De todas las estrellas, la que más me gusta es Alcor. Perteneciente a
El año pasado, mientras Santiago parecía más una ciudad limítrofe que una capital, viajé al norte para cumplir con la práctica profesional de mi carrera. Es innecesario recordar que estudio Astronomía. El viaje no lo hice sólo, muy por el contrario éramos un grupo de alrededor de cuarenta futuros astrónomos que debían dispersarse por diferentes observatorios. Yo quería quedarme en
Recuerdo que durante una clase a Parra interrogó a medio mundo sobre un trabajo dado con antelación de una semana. Criticó (insultó) a la gran mayoría y felicitó casi con aplausos a los afortunados que atinaron. A mi me criticó. Yo dije algo medio rebuscado, intenté crear una relación entre el nacimiento de una estrella y la génesis de una civilización, cosa que a él le molestó profundamente. Obviamente mi relación era una idea tentativa, un proyecto o aún más primario, la posibilidad de un proyecto de investigación, por lo que él pregunto nuevamente “¿Qué?” de una forma a que hubiese valido lo mismo a que de frentón me dijera que qué huevadas se me pasaban por la cabeza, y yo le respondí lo mismo pensando en que el viejo estaba sordo o que tal vez mi lenguaje no fuera el más adecuado ni tan elevado como para que alguno de sus hemisferios cerebrales recepcionara y procesara. Le dije que tal vez el nacimiento de una estrella se asemejara al de una civilización por su inevitable radio de acción. El nacimiento de Aldebarán, entendiéndola como explosión, como fuga de gases, como desprendimiento de material, etc, alteraba el espacio, de cierta forma una estrella modifica una galaxia del mismo modo que una civilización altera al resto de los pueblos o civilizaciones que lo rodean. Además fundamente mi respuesta en relación al acto suicida de las estrellas, lo mismo que las civilizaciones según Oswald Spengler. Hable bastante pero a Parra pareció interesarle sólo una cosa. El comienzo de mi respuesta, vale decir el “tal vez”. Cómo que tal vez señor Salermo, está seguro o no, preguntó con su eterno ademán de juez de los cielos. En primer lugar su pregunta me cabreo tanto, que sólo le respondí que era una muletilla, que me gustaba decir tal vez, que yo no estaba seguro de nada, porque simplemente no podía estar seguro de lo que pasaba a miles de años luz y que lamentablemente esa era mi condición, excesivamente mundana, mortal y pedestre a la vez. Mi respuesta, como era de esperar no le pareció, pero no me insultó y me dejó seguir. Al final le gustó la otra idea. Una idea tan racional y común como una película de Spielberg.
Pasé diez días con ese profesor y con ese grupo en Cerro Paranal. Almorzábamos sagradamente y sin cambios en el menú, hamburguesas y a veces arroz. Habían encargados para todo. Uno registraba datos, otro interpretaba lo que el telescopio mostraba, otro realizaba el informe, otro buscaba información sobre lo que veíamos y yo me las batía con el marco teórico. Esencialmente lo que pretendíamos era ambicioso. Parra quería encontrar un planeta y ya se sabe que eso en la astronomía es igual que encontrar a un nuevo Tutankamon en la arqueología. Pero Parra quería dar el gran salto. Quería consolidarse y por quince minutos ser lo que aparentaba ser en nuestra universidad. Así que nos predispusimos a mantener toda la paciencia del mundo. Pablo Alarcón el más fanfarrón y a la vez el más servil de todo, creyó encontrar alrededor de treinta planetas, dato bastante curioso por cuanto los científicos como mucho, encuentran uno al año. A Parra esto le ponía la piel de gallina. Padecía una metamorfosis violenta, paso inevitable de juez de las estrellas a miembro honorífico de la gestapo. Sacando cuentas, los planetas de Pablo nos regalaron en promedio tres conversiones de Parra al día. El ambiente era tenso y el muy listillo de Alarcón parecía que se esforzaba por hacerlo más tenso con sus pretensiones de diamante en bruto.
A mi me tocaba dormir en el suelo. Habían dos camas, una era compartida por las mujeres, Margarita y Clara, y la restante era ocupada por su majestad. El frío era de temer. Ya se sabe que en el norte hace frío, pero padecerlo literalmente en cuerpo y alma es otra cosa. Me reconfortaba pensando en que todo eso duraría sólo unos días y que dentro de poco, podría volver con Carolina, mi polola. Pensaba en ella como un niño o como un anciano. De extremo a extremo. Recordaba sus manos, su sonrisa, sus ojos, su voz, su inteligencia, su boca, y me veía absorto en su pieza, en la misma de la ventana perfecta, mirando otra vez a Alcor al tiempo en que ella se concentraba en su luna y disfrutaba mirándonos arriba, en algún cráter con forma de lago disecado, viviendo sin la menor interrupción como un sueño de eternidad en nuestra Arcadia secreta. Le escribí durante varias noches. Afortunadamente llevé conmigo un cuaderno que ella misma había forrado para mi y en él, intenté delatar en parte todo lo que la extrañaba. Arranqué y boté muchas hojas de lo escrito, no porque me haya arrepentido de lo que allí puse, sino por la forma en que lo copié. Eso que los entendidos llaman estética fue una pesadilla. En mala hora se me ocurrió llevar conmigo el Ulises de James Joyce y Mantra de Rodrigo Fresán. Ambos libros abrían nuevas dimensiones y yo caí en ellas. Me pillaron distraído, así que me contagie con ese modo tan aleatorio y poco convencional que tienen en primer lugar para pensar y en segundo, para escribir. Caí en la cuenta de que ellos escribían como si los sueños salieran en el día como anatemas desvelados y se apoderaran de sus conciencias. A las dos o seis de la tarde, da igual, y esos sueños diurnos fundieran toda la realidad en un cuadro abstracto, un Escher o una película de Jodorowsky. Resultaba más sincero admitir que amaba como nunca lo había hecho y que simplemente necesitaba a Carolina a mi lado.
Cuando el plazo de los diez días se cumplió, el resultado era más o menos el que todos –con excepción de Pablo y Parra- esperábamos. No encontramos ningún planeta nuevo y en cambio nos entretuvimos mirando a través del telescopio Antu, las auroras boreales, los cráteres de la luna y una que otra constelación. Parra más que cualquiera de nosotros arrastraba una decepción de antología, cómo no si su oportunidad de ser alguien en la escena astronómica nacional se esfumaba al igual que todos los años. Su cara se veía más arrugada que de costumbre y el pescuezo se asemejaba a un alambre a punto de torcer. Sin embargo nos miraba con tranquilidad aunque la palabra correcta sería sosiego. Ya no tenía nada porque gritar, ya no había nada que evaluar, ya no quedaba nada porque criticarnos y a pesar de todo el desprecio que producía, causaba pena. Era como Marcelo, un compañero de kinder básico. Despreciable, arrogante, matón de corazón, que sin embargo recibió lo suyo una vez que entre todos decidimos desquitarnos. Recuerdo como hundimos su cabeza en la arena, como lo lanzamos sin polera por un resbalin en pleno invierno, pero lo que mejor recuerdo, son sus lágrimas rodando por sus mejillas tapizadas por arena. Ver al viejo cabizbajo me sumió en una tristeza extrañísima. A lo mejor todos los astrónomos en esencia cargan con ese rostro maldito de la decepción, con ese hilo de voz que cuelga como una lagrima y con ese mar de tranquilidad que no es en realidad el mar de tranquilidad del océano pacífico o de una bahía en Tomé, sino la perfecta y profunda oscuridad de la luna. Una luna que él y yo miramos desde lo más cerca y que de formas disímiles o demasiado parecidas en el fondo, sólo en el fondo, nos puso en medio de una interminable hilera de nombres y signos de espera. Lo efímero, lo volátil, los sueños perdidos que en realidad somos en medio del universo.
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