domingo, 30 de marzo de 2008

Cambio de hora


En principio Fernando se mete dentro de la cama. Se acuesta y acomoda su cabeza sobre la almohada, tratado de que la poca consistencia de ella arroje algo más que un respaldo. Así que Fernando toma la almohada y la golpea, la amasa como si fuera la cuerda recién puesta de una guitarra. Una vez que la cabeza toca la almohada, trata de dormir. Efectivamente, no puede. Piensa entonces en múltiples cosas, en un centenar de imágenes y en otro tanto de momentos. Mira hacia su izquierda y se encuentra con una luz que penetra como la incisión de un bisturí por la ventana, la mira y cree ver la forma de un lápiz, o tal vez algo más frágil y abstracto que un lápiz, cree ver que ese reflejo diamantino proveniente desde la calle y por lo tanto, desde un exterior que contiene toda la realidad, menos la de su pieza claro, se asemeja a un reloj de arena diminuto. Un reloj de arena que perfectamente podría condensar los gránulos que escapan mediciones contemporáneas, granos tan pequeños e imposibles que le recuerdan la división de un átomo. Luego, la luz se va y es como si alguien la tirase, como si ese reflejo diamantino del exterior estuviera amarrado a alguien que decidiera en un punto determinado y cronometrado de la noche, retirarla, guardarla en el bolsillo trasero del pantalón. De modo que la mirada de Fernando traspasa el umbral. En la radio suena Lee Morgan y el saxo lo transporta afuera de su habitación. La puerta cerrada en cualquier caso es un postigo que se fortalece por el sueño arruinado, desvaído, completamente infecundo. El reloj corre a la inversa. Es 29 de marzo y el tiempo se atrasa una hora. En el tiempo antiguo Fernando trata de dormir a las Tres en punto, en el tiempo nuevo Fernando trata de motejar sueños a las dos en punto. El saxo de Lee Morgan comienza a opacarlo todo. No hay medidas, no singladura posible entre la altura del saxofón y el acompañamiento del piano, aun cuando el piano vuelva a cobrar protagonismo. El saxo es como el grito del primer hombre, el estertor de quien comienza a domeñar su voz para comunicar algo; hambre, tristeza, dolor, miedo. La inclinación de la cabeza y el cuerpo de Fernando hacia el muro contiguo a su cama, la sola posición fetal de su cuerpo le parece una réplica acomodaticia del cuerpo escorado de algún vagabundo en la Iglesia San Francisco. Se siente pobre y en él empiezan a escasear incluso los motivos para despertar. Pero él no es un suicida, él odia a los suicidas, cree que son pajaritos quejumbrosos, niñitos que quizás por qué motivos –tal vez exceso de películas con final feliz, tal vez lecturas afanosas de las páginas sociales- creyeron que las cosas serían fáciles. Y es cierto, digamos que Fernando en algún momento lo creyó, con la sola salvedad que él pensó que lo sencillo iba inoculado como un polizonte en el barco de la desgracia. O para que no suene a metáfora, imaginó que todo sería igual de complicado que vivir en los zapatos de John Fante, en el horizonte fragmentado al cuál miran los hijos de proletarios, en el sino de toda una generación que se retroalimenta en el estómago del sistema , no obstante, una vez dentro podría tornearse hombre. Padecer un sueldo deficitario, levantar cajas y transportarlas ocho horas casi sin descanso, le pareció que era una buena forma de hacerle frente al disco de Lee Morgan que repetía incesantemente el mismo fragmento de la canción.

Los motivos prácticos o lo que perfectamente no es más que la circunstancia, el absurdo de lo circunstacial, le hicieron levantarse y cambiar el disco. Lo sacó de la radio del mismo modo que un zombie retira una bala de su cuello y hurgando entre el desorden de su escritorio, encontró un cede de Dexter Gordon. A Fernando le gusta lo que suena. Esta vez no es un saxo soprano, por el contrario la sensación laberíntica que otorga el saxo tenor, le va mejor a su estado de ánimo. Lo correcto sería levantarse y admitir que de sueño ya no tiene nada, y que su cansancio es un peso contrito en sus ojos, o más arriba, en sus parpados que a esas alturas calan hacia abajo, presionan como dos brazos en claro intento de ahogar a alguien. Entonces, traspasado tal vez por la gracia divina, por un favor providencial y uno de esos eventos teñidos de fruslería escatológica, se queda dormido. Se duerme sin taparse contrario a lo que podría pensarse. El escenario es una habitación, su pieza un despojo de la casa, un rincón lejano que se extrema. Cuando es verano el calor es insoportable, cuando es invierno el frío perfora los huesos. O dicho de un modo más preciso y más obvio también, cuando hace calor allí adentro el calor es el doble y cuando hace frío, resulta más acogedora la calle. Y esa noche hacía frío. Mirado desde arriba, el lugar parece una habitación de suburbio parisino. Algunos libros en el suelo, otros apilados sin geometría en su modesta biblioteca, otros sobre su cama. En esta ocasión él se duerme con El tambor de hojalata de Günter Grass. Un libro macizo y compacto. Por lo que se lee en la portada, se trata de un libro de bolsillo pero por más que Fernando trato de guardarlo en el bolsillo de alguno de sus pantalones, el resultado fue gracioso. Casi 700 páginas no caben en un bolsillo. A menos que el editor del libro haya sido un XL, un señor de buen comer y buen vivir que acostumbraba a usar pantalones que más que bolsillos, parecían anaqueles.

El libro está apostado en el extremo izquierdo de la cama y está a punto de caer. Pende de un extremo como un faquir suicida y probablemente, el ambiente de desfallecimiento que impregna la habitación le impide incluso caer. Es más cómodo el sopor, más exacto y preciso a la desidia. Y el sueño se mueve por esos derroteros. Fernando sueña que va en un bus, aunque a él sólo la siente como una micro desvencijada y apunto de estallar. La micro se mueve hacia el norte y en ella, sólo van conocidos de Fernando. Compañeros de universidad la gran mayoría y uno que otro compañero del colegio. Todos, sin excepción, le miran con desprecio, con una altanería temeraria que a Fernando le produce repulsión y resulta motivo perfecto para deshacerse de ellos. Él siempre ha tenido conciencia en los sueños, quiero decir, siempre ha sabido que los sueños en los que está metido son sueños, por lo que no tarda en montar las maniobras más irrisorias, piezas clave según piensa, para vencer el tedio del día siguiente. Cuando uno de sus compañeros de universidad se burla de su atuendo, de sus ropas descocidas y su polera una talla más grande de lo aconsejado, Fernando pregunta sobre lo indebido. Qué es lo malo de mi polera dice, con un leve rubor que le recuerda los primeros días de clase, y el compañero (uno con rostro difuso y de aspecto dantesco) responde que lo correcto sería que él vistiera un traje. ¿Un traje? Pregunta Fernando, a lo que rostro difuso responde que sí, un traje, un terno, un vestón, ropa formal, etc y así da unos diez símiles de lo que el considera un traje. Fernando responde que no lo necesita, que allá donde trabaja sólo se requiere de un jeans y una polera cualquiera, además de cierta indumentaria necesaria para protegerse en caso de accidente. Guantes de hule, botas con punta metálica y una faja acondicionada para aquellos casos en que se demande más fuerza de la que la columna pueda soportar sin ayuda. Entonces alguien ríe y luego otro, y otro, y otro. Las voces se multiplican y los cuerpos de quienes ríen mutan a abstractos mofletudos, especimenes del odio, soldados de la SS, monumentos de circo romano. Es un sueño, claro que es un sueño recuerda Fernando y arroja a uno por la ventana de la micro, a otro le da con un cuchillo que aparece en sus manos como venido del olimpo, como si ese bus fuera una Troya en llamas, y él uno de los tantos soldados que pelea por una causa que no entiende. Y les pasa cuchillos a todos. Los mata. Sueña que se convierte en un asesino que actúa por reflejo y la paz llega sólo cuando se queda sólo, él y su daga en el último asiento de un bus que no lleva conductor, carencia que a él no le importa ni menos le infunde temor. Sabe que es así ¿cuándo no lo ha sido?

Afuera de su cuerpo, en la habitación, el tambor de hojalata resbala, el disco de Dexter Gordon ha llegado a su fin, y la luz del alumbrado público cae oblicua sobre su abdomen. Mañana Fernando despertará, prenderá el computador e intentará que la hora aciaga en que él desapareció sin previo aviso, parezca sólo un sueño.

2 comentarios:

Paty dijo...

te imagino agarrando un cuchillo para matarme o con intenciones bien claras de tirarme por la ventana de un bus que sólo tiene el destino de avanzar... creo ke utilizaste la segunda opción, o tal vez la primera tbn pero siempre lanzandome fuera para dejarme en el camino que mirandose hacia atrás sólo podrás llamar "pasado".... tal vez te cueste un año -o menos- recordarme con algun gesto de asco (como el ke hiciste el otro dia cuando no se por ké se dijo "karla") y termines arrepintiendote y velando -como siempre- por tu bien y tu seguridad...
si te quisiera un poco menos pensaría que eres un egolatra o narcisista que vive pensando en que los demás están pendientes de ti, de criticarte, de burlarse de tus formas, de avergonzarte... y tu estás siempre dispuesto a dar la batalla por esa guerra inexistente porke "nadie quiere cagarte"... y aunke lo repita siempre estarás a la defensiva, escondiendote tras una armadura que nunca te permitirá ser sincero con quien busque -a riesgo de cualkier cosa- llegar a tu interior.
lo digo porke creo ke eso me sucedió.
y no se si me da rabia, pena, o me frustra de alguna manera no poder hacerte ver que no necesito que me mientas ni que me ocultes cosas...
quizás recién vinimos a darnos cuenta de lo diferente ke somos:
tú con un rechazo interminable contra los depresivos o melancolicos, y yo con mi rechazo a kienes mienten (sobretodo los que lo hacen por temor)
.

Veronica dijo...

"Y suele ocurrir que resulte difícil, y en ciertos casos imposible, distinguir entre sensación y ensueño. Por mi parte, cuando considero que en los sueños no pienso con frecuencia ni constantemente en las mismas personas, lugares, objetos y acciones que cuando estoy despierto; ni recuerdo durante largo rato una serie de pensamientos coherentes con los ensueños de otros tiempos; y como, además, cuando estoy despierto observo frecuentemente lo absurdo de los sueños, pero nunca sueño con lo absurdo de mis pensamientos en estado de vigilia, me satisface advertir que estando despierto yo sé que no sueño; mientras que cuando duermo, me pienso estar despierto." Thomas Hobbes.


ªEn un bus sin conductor, si siempre ha sido así, cuando no lo ha sido?

Saludos y buenas noches.
V.-