lunes, 14 de noviembre de 2011

La isla de Cemento (o la tragedia posmoderna de J. G. Ballard )

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A.- J. G. Ballard escribe sobre un pequeño burgués que se pierde en la ciudad. Están los autos, los edificios y evidentemente las carreteras que serpentean el abismo con especial arrogancia. El personaje es un tipo cuya doble vida impregna en su ejercicio cotidiano de sobrevivir una singular paranoia, esa que recala en los otros como exclusivos agentes del mal. Lo correcto sin embargo, es hurgar en la propia conciencia, no ya en la alteridad omnipresente de los accidentes y los gestos sino en la responsabilidad del estancamiento.

B.- Nuestro hombre choca. No va rápido, no pisa el acelerador lo suficientemente fuerte como para desintegrarse contra un muro, solo choca a la velocidad justa, la única que le permite a un homo urbano, sobrevivir y al mismo tiempo quedar varado en los límites de una isla de la cual es soberano absoluto.

C.- No hay archipiélagos a la vista, solo redes de concreto y asfalto mediando entre lo propio y lo ajeno como las boyas que delimitan ese peligro inminente que es hundirse en el fondo del mar. Ballard lo sabe. Maneja muy bien la política de los ahogados, la adrenalina que fluye por el cuerpo de quien linda con el abismo. Entonces, el autor muestra su carta bajo la manga, esa que es al mismo tiempo la premisa fundamental del libro: Quien se pierde, quien se ahoga, quien sucumbe en los terrenos baldíos de sus dominios, estaba predestinado a hacerlo. Como en una tragedia griega con la salvedad que es ahora, “el individuo” y no los dioses los interlocutores de ese destino.

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