono. Pero mi mama era exigente y sabia que cumplir con un ritual no era asunto de azares ni de urgencias. Se tomaba su tiempo y meditaba de cuando en cuando sobre la pertinencia del litro o del medio litro de agua ardiente. Sabia que en el alcohol había una cuota de responsabilidad difícil de ignorar y según ella, tomarlo con poco era cuestión de niños. El verdadero se tomaba con una buena cantidad y no solamente eso, sino que acompañado de un buen pan de pascua. Había que sentarse tranquilamente, en lo posible sin nadie alrededor, en las horas en que el día termina, con el viento en la cara y la mirada perdida en quien sabe que recuerdos. Probablemente, imagino que pensaba en su madre, mi abuelita, en las conversaciones interminables que juntas tejían mientras preconizaban el mismo ritual, el cola de mono y el pan de pascua, pero también la revitalización de lo cotidiano. Los espacios dedicados a hablar sobre sus plantas, sus comidas, sus problemas mínimos y torrenciales. Imagino que cabían esas situaciones donde se implantaba el silencio como norma de emergencia, un silencio tímido y breve que podría haber sido el reflejo de una necesidad oculta de abrazarse, de quererse mutuamente como las dos únicas mujeres de una familia de hombres, de vino y de naipes. Imagino que por lo menos mi madre quiso decirle que para ella, lo era todo, no solo su madre y la abuela de sus hijos, sino que también un refugio sagrado que contenía las primaveras y los inviernos de toda una vida al margen de otras vidas, teóricamente mas relevantes. Porque como mujeres de ese patriarcado, sus existencias parecían mínimas, siempre veladas por el estruendo de voces y risas copando los bares de la bohemia santiaguina. Imagino que mi madre quiso decírselo tantas veces y tal vez lo hizo, a su modo, con la llamada telefónica diaria, con la alteración de la palabra “mamá” pronunciada por ella como “máma” es decir, con un sonoro acento en la primera “a”, un viejo resabio itálico que auguraba lo imprescindible de ese lazo filial. Y ahora, que veo a mi madre con sus setenta y tantos a cuestas, con indicios de artrosis en su mano derecha, con sus ojos pequeños pero brillantes como dos lunas, con su voz tibia previniéndome sobre posibles riesgos, con sus pasos cortos y rápidos cruzando toda la casa (todo el universo) entiendo que solo en su conversación se puede tocar el verdadero amor, ese que le tuvo a su madre, ese que exploto y la devoro con su muerte, ese mismo que puede dejarla con la mirada extraviada en el cielo hasta que encuentra el consuelo en el sueño. Y no cabe duda que allí están, ella mi madre y ella mi abuela, otra vez, tomando cola de mono y comiendo pan de pascua cada noche desde diciembre. Mi mama dice que le gusta hacerlo sola, beber y comer cuando llega la noche y todos duermen, pero yo sé que no es así, se que su navidad tiene que ver con ese regalo perdido en el aire, en el aroma del cola de mono, en las frutas confitadas que todos diseccionamos al trozar el pan de pascua y en las jornadas de trabajo frente a la cocina. Sé que ahí la vida se vuelve infinita y retoma el eterno retorno en el que se transforma el amor cuando perdemos al depositario de nuestra compañía.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Solo un sueño

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Soñé que caminaba cuadras y cuadras en busca de algo indefinible. Soñé que atravesaba los páramos de neón en medio de la noche mientras las micros goteaban aceite y bencina en calles recién quemadas. Soñé que desfilaba por San Antonio, Estado y naturalmente por el Paseo Ahumada y allí me metía en galerías y caracoles más oscuros que la mismísima noche. Soñé que solo encontraba rostros acabados en vitrinas igualmente acabadas. Como un desierto de sal bañando a los caracoles. Soñé que los letreros rojos eran un presagio del juicio final, quiero decir, una escena importada de películas tipo b en que el apocalipsis es solo una circunstancia más y no el destino bíblico que predican en las esquinas. Soñé que entraba de lleno en la oscuridad, una oscuridad que no estaba afuera sobre los faroles y los adoquines lustrosos, sino adentro, en esas habitaciones parapetadas en nada (vidrios sobre vidrios) y ahí encontraba a mujeres semidesnudas que hablaban de sus sueños como yo ahora hablo de los míos. Soñé que me contaban sus aspiraciones a la vez que presionaban un vaso contra la llave de cerveza. Queremos ser peluqueras me decían, tener nuestro propio salón de belleza y ser dueñas de nuestro trabajo. Otras mencionaban a sus hijos, algunos con 18 o 19 años y por lo tanto, con hijos propios también. Hablaban de sus frustraciones, de lo que fue y de lo que pudo ser, sobretodo de lo que pudo ser. Muchas serian profesionales, enfermeras, contadoras, veterinarias, ingenieras, etc. En ese mundo paralelo que se dibuja al cerrar los ojos, todas habrían sido reinas, casi como un sueño de reivindicación social por mucho que Martin Luther King no les sonara más que a sucedáneo de rapero del Bronx o a marca de cigarrillos importados. Pero eso no valía, pues sus cuerpos semidesnudos desaparecían al tiempo que la cerveza bajaba su cota de espesor y los escaparates, repletos de nada, llenos hasta el hastío de vidrios sobre vidrios, de vidrios que nos proyectan hasta el infinito, se transformaban en los castillos, en las torres y en el puente colgante que defendía su dignidad. Soñé entonces que todos éramos un poco como esos sueños de una mujer a medio vestir. Lo único que buscamos siempre, es un poco de dignidad. La misma que perdemos en los rincones de esta ciudad maldita.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Cazando al animal literario: El caso de Foster Wallace.

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A.- Leer a Foster Wallace es algo parecido a tallar un poema en los durmientes de la línea del tren con el tiempo a la contra. Hablo de escribir un poema cuando tienes  al tren en frente mirándote con ese ojo inmóvil que se confunde con el sol o con el mentado túnel después (o antes, o en el preciso momento, aun no lo entiendo) de morir.

B.- Curiosamente hoy comprobé que el sonido de un tren, ese tremendamente estertóreo que azota hasta los pájaros, no se escucha cuando tienes los vagones a diez metros.

C.- Sus cuentos son una miniatura estilizada de la desesperación, una maqueta perfecta del desapego absoluto al american way of life. El niño que mira a su padre y se da cuenta que no quiere ser como el, no por su trabajo, no por su casa ni por su auto, sino porque  vivir para eso y que todos vivan para eso, es el problema. Un asunto irresoluto e imposible. Dichos síntomas prematuros están en la gran mayoría de sus relatos editados en Extinción, y reflejan a la larga la visión que probablemente le llevo a quitarse la vida antes de tiempo. Por lo menos para los lectores así fue: antes de tiempo.

D.- Pero Foster Wallace no es el típico yonqui y beat nihilista que habla permanentemente del desasosiego. Wallace es un cultor de una terminología técnico-literaria envidiable que acopla a sus relatos con una naturalidad pasmosa. Es imposible no recordar, por ejemplo en el cuento del niño sabio del paleolítico, los ejercicios de estilo de Raymond Queneau o acercándonos un poquito a Chile, ver en la prodigiosidad de la narración esa imagen casi arquetípica y fundacional en la que Rodrigo Lira declama un furioso poema frente a Enrique Lihn que solo atina a sonreír. Wallace es entonces un animal literario como pocos. Y al igual que Rodrigo Lira, quizás su suicidio representa una contemporización respecto a aquella idea también patente en uno de sus relatos. Las palabras dice Wallace no sirven de nada, todo lo que pensamos resulta imposible de expresar o bien, cuando es traducido a ese lenguaje fonético al que llamamos idioma, lo pensado, lo sentido, lo vivido, desaparece ante la imposibilidad del calco.

E.- Esa es mi hipótesis: Es simple, un hombre que lucha por dominar sus palabras, un hombre que sueña con amaestrarlas y convertirlas en los objetos con los que puede representar sus deseos, un hombre que habla con un psicoanalista solo para derrotarlo a través de la palabra y que luego, cuando lo logra, cree o siente o piensa, que ya está todo acabado. Algo así como el juego que damos vuelta en nivel experto. ¿Qué mas queda después de eso, para quien ama el juego de las palabras?