martes, 25 de marzo de 2008

El cigarrito que me dejaste.


Perdí el único cigarrillo que me quedaba. Según recuerdo lo dejé en uno de los tantos ceniceros que hay sobre la mesita de centro en el cobertizo de la casa. Era un cigarro a medio consumir o más bien a medio quemar, lo que provocaba cada vez que lo miraba, un respeto extrañísimo. Una adoración de locos. Fueron tal vez las horas de sobrevivencia, las canciones lentas, los libros cubiertos de polvo y a medio desintegrar, los causantes de ese respeto fetiche. Si la memoria no me falla, era un Kent y me lo regaló Patricia el día en que le pedí por favor un cigarro para controlar mi ansiedad. Me dijo que me llevase dos e incluso más. Le dije que no, pero insistió y acabé partiendo de su departamento con dos cigarros, uno en mi boca y otro en el bolsillo de mi bolso. Mientras caminaba hacia el metro miré las casas, los departamentos, los jardines, las plazoletas, el verde de las veredas. Efectivamente el lugar está muy bien cuidado, siempre veo a alguien regar el pasto o a personal del municipio barriendo las calles. Ese día barrían República de Cuba y casi al llegar a Bilbao, un camión recogía desperdicios mínimos. Dejé atrás Diego de Almagro y en esa casa esquina que a la vez es Restaurant, un perro jugueteaba con su pelota sonora. Lamentablemente la pelota traspasó la reja de la casa y fue a dar a la calle, motivo suficiente para que el perro mantuviese su cabeza entre los barrotes y mirasé fijamente la pelota. Fui yo quien la recogió y la lanzó hacia adentro y fui yo nuevamente quien frente a la respuesta inmediata del perro, volviese a tirar la pelota, esta vez con más fuerza, confiado en que el perro se mantendría contento con él único juego que le era permitido. Entonces me fui, y caminando por Avenida Bilbao dejé atrás la contemplación de viajero y aceleré el tranco. Un hombre descargaba ropa de un auto frente a una Boutique, un niño regordete de unos diez años pasó por al lado mío en bicicleta y por poco me atropella, y desde un edificio al parecer, construido en la década de los ochenta, una torre gris, opulenta, maciza como un barco petrolero hundido en una grieta, salían en tropel, unos diez o doce jóvenes. Pensé que se trataba más que de un condominio, de un centro comercial o un conglomerado de oficinas clandestinas, carnada por excelencia de jóvenes incautos y primerizos en ligas laborales. El cigarro iba en menos de la mitad y mi garganta ya picaba lo suficiente como para que el humo del cigarro, cumpliese con la labor desoladora de secarlo todo al tiempo que deja huellas imborrables, cenizas para que no se olvide jamás que lentamente algo se ha quemado.

La estación del metro estaba llena. La fila era de una extensión de más o menos doce o trece metros, siendo la pasarela que se tiende sobre las líneas del tren, un verdadero pasadizo de la paciencia. Vi a un hombre saltar la barrera hacia los accesos de los andenes y a un guardia increparlo. Vi como tuvo que devolverse, sacar su tarjeta, marcar y entrar con el rostro rojo y con una expresión doblegada por la vergüenza, la rabia y la impotencia. Y caminé detrás de él, quizás por el contagio lógico entre quienes van por la vida tropezando y tomando los caminos equivocados, los cortos caminos que resultan carreteras sin asfaltar, ripios profundos en donde los motores se funden, los tobillos se fracturan, en fin, donde todo se tuerce como el estaño. Y mi cigarro, qué puedo decir de mi cigarro. Me acompaño por el camino de vuelta, nada emocionante y fuera de lo común, pero me permitió deshacer la ansiedad y mirar con un poco más de calma el día a día, el transcurrir real de la velocidad de lo normal, los ínfimos detalles que cómo las manías relatadas por Schowb hacen de la historia, un cuerpo imperfecto, complejo, repleto de mañas invisibles. Creencias e impresiones que duran fracciones de segundos y que proclaman la victoria de la superstición, imaginar que vemos más allá, que nos adelantamos algunos segundos al desarrollo de las cosas. Apostamos o apostasiamos, por la rutina. Sería más interesante que el tipo de polera negra y ademanes toscos, no sólo hubiese saltado la barrera, sino que hubiese sacado una pistola para amenazar al guardia, y así luego contarlo, ser testigo ocular de una tarde de perros, ser el privilegiado de lo extraordinario y de ese modo no esperar las películas de Sydney Lumet, los “qué pasaría sí” de Aki Kaurismaki, no deberse a terceros que recreen al tiempo atomizado y no recurrir a los libros para vivir historias de otros. El cigarro a medio consumir perfectamente podría ser tema para una poesía, coito interrumpido, la emergencia que nos dejó impávidos y nos exhorto a apagar el cigarro. De que de cualquier forma, el Kent a medio quemar sobre la mesita de centro no es el que fumé camino a casa, sino el que prendí sentado en el sofá del living mientras pensaba en cómo sería la vida junto a Patricia. Y claro que sí, yo prefiero apagar el cigarro para pensar en la casa, los domingos juntos, el desayuno en la cama y por qué no, el gato y los hijos que secretamente imaginamos.

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