martes, 4 de marzo de 2008

Mar de Tranquilidad


De todas las estrellas, la que más me gusta es Alcor. Perteneciente a la Osa Mayor, posee un brillo tenue que de sólo alcanzarlo produce la sensación de que en realidad se ha descubierto un gran tesoro. Obviamente es imposible compararla con Aldebarán, que es una de las estrellas más brillantes y por lo tanto, de mayor alcance incluso a simple vista, ni mucho menos a Vega típica estrella boreal en la mira de marinos. Alcor posee el brillo de la ausencia, un destello tímido, el último respiro de una de las ocho mil estrellas que pueden ser vistas a simple vista, la última reverencia, de ella, una estrella oculta en medio de un sistema doble como lo es el de la Osa Mayor. Es extraña. A veces logro verla desde mi telescopio Astro Master 90EQ sentado frente a la ventana del departamento de mi polola (cuya perspectiva resulta excepcional) , pero en otras ocasiones por más que me esfuerzo, Alcor ni la Osa mayor aparecen. Sin embargo, cuando logro atraparla, cuando en un ataque de fortuna mi telescopio la detiene en el lente, pienso en la posibilidad de convertirme en un duende, en un microorganismo, o en fin, lo que sea que quepa en el lente. Las ganas de mantener a ese cielo de fondo y exponerlo en mi trastienda como un mural gigantesco pintado por muralistas invisibles, se transforman en las pequeñas picadas de mis frustraciones. Si sigo pensando en ello dejan de ser las picadas que siento cuando el agua surca el paraguas y llega hasta mi rostro un día de otoño cualquiera, para convertirse en balas. Ráfagas de balas del mismo material que las que atravesaron en el 69 a soldados norteamericanos. Disparos en medio de lo desconocido, estertores entre humedad, árboles milenarios, y siglos y siglos de persecuciones. Imagino el cielo detrás de mi telescopio, quizás del mismo modo que lo imaginó un sacerdote maya bajo los muros de sus observatorios mortuorios o probablemente del modo en que Galileo percibió el universo.

El año pasado, mientras Santiago parecía más una ciudad limítrofe que una capital, viajé al norte para cumplir con la práctica profesional de mi carrera. Es innecesario recordar que estudio Astronomía. El viaje no lo hice sólo, muy por el contrario éramos un grupo de alrededor de cuarenta futuros astrónomos que debían dispersarse por diferentes observatorios. Yo quería quedarme en La Silla, pero como al jefe de carrera bien poco le importan las aprensiones, terminé en Cerro Paranal junto a un grupo del cuál poco y nada sabía. Éramos compañeros claro, pero jamás tuvimos una conversación que sobrepasara los cinco minutos, además había algo en ellos que me causaba desconfianza y sin saber exactamente de qué se trataba, me predispuse a mantener una actitud de total hermetismo frente a mis propósitos y en general a mi vida. Es típico que en estas “reuniones” afloren las más increíbles confesiones, ya sea para bien o para mal, y como mis compañeros no tenían ni siquiera mi aprobación desde el punto de vista académico, menos podía confiarles mi forma de pensar. En total éramos cinco y la situación paulatinamente iba enfermándome. Soy un tipo tolerante, no obstante entre tanta libertad de pensamiento y laizze faire me resultaba imposible o al menos extremadamente complicado soportar sus actitudes serviles y condescendientes con el profesor que teníamos a cargo. Y es que ése, nuestro profesor, era un completo imbécil del tipo de imbécil que cree ser su antítesis, es decir, un imbécil con aires de genio o para decirlo en lenguaje científico, un huevón con piel de Kepler. Era cómo no, un tipo inteligente, pero de una inteligencia tipo, un coeficiente para nada por sobre la media y menos aun, de un intelecto temerario. Dentro de nuestra universidad, el tipo era quizás el profesor más relevante tanto por sus influencias, como por su carácter endemoniado. Era de aquellos que no escatimaban recursos para humillar alumnos desprevenidos e incluso a académicos con diferencias notorias en torno a tal o cuál tema. Su situación era desde todo punto de vista, privilegiada y parecía más bien un acorazado estadounidense en medio de Iraq que un astrónomo dedicado a la docencia. Su prepotencia era legendaria, pero su aporte en el reducido medio nacional, escasísima. Sus publicaciones no pasaban de ser análisis repetitivos y estáticos en torno a la importancia de la Estrella Polar en los cielos del sur de Chile y la archiconocida cercanía de Andrómeda a la Vía Láctea. Todo esto se resumía en su único libro “Introducción a los cielos del sur” y el resto, a coautorias y artículos que a su vez, hablaban de lo mismo. Carlos Alfonso Parra era su nombre, para nosotros un desagradable conocido, pero para el resto de sus alumnos desperdigados en otras universidades, un simple funcionario con aires de grandeza. Un don Nadie. Así que como Carlos Alfonso tenía problemas aspiracionales y delirios de genio, y en el resto de las universidades apenas era considerado, utilizaba nuestra universidad como trinchera o como la cueva de un topo orgulloso. A las mujeres las trataba como empleadas domésticas cuya virtud máxima era la organización y a los hombres, me imagino, que como trata al cajero de un supermercado o a un vendedor de zapatos. Entre las empleadas y el cajero, para él era más importante la empleada, por cuanto el orden y la organización eran bienes inexistentes y por lo tanto urgentes en su agitada vida de primer ministro de la astronomía. Todas sus ayudantes eran mujeres. La gran mayoría de ellas, soportó de los ataques de rabia de Parra. A él le encantaba gritarles e insultarlas en público, mientras más gente presenciara su muestra de soberanía, mejor para su impronta de genio neurótico. Entre los apelativos preferidos estaba el de “imbécil”, “estúpida”, “tonta rematada”, “a quien le ha ganado usted”, “¿Usted es huevona?”, “Cállate mierda”, etc. El listado es largo. Lo continuaría de no estar sentado entre unos treinta astrónomos en busca de empleo. En fin, así era nuestro profesor; un energúmeno de tomo y lomo. Pero ellos le profesaban una admiración rayana en lo insólito. A todo decían que sí, a todo asentían. Qué inteligente es el profesor, es lo mejor que tenemos, la clase de hoy fue espectacular, etc. Esos eran los comentarios de mis compañeros. El viejo les decía algo y ellos con más premura que inteligencia, obedecían in situ.

Recuerdo que durante una clase a Parra interrogó a medio mundo sobre un trabajo dado con antelación de una semana. Criticó (insultó) a la gran mayoría y felicitó casi con aplausos a los afortunados que atinaron. A mi me criticó. Yo dije algo medio rebuscado, intenté crear una relación entre el nacimiento de una estrella y la génesis de una civilización, cosa que a él le molestó profundamente. Obviamente mi relación era una idea tentativa, un proyecto o aún más primario, la posibilidad de un proyecto de investigación, por lo que él pregunto nuevamente “¿Qué?” de una forma a que hubiese valido lo mismo a que de frentón me dijera que qué huevadas se me pasaban por la cabeza, y yo le respondí lo mismo pensando en que el viejo estaba sordo o que tal vez mi lenguaje no fuera el más adecuado ni tan elevado como para que alguno de sus hemisferios cerebrales recepcionara y procesara. Le dije que tal vez el nacimiento de una estrella se asemejara al de una civilización por su inevitable radio de acción. El nacimiento de Aldebarán, entendiéndola como explosión, como fuga de gases, como desprendimiento de material, etc, alteraba el espacio, de cierta forma una estrella modifica una galaxia del mismo modo que una civilización altera al resto de los pueblos o civilizaciones que lo rodean. Además fundamente mi respuesta en relación al acto suicida de las estrellas, lo mismo que las civilizaciones según Oswald Spengler. Hable bastante pero a Parra pareció interesarle sólo una cosa. El comienzo de mi respuesta, vale decir el “tal vez”. Cómo que tal vez señor Salermo, está seguro o no, preguntó con su eterno ademán de juez de los cielos. En primer lugar su pregunta me cabreo tanto, que sólo le respondí que era una muletilla, que me gustaba decir tal vez, que yo no estaba seguro de nada, porque simplemente no podía estar seguro de lo que pasaba a miles de años luz y que lamentablemente esa era mi condición, excesivamente mundana, mortal y pedestre a la vez. Mi respuesta, como era de esperar no le pareció, pero no me insultó y me dejó seguir. Al final le gustó la otra idea. Una idea tan racional y común como una película de Spielberg.

Pasé diez días con ese profesor y con ese grupo en Cerro Paranal. Almorzábamos sagradamente y sin cambios en el menú, hamburguesas y a veces arroz. Habían encargados para todo. Uno registraba datos, otro interpretaba lo que el telescopio mostraba, otro realizaba el informe, otro buscaba información sobre lo que veíamos y yo me las batía con el marco teórico. Esencialmente lo que pretendíamos era ambicioso. Parra quería encontrar un planeta y ya se sabe que eso en la astronomía es igual que encontrar a un nuevo Tutankamon en la arqueología. Pero Parra quería dar el gran salto. Quería consolidarse y por quince minutos ser lo que aparentaba ser en nuestra universidad. Así que nos predispusimos a mantener toda la paciencia del mundo. Pablo Alarcón el más fanfarrón y a la vez el más servil de todo, creyó encontrar alrededor de treinta planetas, dato bastante curioso por cuanto los científicos como mucho, encuentran uno al año. A Parra esto le ponía la piel de gallina. Padecía una metamorfosis violenta, paso inevitable de juez de las estrellas a miembro honorífico de la gestapo. Sacando cuentas, los planetas de Pablo nos regalaron en promedio tres conversiones de Parra al día. El ambiente era tenso y el muy listillo de Alarcón parecía que se esforzaba por hacerlo más tenso con sus pretensiones de diamante en bruto.

A mi me tocaba dormir en el suelo. Habían dos camas, una era compartida por las mujeres, Margarita y Clara, y la restante era ocupada por su majestad. El frío era de temer. Ya se sabe que en el norte hace frío, pero padecerlo literalmente en cuerpo y alma es otra cosa. Me reconfortaba pensando en que todo eso duraría sólo unos días y que dentro de poco, podría volver con Carolina, mi polola. Pensaba en ella como un niño o como un anciano. De extremo a extremo. Recordaba sus manos, su sonrisa, sus ojos, su voz, su inteligencia, su boca, y me veía absorto en su pieza, en la misma de la ventana perfecta, mirando otra vez a Alcor al tiempo en que ella se concentraba en su luna y disfrutaba mirándonos arriba, en algún cráter con forma de lago disecado, viviendo sin la menor interrupción como un sueño de eternidad en nuestra Arcadia secreta. Le escribí durante varias noches. Afortunadamente llevé conmigo un cuaderno que ella misma había forrado para mi y en él, intenté delatar en parte todo lo que la extrañaba. Arranqué y boté muchas hojas de lo escrito, no porque me haya arrepentido de lo que allí puse, sino por la forma en que lo copié. Eso que los entendidos llaman estética fue una pesadilla. En mala hora se me ocurrió llevar conmigo el Ulises de James Joyce y Mantra de Rodrigo Fresán. Ambos libros abrían nuevas dimensiones y yo caí en ellas. Me pillaron distraído, así que me contagie con ese modo tan aleatorio y poco convencional que tienen en primer lugar para pensar y en segundo, para escribir. Caí en la cuenta de que ellos escribían como si los sueños salieran en el día como anatemas desvelados y se apoderaran de sus conciencias. A las dos o seis de la tarde, da igual, y esos sueños diurnos fundieran toda la realidad en un cuadro abstracto, un Escher o una película de Jodorowsky. Resultaba más sincero admitir que amaba como nunca lo había hecho y que simplemente necesitaba a Carolina a mi lado.

Cuando el plazo de los diez días se cumplió, el resultado era más o menos el que todos –con excepción de Pablo y Parra- esperábamos. No encontramos ningún planeta nuevo y en cambio nos entretuvimos mirando a través del telescopio Antu, las auroras boreales, los cráteres de la luna y una que otra constelación. Parra más que cualquiera de nosotros arrastraba una decepción de antología, cómo no si su oportunidad de ser alguien en la escena astronómica nacional se esfumaba al igual que todos los años. Su cara se veía más arrugada que de costumbre y el pescuezo se asemejaba a un alambre a punto de torcer. Sin embargo nos miraba con tranquilidad aunque la palabra correcta sería sosiego. Ya no tenía nada porque gritar, ya no había nada que evaluar, ya no quedaba nada porque criticarnos y a pesar de todo el desprecio que producía, causaba pena. Era como Marcelo, un compañero de kinder básico. Despreciable, arrogante, matón de corazón, que sin embargo recibió lo suyo una vez que entre todos decidimos desquitarnos. Recuerdo como hundimos su cabeza en la arena, como lo lanzamos sin polera por un resbalin en pleno invierno, pero lo que mejor recuerdo, son sus lágrimas rodando por sus mejillas tapizadas por arena. Ver al viejo cabizbajo me sumió en una tristeza extrañísima. A lo mejor todos los astrónomos en esencia cargan con ese rostro maldito de la decepción, con ese hilo de voz que cuelga como una lagrima y con ese mar de tranquilidad que no es en realidad el mar de tranquilidad del océano pacífico o de una bahía en Tomé, sino la perfecta y profunda oscuridad de la luna. Una luna que él y yo miramos desde lo más cerca y que de formas disímiles o demasiado parecidas en el fondo, sólo en el fondo, nos puso en medio de una interminable hilera de nombres y signos de espera. Lo efímero, lo volátil, los sueños perdidos que en realidad somos en medio del universo.


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