sábado, 19 de septiembre de 2009

Disco Eterno



Mezclar la vida privada con la exposición pública, aunque de un modo calculadamente sibilino, presupone un riesgo tremendo: que quien te conozca y lea tus entre líneas, te descubra. Sin embargo, siempre queda la opción más predecible, esto es, enredar mucho más las palabras. Esconderse en una cueva o mantener un velo desde lo alto y desde lo ancho, para dejar al descubierto, sólo un hilo de voz, una mezcla entre una mueca a regañadientes y un aviso de alerta. Pero siempre, está el riesgo.

Pienso y escribo esto, a propósito de algunas imágenes, sonidos y movimientos que he memorizado, no obstante, con el impedimento lógico que adiestra la memoria, con la sumatoria de vaivenes que resultan del sueño, la impudicia de los instantes o lo que es igual, el paso del tiempo, que bien poco perdona. He visto cosas que me han llamado mucho la atención en esta fracción microscópica de tiempo.


En los cerros de Valparaíso hay distintos stencils que se hunden entre murales y pinturas de todo orden, una suerte de segunda o tercera capa de maquillaje, pienso, en el maquillaje de una puta y en la inevitable corrosión del delineador después de un puñado no despreciable de penas y porqué no, de golpes. Esos estencils, suelen abarcar un espectro considerable de temáticas. Desde el rostro de Einstein y Pinochet (supongo que emparentados por el inevitable curso del mal, y distanciados, por el azaroso recurso de lainteligencia) hasta el símbolo de Pearl Jam (Alive, como ya sabránlos iniciados), lo que indica una procesión variopinta de artistas del sprite y el molde. Entre ello, como en los sueños, como en el lenguaje mudo de los sueños, están los fantasmas, que ya sea por vocación poética o simplemente por ocio –entendámos esto último en una parada aristotélica, donde el ocio es naturalmente la potencia y el poema el ser- recorren en silencio los bares, cafés y los barrotes que penden a lo largo de los postigos y ventanas de esos caserones de “múltiples colores”.

Un primer guiño, a propósito de lo privado y lo público, lo establece una frase que rescaté de Embalse, una novela de César Aira: “uno entendía mal una palabra y se condenaba a dar vuelta al mundo, entraba en el círculo vicioso de la eternidad”. La novela que va de una familia –pero esencialmente de un hombre que forma parte, como padre, de una familia- que pasa sus vacaciones en Córdoba cuya estancia deriva en una pequeña pesadilla a medio camino entre el terror psicológico o la ficción, a momentos me parecía una polaroid de mis propias vacaciones. Se me ocurre por ejemplo, que la definición de pasado, la naturaleza más profunda de la palabra pasado, jamás, la hemos entendido bien.

Del círculo vicioso de la eternidad se desprende una galería de fotografías que avalan mis suposiciones y que inevitablemente calzo con un poema del viejo Charles Bukowski. Es un poema sobre el lugar en que nacimos. Corrijo: es un poema sobre el lugar en que nació Bukowski. Por tanto, es un poema sobre hospitales, abogados corruptos, vagabundos, prostitutas y Los Ángeles, que es acompañado por el paso errático de Bukowski entre anuncios en león y canchas de basketball desiertas. Y ese video –porque no lo mencioné, pero era de esperar- fue grabado por los setenta, pero aún está aquí y de no mediar una gran ola que borre del universo la vida sobre la tierra, estará hasta un tiempo indefinible. Lo que no se define no se conoce, lo que no se conoce es terreno yermo, un círculo tendido sobre el infinito, un círculo que es la segunda mano del infinito.


Deleuze: Aira en una entrevista habla sobre su cercanía con el mundo universitario argentino. Intuye (aunque lo más probable es que lo sepa a ciencia cierta) que su cercanía con ese mundo, tiene que ver con el paradigma deconstructivista que pregonan justamente, esos hombres y mujeres universitarios que a su vez son esos hombres y mujeres críticos que completan sus ingresos, escribiendo pequeños artículos, en diarios o pasquines de dudosa popularidad. El periodista pregunta entonces a Aira sobre los precipicios que aparecen en sus novelas. Se explica mejor y la metáfora que es el precipicio, se transforma en un quiebre, y luego, la metáfora que igualmente es el quiebre deviene en finales abruptos o cambios de dirección sin más lógica que la de lo aleatorio dentro de sus novelas. Aira, sólo se explica con desgano. Sólo responde aludiendo a la evidente rareza que habita en sus novelas. A mi me da por imaginarme un monstruo. Porque todo monstruo es siempre algo no computado. Vive en la eternidad junto a otros monstruos que son al mismo tiempo el terror encarnado, ese miedo decidido que nació con nosotros, o en el que nosotros nacimos, y que siempre se resuelve en la geometria de lo desconocido, en la frase de oro que late en la página veintiséis de Embalse (editorial Emecé, 2003) y que aparece desprovista de todo orden, de toda concatenación planificada de nuestros presupuestos, pero que de todas formas surge como una historia sobre las vacaciones en medio de mis vacaciones, y que ya sea en el prólogo o en el epílogo, no hay modo de empezar o terminar algo que es puro azar. Los cerros, las pinturas, las películas, los documentales, las formas que dibujan las gaviotas sobre Valparaíso, el corazón de un libro, el viejo boxeador beatnik que pide más vino para seguir leyendo sus poemas, el amor, las postales, las fotografías, las fotografías que son postales, la ausencia y el pasado. Y aquí está el problema. Esto de no entender el significado real de la palabra pasado. Porque sigo perdido en el disco eterno.

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