Ayer terminé de leer el beso de la mujer araña de Puig y después de enterarme que hay una versión para el cine de Héctor Babenco (el mismo que llevó a la pantalla grande El Pasado de Alan Pauls) quiero tener la película en mis manos o en mis ojos. Da igual porque cuando tienes una película de gran vuelo frente a ti, pronto metamorfosea en sentidos distintos a los de origen y claro, la ves por los ojos y todo ese rollo tan, cómo decirlo, tan Ernst Cassirer o tan Edmund Husserl, pero luego te das cuenta que las cosas no funcionan como las describen ellos, ni menos Kant con su genialidad de lo ontico y lo noumenico, sino que el mundo o más bien las cosas, las simples, las mundanas, las pedestres cosas de todos los días, tienen un significado más bien abstracto (sí sí, venciendo lo anémico) y la peliculita de Babenco o ya que estamos hablando de cine, las películas de Lynch, Jarmusch o Scorsese, terminan por ramificarse hacia cualquier lugar menos a su lugar de origen. Toro Salvaje termina concentrándose en el estómago o en un extraño dolor de espalda.
El libro de Puig es un tomo empastado en café. Letras doradas que además de indicar el título y el nombre del autor, señalan la ubicación en las estanterías de la biblioteca, igual que Los Premios de Cortázar. Voy llegando a la doscientos y por lo menos esa edición, tiene cerca de cuatrocientas páginas. A ratos siento que la historia me vence. Mucho juego, mucho personaje, mucho hilvanar conclusiones precipitadas y poco argumento. No es culpa de Cortazar obviamente, el tipo escribe mejor que San Mateo y terminas por hacer de cada una de sus palabras, verdaderos testamentos móviles, pero yo estoy acostumbrado a que las cosas avancen o de plano, se desplomen. Y en la novela no pasa eso. Quizás en las doscientas páginas que quedan hay un vuelco medio M. Night Shyamalan y las cosas se ponen interesantes hasta el punto que te tomas la cabeza como en Rayuela y piensas por un instante, que ya está todo hecho o que Cortazar es el temible Dios de la escritura. Podría pasar eso y espero que así sea. A nadie le haría mal otro capítulo 7 u otro 41.
Todo lo mitigo con Eric Hobsbawm y la siempre irreducible lectura de los orígenes del jazz y las revoluciones de 1968 que de paso me llevan a Vietnam y al recuerdo fresco de Gángster Americano, película reciente que traslada al cine hasta el cielo o el lugar que sea desde donde mira y sonríe Elia Kazan o Marlon Brando. Todo se relaciona. Los ojos con los libros, los libros con el cine, el cine con los ojos, los ojos con el estómago y el estómago con la presencia de algo que lo une todo. Algo indefinible, un pegamento inenarrable hasta la desesperación, algo que por un segundo crees saber y poder nombrar, pero que luego escurre por las comisuras del tiempo. El segundo en que te llevas el diclofenaco sódico a la boca y el instante en que tu espalda comienza a descansar al fin, de todo el trabajo que le ha puesto por delante un par de ojos omniscientes a ratos y tremendamente desconsiderados la mayoría de las veces.
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