sábado, 15 de marzo de 2008

Prefiero las peliculas de Lynch.


Ahora que estoy cesante el tiempo sobra, aunque mejor pensado, siempre ha sobrado. Si el tiempo faltase nos llegaría la muerte, que es sin más la falta de tiempo por excelencia, una especie de imposición predestinada, un mano a mano, un pasando y pasando, un trato equitativo pero involuntario con algo que no logro comprender, Dios, el destino, el vacío, qué se yo. Ahí está la falta de tiempo. Alguien presiona el interruptor y el reloj para, la arena colma el recipiente y uno está al otro lado como si este lado fuera una película de Kubrick y el otro lado, una cinta de Lynch. Quiero decir, como si acá donde uno tiene que, solemnemente trabajar para echarse un trozo de pan a la boca las cosas funcionasen dentro de algún canon comprensible. Normalidad, estabilidad, linealidad. Y claro, ese rictus es toda la obra de Kubrick o Spielberg, una obra tremendamente tradicionalista y limpia, como todo lo que entendemos. Como la causa de la primera guerra mundial, la locura de Nietzsche y uno de los tantos suicidios ejemplares, un Cobain sujetando un revolver a la altura de su boca, un Hemingway creyendo ver por última vez una corrida de toros en España. Causa y efecto, uña y mugre. Supongo y sólo con una pequeña certeza, que asi es nuestra diminuta existencia. ¿o no Soren Kierkeegard? No.

A veces la muerte se cuela como una araña de rincón justamente allí donde tenemos algo de polvo, alguno de esos libros que dejamos tirados al borde de la biblioteca, al borde del mueble donde median ininteligibles los años luz entre el suelo y la consistencia de un libro. La muerte avanza como una regresión, curiosamente como una regresión. Pero qué delirio pensar en la muerte, qué sentimentalismo pensar en la muerte del mismo modo en que se piensa a una araña de rincón. Yo renuncio. El bueno de Lynch también abdicó. Levinas abdicó. Tolstoi abdicó. Pero antes nos pusieron su muerte frente a nuestros ojos. Sus espasmos, sus miedos, sus figuras despampanantes e incomprensibles, sus musas desnudas en la inmensidad de un campo que las hace ver tan arropadas como sólo podría estarlo una protagonista al interior de alguna novela de Tomas Mann. Lo cierto es que yo renuncié a pensar en la muerte, luego de mirarla o por lo menos, tratar de mirarla a través de un puñado de silencios. De vez en cuando, lo que se detenía era el corazón, como al comienzo del sueño americano, ese prodigio de somnolencia que plantea Mailer y que arroba una persecución del recuerdo sobre el corazón, la inmanencia de una voz sobre el hecho indiscutible de un cadáver en manos del forense. Y otras veces, la mente dejaba de funcionar a propósito de esa redención tan oriental, tan fabulosa, de las vísceras, y las tripas lo embadurnan todo con su profusión de sensaciones, los apetitos, el terror, la simpleza de ver toda una vida en el mismo segundo en que el cuchillo atraviesa el corazón. Veo a Martin Mantra pensando en su mundo como quizás lo haría Philp K. Dick pero de un modo perfectamente conciente, imagino a Petronio escribiendo su Satyricon luego de mantenerse un día entero haciendo el amor sobre la tumba de Arquimides y por último me veo a mi y al amor de mi vida, unidos eternamente como en un primer plano de ciencia ficción. Yo prefiero esta muerte. La exquisita idea de verme sin nada, desnudo, tirado en medio de una playa junto al pequeño de Truffaut, claro que junto a Patricia mientras ella dibuja con sus pies la palabra infinito, o sin más precaución que la de bordear las olas, un circulo perfecto donde quepamos ambos sin posibilidades de escape, mientras afuera, el tiempo se desdibuja en el ir y venir que desde siempre a impulsado al mar a tragárselo todo.

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