domingo, 8 de marzo de 2009

Si escribiendo...




Si escribiendo pudiera traerte a mi lado, no lo pensaría dos veces. Me convertiría en un escribano, un secretario o un burócrata mudo trabajando horas extras en su oficina gris y con olor a papel roneo. Escribiría tanto que tendrían que quitarme cuadernos y lápices e incluso, velar porque los árboles sobrevivan a mis intentos neuróticos de científico improvisado. Tendrían que elevarme con metadona y sedarme noches enteras con películas cuyas tramas oscilen entre asesinatos y revoluciones inútiles durante el período de entreguerras. Porque si lograra traerte a mi lado y conformar con palabras tu cuerpo y tu aliento, nadie podría remediar mi joroba y mis lentes, mis manos tétricas y mis respuestas en voz baja a preguntas sencillas, tu sabes, cosas cómo quién soy y dónde vivo, cuestiones relativas a mis gustos y ambiciones, pequeñas confesiones de un niño a los cuatro años, detalles al fin y al cabo, no tendría el valor para reconocer que de cierto modo te he inventado y lo que he hecho, ha sido crearte para cuando no estés, traerte desde Viña a Santiago recreando tus manos sobre mis hombros y dejándome caer inerme sobre mi cama. Un colchón y un montón de sábanas que son los pliegues de todas nuestras cartas, el papel arrugado de todas las palabras que nos guardamos sólo para evitarnos el gusto de tocarnos, y en cambio, postergarlo todo para seguir jugando a que nunca desapareceremos del todo.

sábado, 7 de marzo de 2009

Enredadera


Lo último que recuerdo tiene relación con un documental que pasaban por la tele, un documental donde mostraban un futuro hipotético, pero tremendamente cierto. Recuerdo que se trataba de una cuenta regresiva y que en ella, el hombre ya no existía. Sólo se veían edificios, Nueva York, Paris, Washington, las grandes urbes sumidas en un sueño plañidero y trenzado entre enredaderas que lo devoraban todo.
Luego, al despertar, me quedé con esa impresión, con la última imagen, con el momento exacto en el que el hombre desaparece y en cambio las ratas lo pueblan todo como si se tratara de una nueva edad media, una edad media absoluta y terminal, una edad media que carece de prólogos inventados como aquel cuento de una época clásica y un renacimiento, una edad media que cae en picada al vacío para no salir nunca, y así, con esa velocidad temeraria que tienen por lo general las caídas libres, me voy enterando que mi sueño y del mismo modo el documental, forman parte de una cadena o de una cuerda a punto de desintegrase, todo compensado con apariciones súbditas de profecías correctas. Todo termina el mismo día pienso, y vuelvo a recordar mis lecturas libres y sin correlación, las idas y vueltas hacia y desde la universidad cargadas de libros –y en parte de cuadernos- que además de hablar de las distintas interpretaciones de Marx entre Balibar o Althusser o lo que es igual, entre Poulantzas y Gramsci, hablaban de jarrones de agua destinados a caer. Como caen palabras. Como cae la poesía de Lihn o los gritos de hastío de Artaud. Y me miro leyendo un fragmento de Cortazar, lo leo temblando porque me recuerda la levedad de la materia (Parmenides hablaba del amor como si fuera una materia). Central Park repleto de gatos comiendo ratas, Santiago convertido en una carnicería de perros. Leo Capítulo 7 y veo una nota clara, una letra redonda y perfecta que se borra a medida que el poema (que no es un poema, pero que es prosa inteligible, letras amontonadas y cambiando de tamaño, lenguas, bocas, sonrisas que salen de las manos, besos que se mezclan con la luna) va perfilándose desde el ángulo del tiempo, es decir, desde un ángulo imposible de disecar, una postal de mis documentales terminales, una captura a las verdades reveladas que no hacen más que confirmar lo que todo mundo sabe. Y todo el mundo desaparece según los cinco ciclos mayas. Pero a mi no me interesa ni éste ni otro continente, no me preocupan meteoritos partiendo la tierra en dos, ni cambios eventuales en la alineación del eje de la tierra. Qué cambie el universo pienso, qué las galaxias tengan el valor –porque hay un plan original o un demiurgo al menos, que lo controla todo- de chocar entre sí y dinamitar pronto esta mina de oro que ya parece una veta estéril, para conocer esa eternidad tan manoseada y hundirme pronto en los ecos de la música de las esferas.
Y si es así. Si lo que suena en el cielo se parece a la música de Gustav Holst y lo que vive allí es la muerte vibrando con un eco que es de miles de años luz, entonces todo encajaría. Desde los códices mortuorios del Yucatán hasta el final del capítulo 7 de Cortazar. Allí donde se lee el último punto y luego se accede secretamente a una especie de eternidad redonda y cálida, con forma de luz.

miércoles, 4 de marzo de 2009

2047: La habitación de al lado.

Chow escribe y luego borra. Los minutos, en una pequeña y privada olimpiada de la desesperación, corren y baten records en todas las modalidades. Chow, que es escritor, pero también mecanógrafo y de vez en cuando proyector de cine en un barrio malvenido, cierra los ojos y piensa en sus actrices favoritas. Pero no ve nada. Ni actrices, ni secuencias de besos arremolinados, ni menos, labios encorvando palabras mientras los subtítulos completan los afectos. Entonces Chow, arruga y bota sus papeles, sus oraciones y frases desencajadas de su cuarto (una pintura de Remedios Varo y un rosario incompleto) y vuelve a hacerlo todo otra vez, como cuando era niño y su madre arrancaba las hojas de sus cuadernos, porque Chow, no lograba redondear su letra y en cambio, volvía a soplar ese viento de sus tifones imaginarios, llevándolo todo inevitablemente, afuera del cuaderno.