martes, 29 de septiembre de 2009

Breve paseo por La Alameda


Pasando Avenida Brasil Con Alameda, Bernardo recordó haber vivido uno de los mejores momentos de su vida. Esos que tienen que ver en parte con el azar, y también, con una marcha lenta, forzada y a regañadientes de lo que los menos escépticos, llaman destino. Eran aproximadamente las nueve de la noche, y Bernardo tenía que hacer una llamada telefónica. A su lado, un árbol antiguo incrustado en el concreto, y un quiosquero, de no más de 50 años a punto de cerrar lo que para Bernardo era un recurso indispensable: Monedas. Ya bien surtido de las viejas monedas de cien pesos, llama a su casa y le contesta su madre. Siempre con la misma voz, entre el cariño y la moderación, entre la indagación y la reprobación. Bernardo le contó que llegaría tarde, añadió que estaba bien y que no había de que preocuparse e incluso, sin notarlo (sino solo más tarde) se rió a pito de nada y reaccionó impulsivamente frente al desconcierto de su madre. Luego Bernardo colgaría el teléfono. Pensó hacerlo como en las películas. Con algo de desdén o con algo de repentina furia, pero cayó en la cuenta de que no tenía por donde. Esos sentimientos no habitaban en él, por lo menos, desde algunas semanas, de modo que llevó pausadamente y con una prolijidad casi artificial, el auricular a su sitio. Y volvió a reír. Dos o tres perros merodeaban entre vendedores ambulantes y carros de sopaipillas los alrededores de La Alameda, al tiempo que a Bernardo, Santiago le parecía la ciudad más bella del mundo. Hombres y mujeres mal vestidos y paseando ariscamente con su ceño fruncido, hombres y mujeres que se daban empellones y que ni siquiera se tomaban la molestia de voltear la cara para escrutar los rostros de otros hombres y mujeres que por deferencia a la indiferencia, hacían lo mismo. A Bernardo todo eso, sumado a los muros carcomidos por el smog, por la humedad, por los rayos del sol, por las balas y los espasmos de épocas convulsas, le parecía hermoso. La Alameda está más linda que nunca pensó, y entonces, se dio permiso – y lo haría durante mucho tiempo – para mirar el cielo, como los protagonistas de alguna novela que sin querer había leído, y vio la luna, y las estrellas, como si se tratase de un instante donde la cursilería cabía sin problemas, sin pensar tampoco, en que sentido tiene mirar el cielo desde Santiago, una ciudad donde la noche es una ficción y en lugar de ella, las luces y los neones malvenidos, iluminaban a quienes se mueven a tientas entre las micros amarillas que a esas horas, pecan de inanición. Al finalizar la llamada telefónica Bernardo se acercaría – tal como él recordó tres años más tarde – a ella y deslizaría una mirada que nacía desde temores tan anteriores como el sudor de sus manos. Le vería sentada en un banco improvisado frente al teléfono público y por un asunto geométrico o providencial, el ángulo de su mirada le provocó una extraña seguridad, una sensación de arropamiento que no sentía desde la niñez, y que solo pudo comparar con la felicidad. Porque Bernardo tenía claro que lo suyo no era andar por allí sosteniendo la mirada frente a otros ojos sin caer en una repulsa inmediata o en un acto reflejo de timidez, que lo sumía en la más profunda autocompasión. Sin embargo logró tener esos ojos que no eran los suyos y que tanto había gastado a fuerza de repasos mentales y supuestos altamente optimistas, como si ahora le pertenecieran. Eso creyó y no pudo concentrarse más en eso, cuando ella sin motivo alguno, lo besara en la mejilla, en lo que para Bernardo era su mejor paseo breve por La Alameda.

1 comentario:

Paty dijo...

mi niño.. siempre me has reconocido que ese beso en la mejilla te encantó. yo lo único que puedo decir es que nació de la dulzura que surge cuando te tengo cerca, sí... desde hace unos 3 años, casi.

:) te amo

pd: y mis ojos son tuyos