lunes, 10 de noviembre de 2008

El mal de montano y otros males.



Conseguí un mejor trabajo y lo dejé. Me consiguieron un mejor trabajo, mejor al que ya era un mejor trabajo y también lo dejé o lo que es igual, me dejaron. Menos tiempo, por algún tiempo y de momento, algunos libros leídos a menor intensidad: El mal de Montano de Enrique Vila-Matas, Historia Universal de la Infamia de Borges, El Vampiro de la calle Mejico de Vicente Molina Foix, Asesino bajo la lluvia de Raymond Chandler y Plegarias Atendidas de Truman Capote.


Todos tienen en común algo: por lo menos en uno o dos capítulos la literatura es el centro. Como en el caso de El Vampiro de la calle Mejico donde Juan (el protagonista gay del libro) escucha atentamente la historia de su amante sobre George Sand en Venecia (lugar que para Molina Foix es el water más hermoso del mundo), o Plegarias atendidas donde el alter ego de Capote menudea con los comienzos literarios de un Sallinger casero, amable y ante todo dulce. Y qué decir de Borges y Vila-matas; allí todo es literatura, todos son libros y escritores compulsivos. De igual forma, todo es letras y todos son lectores compulsivos, tanto es así, que el protagonista de Vila-Matas se enferma de literatura y termina buscando medicinas entre bibliotecas mentales y laboratorios poéticos hechos con diarios personales, entre ellos, Kafka, Válery y quien seguramente es el autor favorito de Vila-Matas: Robert Walser.





De Asesinos en la lluvia (o bajo la lluvia) habría que decir que es el germen de lo que más tarde será El Sueño Eterno, para muchos, la mejor novela escrita por Chandler y además llevada al cine durante la década de los cincuenta. Los escenarios son recurrentes, típicamente chandlerianos; mansiones, librerías, muelles oscuros y callejas adoquinadas bajo el transito incesante de Los Angeles. ¿Es necesario contar de qué trata la historia? ¿Será necesario contar que se trata de crímenes, chantajes y mujeres hermosas ignoradas por nuestro futuro Marlowe? Bueno, de eso trata. Podría parecerse al texto de Capote, pero esta vez, Capote narra con pretensiones proustianas ciertos episodios comprometedores de la vida de un arribista, un escritor arribista que se codea con la flor y nata de la sociedad norteamericana y europea. Un escritor que las hace de masajista y gigollo, y que siempre, absolutamente siempre, busca en las conversaciones y hechos cotidianos, como un cronista del siglo XVI, la materia prima de su escritura.


La escritura, su escritura, mi escritura, nuestra escritura. Una lectura completa a miles de páginas impresas por toneladas y que de nada sirve realmente. Ni “para comer” ni para vivir, ni para mantener lo poco y nada que a veces el hombre en su estado más privado, quiero decir, en su tranquilidad que no es sino una soledad llena de todos sus fantasmas (los que no dicen nada claro) logra conservar. Porque la literatura multiplica los ojos que miran desde abajo, aunque probablemente Kafka mire desde su caverna, y luego, una vez que hay un Polifemo en nuestras piezas cerradas y por lo tanto, impregnadas con el olor del roneo o la tinta, no hay vuelta atrás. Ese es nuestro panoptico, uno que es a la vez vida, muchas vidas y otra que no es sino, un gran mausoleo agrietado. Una vez que se toma la decisión, todo se arruina, todo se hunde y lo peor es que creemos que de allí, de esas ruinas letradas, podremos levantarlo todo de nuevo y para siempre. Pero déjenme decirles algo: eso, no sucede. En cambio, todo se cae a pedacitos.


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