martes, 8 de noviembre de 2011

Entre Reyes y Peones. O como perderse en una ciudad que es la misma pero al revés.

plaza de armas

Un día no muy afortunado tuve la inédita idea de ir por una lata de tabaco al Parque Arauco. Era Jueves y el termómetro promediaba los treinta grados a eso de las cuatro de la tarde. La idea de comprar allí, en un lugar que no conocía para nada, la saque de un foro de fumadores de pipa en el que aseguraban que ahí era el único sitio donde podría encontrar la mentada lata de tabaco. Así que partí.

Tome el metro y me baje en Escuela Militar. Según las instrucciones del mapa que apenas mire antes de salir, el asunto era sencillo. Debía caminar unas tres o cuatro cuadras por Américo Vespucio hasta llegar a Kennedy. Un juego de niños.

El problema llego cuando al salir del metro no encontré Américo Vespucio y en mi afán por solucionarlo todo con mi ojo de águila creí prudente caminar hasta encontrar la calle, sin embargo, tenía otra dificultad: la orientación. ¿Dónde estaba? ¿Cuál era el norte? ¿Cuál era el sur, el este, el oeste? Fácil, había que ubicar la cordillera. Una mierda de cordillera pensé, una de las cordilleras más extensas del mundo, una de las pocas que atraviesa según los geógrafos un continente entero e incluso tiene la capacidad de parecer muerta y luego revivir en la Antártica con un nombre esplendido, digno de alguna toponimia fantástico medieval. Cordillera y la que la pario, tan grandecita que se ve en el mapa y yo al buscarla entre esa mazmorra de edificios metálicos no podía verla por ningún lado. Solo veía cerros. El Manquehue, el San Cristóbal a la distancia y otros cientos de cerros que según deduje debían pertenecer justamente a la gigantesca y nevada cordillera que aparecía en las postales y en los atlas militares. Me pareció que hasta un coloso como la cordillera podía ser un chiste si se le miraba con detención.

Una vez que deduje la existencia de la cordillera, caí en la cuenta que ese dato era insuficiente, básicamente porque ya había olvidado o confundido (da igual) el mapa que lastimosamente mire antes de salir. Hice lo que debía hacer desde el comienzo. Desde el comienzo de los tiempos, desde que Salí del útero y años más tarde comencé a reconocer el mundo que me rodeaba: preguntar.

Me acerque a un minimarket (porque a cierta altura los almacenes desaparecen y solo subsisten los reductos anglófilos marcadamente arribistas) y le pregunte al cajero (que era a la vez vendedor, reponedor y parte honoraria del personal de aseo) sobre la calle Kennedy. Dicho esto, el funcionario que era probablemente también el dueño del sucucho me indico que estaba muy lejos, que por lo menos tenia para veinte minutos caminando así que más valía que me proveyera de algunos insumos básicos para capear el calor y la inminente resequedad de la boca producto del extenso periplo que me aguardaba. Le compre un agua mineral y le di las gracias. El agua mineral más cara que he comprado en mi vida.

Efectivamente Kennedy, quedaba lejos, a lontananzas, a la chucha. Camine treinta minutos, perdido, cansado, odiando a las putas casitas del barrio alto y a esos condominios que hacían patente el monopolio del poder, esas relaciones en teoría multivocas y dispersas pero que en la práctica quedan encerradas en las cuatro paredes del cuarto donde parieron a los fundadores de este país. Me cuestione todo. Desde el vicio al que me había suscrito voluntariamente hasta el feroz ordenamiento territorial sectario al que quedo sometido Santiago. Despotrique silenciosamente contra los personajes de pantalón caqui y camisa celeste, maldije en una docena de ocasiones a los niñitos rubios que salían del Pedro de Valdivia, a las señoras arremangadas e impecables que sacaban a pasear al mismo perro chico, blanco y neurótico, todas sin excepción como si existiese un manual de cómo ser gente de clase. Insulte profusa y poéticamente a los mismos huevoncitos de pantalón caqui y camisa celeste, pero que esta vez iban en sus cuatro por cuatro, en sus autos norteamericanos de dimensiones bíblicas, estoicos hacia sus hogares donde los estarían esperando sus mujeres eternamente jóvenes junto a su numerosa prole impregnada en los valores del catolicismo y la familia. Y mientras seguía caminando y sudando, veía como me había dormido y caído repentinamente en un sueño (o una pesadilla), una ilusión cruel y nostálgica propia de las quimeras ochenteras importada del país de las donas. Porque ya no estaba en Chile. Estaba en un país de mentira, ni siquiera en la copia feliz del Edén (Cuyo Edén es EEUU), sino en un país donde reinaba lo absurdo, lo paradojal, la aventura de un Samuel Beckett por construir un teatro infinitamente incoherente. Estaba en medio de la risa y la broma, una en la que yo padecía lo segundo y el rubiecito del pantalón institucional-sport disfrutaba lo primero. Claro, yo era el que me dirigía al centro comercial de los cojones, al Mall Parque Arauco, como si alguna vez la Araucania o eso que en los libros de historia se denomina “pueblo araucano” hubiese considerado la opción de transformar su patrimonio discursivo-nacional-cultural en un Parque y aun mas, en un tongo de la magnitud que se plantaba en la calle con nombre del presidente yanqui.

No podía estar despierto, eso era finalmente un sueño. Yo que quería comprar tabaco para relajarme, para ir en búsqueda del sueño de la paz como los antiguos, había ido mucho más lejos y termine llegando al umbral donde la inversión de la realidad llega de las manos de Alicia en las Maravillas y finaliza con una patada en el culo gentileza de tipos como el presidente que graciosa y fatalmente fue electo en este feudo del que somos sus siervos. Pero ya no había vuelta atrás y yo estaba a punto de llegar a ese epicentro cursi del consumo y la arbitrariedad. Todo sea por la fumada de la paz.

¿Qué paso cuando llegue? Bueno, busque la tabaquería recomendada por internet y al encontrarla vi maravillado la mayor cantidad de pipas que he visto nunca. Pipas carísimas, lujosísimas, de brezo, de cerámica, de arena de mar, todas salidas del salón del capitán, de un puerto en Liverpool o un palacete en Londres. Las observe extasiado y del mismo modo caí abruptamente al mirar los precios. Cerdos capitalistas. Las pipas eran hermosas, niñas bellas esperando una fumada y ellos, los cerdos ultraliberales de siempre, catapultan los precios cinco o diez veces sobre el original. Especuladores como ellos han llevado al mundo a sucesivas crisis económicas y ahora me tenían allí, mirando sus atavíos y productos de uso cotidiano como elementos de lujo. Demás está decir, que mi odio contra el sustrato dueño de los medios de producción y el capital, volvió a emerger.

Para apaciguar mi frustración, consulte por el tabaco a la mujer que atendía el local. Una mujer cincuentona, con lentes y con ínfulas de baronesa o esposa del capitán de la marina inglesa. Me pregunto por la marca del Tabaco y le respondí rápidamente: “Dunhill”. ¿Qué tipo? Mascullo, me da lo mismo le dije, solo me interesa probar esa mezcla de la que he leído bastante. Pero insistió. Así que por decir algo, le dije que buscaba la lata de Dunhill Nightcap, la lata azul que asegura máxima relajación. Acto seguido le describí una escena en la que yo podría estar tendido fumando ese tabaco mientras mis sentidos se esfumaban entre la espesura del humo. Me pidió que la esperara, pues en vitrina no tenían nada de Dunhill, pero aseguro tener algo en bodega. La espere y volvió a los cinco minutos con un montón de tabacos en sobre (pouch para los iniciados). Me dijo que la marca Dunhill había dejado de exportar las emblemáticas mezclas para pipa, pero en cambio, aparecieron en el mercado un sinfín de productos alemanes, daneses y sobretodo holandeses. Véalos me dijo.

Ni siquiera me demore un minuto en notar que cada sobre podía encontrarlo fácilmente en las inmediaciones de Plaza de Armas, en el Portal Fernández Concha por ejemplo, en el Paseo Matte o en Huérfanos. La diferencia estaba en que la tabaquería del Parque Arauco era infinitamente más cara y para colmo de males, a la salida no tenía ni un miserable local de completos pa’ comerme un tomate palta y volver a la realidad.

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