jueves, 1 de diciembre de 2011

Cazando al animal literario: El caso de Foster Wallace.

david-foster-wallace-with-friend-by-marion-ettlinger

A.- Leer a Foster Wallace es algo parecido a tallar un poema en los durmientes de la línea del tren con el tiempo a la contra. Hablo de escribir un poema cuando tienes  al tren en frente mirándote con ese ojo inmóvil que se confunde con el sol o con el mentado túnel después (o antes, o en el preciso momento, aun no lo entiendo) de morir.

B.- Curiosamente hoy comprobé que el sonido de un tren, ese tremendamente estertóreo que azota hasta los pájaros, no se escucha cuando tienes los vagones a diez metros.

C.- Sus cuentos son una miniatura estilizada de la desesperación, una maqueta perfecta del desapego absoluto al american way of life. El niño que mira a su padre y se da cuenta que no quiere ser como el, no por su trabajo, no por su casa ni por su auto, sino porque  vivir para eso y que todos vivan para eso, es el problema. Un asunto irresoluto e imposible. Dichos síntomas prematuros están en la gran mayoría de sus relatos editados en Extinción, y reflejan a la larga la visión que probablemente le llevo a quitarse la vida antes de tiempo. Por lo menos para los lectores así fue: antes de tiempo.

D.- Pero Foster Wallace no es el típico yonqui y beat nihilista que habla permanentemente del desasosiego. Wallace es un cultor de una terminología técnico-literaria envidiable que acopla a sus relatos con una naturalidad pasmosa. Es imposible no recordar, por ejemplo en el cuento del niño sabio del paleolítico, los ejercicios de estilo de Raymond Queneau o acercándonos un poquito a Chile, ver en la prodigiosidad de la narración esa imagen casi arquetípica y fundacional en la que Rodrigo Lira declama un furioso poema frente a Enrique Lihn que solo atina a sonreír. Wallace es entonces un animal literario como pocos. Y al igual que Rodrigo Lira, quizás su suicidio representa una contemporización respecto a aquella idea también patente en uno de sus relatos. Las palabras dice Wallace no sirven de nada, todo lo que pensamos resulta imposible de expresar o bien, cuando es traducido a ese lenguaje fonético al que llamamos idioma, lo pensado, lo sentido, lo vivido, desaparece ante la imposibilidad del calco.

E.- Esa es mi hipótesis: Es simple, un hombre que lucha por dominar sus palabras, un hombre que sueña con amaestrarlas y convertirlas en los objetos con los que puede representar sus deseos, un hombre que habla con un psicoanalista solo para derrotarlo a través de la palabra y que luego, cuando lo logra, cree o siente o piensa, que ya está todo acabado. Algo así como el juego que damos vuelta en nivel experto. ¿Qué mas queda después de eso, para quien ama el juego de las palabras?

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