miércoles, 20 de enero de 2010

Tokio Blues


El día 14 de enero, un día muy significativo para mí, terminé de leer Tokio Blues de Murakami. El libro, que lo había empezado a leer cuatro días antes, lo busqué por cielo y tierra en bibliotecas y en internet. La verdad, es que ya sabía donde encontrarlo, sin embargo, su costo me pareció abusivo, así que hasta entonces, preferí el camino de la piratería cibernética y la finta a los derechos de autor. Pero no resultó. Demasiadas páginas para imprimir, y al mirar la portada de la edición de Tusquets, decidí que lo mejor era ir por el original al precio que fuera. Eso hice y luego como apesadumbrado por un cargo de conciencia (un cargo de conciencia que probablemente no sea nunca el de un Ingeniero o un Abogado) de saberme culpable del delito infringido a mi presupuesto mensual, deje el libro de lado, mirándolo a veces con más sentimiento de pena que de una necesidad pura y exculpada de todo cargo.

El hecho es que concluí Tokio Blues el 14 de enero. Más de doscientas páginas solo ese día, divididas entre el metro (trayecto Bellavista La Florida – Pedro de Valdivia) el Parque de las Esculturas, y unas pocas paginas restantes, ya de retorno en casa. ¿Qué puedo decir del libro? Nada que no se pueda decir de un libro que te permite borrar del mapa a una veintena de niños jugando en una pileta, mientras te lees doscientas páginas de un tirón. El libro es como dice Fresán, adictivo y la narración de Murakami es hipnótica.

Debo admitir que sentí ganas de llorar cuando surgieron algunas escenas acompañadas por la música de los Beatles, especialmente por Norwegian Wood, mientras Naoko y Watanabe, los protagonistas de esta historia recuerdan paisajes de su pasado y entre ellos, pequeños detalles iban dando forma a una remoción delicada de esos escombros que atesora la memoria.

Lamentablemente no tenía un lápiz a mano para subrayar algunos pasajes, no obstante, el día anterior marqué uno que me llamó mucho la atención, en parte por esa imagen connatural que algunos occidentales tenemos de Japón y la cultura nipona, y también, por el hecho de pensar primitivamente algo que de seguro pasan por lo menos una vez al mes en uno que otro canal tipo National Geographic. Hablo de la estructura de una luciérnaga. Su estructura y esa suerte de epifanía insignificante bajo la oscuridad.

“Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.”

Con este libro se me han venido imágenes o recuerdos de imágenes relativas a la lectura, al poder de la lectura, a esa fuerza envolvente de leer sin querer despegar los ojos del libro y alejando de él, todo rastro de tiempo y condiciones objetivas (entre ellas, el libro mismo.) Recuerdo la primera vez que comencé a familiarizarme con el placer de la lectura. Leí que un historiador chileno (Jaime Eyzaguirre) se topó con la decadencia de Occidente de Oswald Spengler y que dicho hallazgo le obligó a no pegar un ojo en toda la noche. Lo mismo me ocurrió antes de ayer, mientras con mi polola veía la película “El día en que Nietzsche lloró” y el psiquiatra Josef Breuer, pasaba la noche en vela leyendo las obras de Nietzsche. Siempre quise vivir eso. Incluso he sentido envidia cuando he escuchado que alguien toma el Capital de Marx y no lo suelta hasta el día siguiente. Y digo que este libro me recuerda todo este poder mistificador de la lectura, porque el me ha otorgado ese placer, el placer de deshacer el papel y la tinta y luego quedarme a solas con una historia sencilla, pero con tantos detalles como los hay en una canción de Miles Davis, quien a propósito también es parte de la historia de Watanabe, del mismo modo de Ornette Coleman y Thelonius Monk.

Demás está decir, que hablar sobre que trata el libro sería un crimen. Hay que leerlo, y si es posible con algo de jazz, los Beatles o la adaptación de Leo Brouwer a la obra de Lennon y McCartney. El resto es secreto. Yo sólo puedo hablar de los efectos secundarios de un libro.

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