viernes, 20 de junio de 2008

Footsteps

De pie en el metro. De pie y con las manos en los bolsillos, sostiene entre sus piernas su bolso. Llega a Estación La Cisterna y antes de bajar, espera que todos lo hagan. Pretendía quedarse allí, escondido, tirado bajo un asiento a la espera de una linterna con una voz ronca y adormilada que lo invitara a salir. Quería ver los carros de noche y cómo funciona eso de las líneas que se acomodan a medida que vienen y van los trenes. Pero no hizo nada de eso. Sólo bajo después del resto e incluso, alcanzo la misma premura que llevan los que intentan llegar primeros a quien sabe donde.

Recordó a su profesor de universidad, al viejo ronco, cascarrabias y de contextura infinitamente delgada. Tuvo la impresión de tenerlo al lado mientras subía los peldaños. Y escucho cómo esa voz de madera podrida, le decía que todo era una carrera y que a la meta sólo llegarían los más rápidos, pero también los más avispados.

Sintió nauseas, ganas de vomitar todo lo que había comido en el día y mirado desde el presente, el almuerzo y el desayuno le parecían un cóctel de mierda. Lo curioso es que no había almorzado ni tomado desayuno. Pero no sentía hambre. Sólo añoraba un vaso de jugo de durazno y un baño entre otras cosas. Probablemente leer algo de Houellebecq. Imprecaciones, maldiciones o efusivas bienvenidas al mundo de la poesía. Le hubiese caído bien algo de Bataille. Algo de pornografía sublime en medio de una canción de Bill Evans.

Subió los peldaños a la fuerza, más por inercia que por voluntar y cuando llego al final, decidió que no tenía ganas de llegar a ningún sitio y rápidamente miró alrededor en busca de asientos. Cuando al fin encontró un par desocupado, corrió a sentarse. Luego miró su reloj (un viejo reloj suizo que lleva perpetuamente un atraso de diez minutos) y abrió su bolso en busca de comida. Encontró las galletas que su madre le había dado como colación y en cosa de segundos las devoró con un hambre animal. Una vez que limpió su abrigo de migas, escogió un libro de historia para leer y desdobló el borde de la página 54. La opresión rusa sobre los polacos. La prisión de Bakunin. La Grosería genuina y legendaria del Zar Nicolás.

Una niña jugaba con una tapa de bebida. La pateaba y la paseaba por el suelo lentamente. La reina Victoria despreciaba a Nicolás. La niña miraba la tapita de Coca Cola; buscaba algo en el reverso. El se rascaba una pierna mientras pensaba en lo popular de Cal y Canto. La tapita giraba y tambaleaba al borde del anden. Palmerston quería guerra, Thiers quería Guerra, pero ni Victoria ni Luis Felipe estaban de acuerdo. Claro, Cal y Canto se construyo durante el siglo XVIII un poco después de los tajamares del Mapocho. La tapita caía. El cerraba el libro. La guerra, la guerra, qué habrá sido de la guerra.

Miró por segunda vez la hora y decidió que debía regresar a casa. Seguramente estaría su madre esperándolo con el almuerzo listo, era día de legumbres y no podía dejarla plantada. Dejó el libro dentro del bolso, acomodó su bufanda sobre el abrigo y camino a la salida. Contó los pasos como cuando era niño y contaba los pastelones que alcanzaba a pisar sólo una vez. Veinticino pasos y como siempre, ya estaba afuera.

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