domingo, 21 de marzo de 2010

Junio

abrigo 

Ciertamente necesito algo de novela negra. Mankell o algún prototipo de noruego ávido de callejuelas y abrigos largos. Si no encuentro nada de eso, buscaré algo de Frank Miller en blanco y negro para imaginar que ya estamos en junio y en lugar de este calor obsceno, una ciudad entera se limpia cómodamente bajo el agua.

sábado, 20 de marzo de 2010

Sir Charles Atkins y su desafortunada travesía en el Zambeze


Estaba escribiendo un cuento de un antropólogo británico que como Livingstone, se perdía en las cercanías del Zambeze cuando sentí que no tenía claro como seguiría la historia. Me paré del escritorio, tomé agua, lavé y me comí un durazno, y me volví a sentar frente a mi cuaderno azul. Intenté seguir escribiendo, pero sin resultados. Me volví a parar y esta vez me fui a lavar los dientes. El sabor del durazno era más intenso de lo que creía y de haber continuado en mi boca, solo habría conseguido llevarme a comer una docena de ellos. Cuando regresé, ya con mi boca con gusto a pasta de dientes intenté retomar el relato de Sir Charles Atkins, el viejo antropólogo perdido en medio de África. Pero no pude y lo único que conseguí fue acordarme de ella, del olor de su pelo, de sus ojos y de todo lo que podríamos estar haciendo en Viña del Mar, que para casos de extravíos y posteriores encuentros, es el mejor lugar para perderse.

lunes, 15 de marzo de 2010

En Tomé


Prendía la tele y estaban pasando la misma telenovela deslavada y mañida, tramas saturadas de clínicas, cárceles, cocinas y mansiones de mármol. Luego estaba el supernintendo; Street Fighter, Mario Bross, International Super Star Soccer y el interminable Megaman X. Las pichangas, las salidas al cerro y la pesca compulsiva de pejerreyes en el muelle Bellavista. Los días por lo general eran grises, en principio por la niebla natural del mar y luego por ese clima tan incorregible que tiene el sur, y cuando no estaban los amigos y se habían agotado los pasatiempos privados, surgieron los comics, las historietas y en último lugar los libros. Vino Batman después de Batman, Alien y la fascinación por las ilustraciones de Image y Norma. Ahora, estoy en las mismas: tengo una ciudad gris, no está mi polola, se me acabaron los libros, pero han aparecido los dibujos y las viñetas. Joe Madureira me sonríe.

lunes, 8 de marzo de 2010

Hipocentro


En tres tristes tiempos, tuve la sensación de flotar, medio despierto y medio descordado, entre los ecos del último gran terremoto de nuestro ya terremoteado país. Leí en un pequeño diario-pasquín capitalino gratuito, que el rasgo psicológico más constante en casos como estos (sentimiento de estar dentro de una película apocalíptica o en la bajada ancestral al hipocentro del destierro) es el de sentir que a cada rato la tierra se mueve y sí, efectivamente, viviéndolo a la inversa –como flashback de director de cine mexicano en picada de mescal- anoche, mientras por los vacios de mi ventana inexistente entraba un viento espantoso que movía y hacía sonar la puerta de mi pieza, creí que -a eso de por sí desagradable y perturbador- se le sumaba el ínterin maniático de esta esquizofrenia o parquinson terrícola. Me acordé de cuando era niño y dormitaba en una pieza de madera que crujía a cada rato, según me explicaba mi papá, por el tema de las contracciones frio y calor, todo en plan gelifracción y balbuceos físico-químico-cuánticos, y que visto a la distancia, pierden razón cuando el asunto se resuelve en la oscuridad y con una imaginación precedida por los más diversos comics y películas yankees. Anoche surgió lo mismo. Miré la tele y luego mi lámpara, y todo estaba quieto. Imaginé que afuera los perros corrían en círculos y en alguna esquina asomaba el rostro de un hombre con facciones de ave de rapiña, y escondido entre los postes a medio caer, husmeaba entre ventanales y puertas mal cerradas. Una historia absurda. Un lapsus despreciable que sin embargo, me tuvo medio desvelado. Pensé en la escena de una película británica donde un enano que interpretaba a un bufón moría baleado en una calle de Brujas. Pensé en los colores, en el brillo horroroso del agua sobre los adoquines y en las ánforas monumentales bajo el alero de las catedrales godas. Tuve la sensación de pánico y ansiedad, ese estado pétreo que cala en la piel y llama a las arañas imaginarias que lo cubren todo. Bretón cargaba un saco de papas en el centro de Santiago, cruzaba callejuelas insalubres y hablaba de sus sueños con otro que como él, había escrito en los roneos de las Ardenas antes de que todo se viniera abajo. Bretón y su estela mental de vuelta en la pesadilla que ha sido el Chile baleado y zarandeado como el enano de la calle belga, como la prostituta que Joseph Roth ve en las calles de Alemania y que de pronto, entiende como la muerte. Un texto negro que se pone de pie y camina. Los brazos, la cabeza llena de culebras (no las serpientes griegas, sino solo las ridículas culebras de un campo en San Fernando) y el espesor propio del abobe que germina en puntos inconexos al borde de una cama y un ronquido que cuelgan hacia el abismo.