domingo, 2 de septiembre de 2007

Turbulencia

1.- Claudio

Desde muy pequeño, Claudio mostró una impresionante habilidad para escribir y ya a los ocho o nueve años escribía su primer cuento, una breve historia de un hombre sin obligaciones que se la pasaba todo el día mirando desde el octavo piso, lugar en donde quedaba su departamento. Se trataba de un hombre sin vida aparente, totalmente cansado y harto, pero sin ningún tipo de problema que lo apremiara. Así lo describió Claudio a los ocho años. El final del cuento en cambio, era de mayor optimismo básicamente porque en la imaginación infantil de Claudio, la idea de volar era una realidad promovida principalmente por sus sueños diarios de hombres pájaros y superhéroes que disputaban un cetro mundial con Superman. Un Superman viejo, flaco, con barbas espirales y con un traje lo menos ceñido posible a su cuerpo. Sin duda se trataba de un Superman poco convencional.
La solución para el protagonista del cuento de Claudio entonces, pasaba por el vuelo seráfico de un hombre desaliñado cuya vida respondía sólo a un instinto vago de supervivencia. Y para él, para Claudio y para su hombre del octavo piso, todo pasaba por el riesgo que dadas condiciones favorables inexistentes, es decir, comprobada la fatalidad de su suerte, lo único que resultaba aceptable era probar con la fortuna de quien a lo largo de toda una vida, no ha visto si quiera la mueca del genio en la lámpara.
En resumen, el cuento concluye con el hombre destrozado en el suelo y Claudio muy solícito a la hora de detallar el final, describe con prolífica disciplina de medico castrense, las vísceras, los huesos quebrados, las astillas del cráneo sobre el felpudo marrón con letras blancas "welcome" y el corazón caliente de David -es primera vez que da el nombre de su protagonista- que increíblemente saltó del pecho una vez que el cuerpo dio duros botes en el suelo.

2.- Simón

Simón Fernández al igual que Claudio, poseía ideas similares sobre el destino de un hombre solitario al interior de una casa. Pero lo de Simón o Simonky como le llamaban en el pabellón nº3 era algo distinto. Huérfano a los cinco años, pasó a un orfanato de niños hijos de militares, puesto que su padre había ejercido como coronel hasta el día de su muerte, precisamente el día anterior en que el niño Simón entró en la casa de acogida. Su madre lo abandonó luego de enfrascarse en una pelea con Federico, su padre. Muchos comentan que el Coronel tenía problemas de carácter y era extremadamente frecuente que llegado los viernes, emprendiera con golpes e insultos sobre su mujer. India mal parida, floja de mierda y chola asquerosa, gritaba Federico mientras calentaba la hebilla de su cinturón con la única llama buena que tenía la cocina. Y la golpeaba, la azotaba incansablemente como si su odio fuera una reencarnación, un pesado karma de siglos y como si su cargo en el ejército lo facultara para una disciplina espartana al interior de su hogar. Como si su mujer y su hijo, fueran enemigos de estado, rebeldes o montoneros cargados con armas.
Pero Maria González se cansó y se fue, pero no sin antes, tomar justicia, y adelantándose a la golpiza del fin de semana, clavó el viejo puñal que utilizaba para curtir los cueros de Buey, en el brazo izquierdo del Coronelcito, todo a vista y paciencia de Simón quien luego oyó un estruendo como un trueno sin lluvia, y un grito sofocado que blasfemaba contra su padre. Luego vio salir a su padre con su mano derecha sobre su brazo en sangre y se largó a llorar, no por la sangre que de a poco corría como un caudal entre los dedos, sino porque silenciosamente había comprendido que su madre, su mamita Maria, lo había abandonado.
Cuando Simón tuvo que dejar el orfanato no supo que hacer, o mejor dicho, no tuvo que hacer. Sin habilidades aparentes y buenas referencias, se dedicó vagabundear por el centro de Santiago. De vez en cuando se juntaba con gente parecida a él y decidían hacer algo grande, entraban a la fuerza en una micro y robaban todo lo que encontraban. Uno se encargaba del chofer y el resto, tres o cuatro aproximadamente, se dedicaban a recolectar lo que a los pasajeros les correspondía entregar. Así, Simón descubrió y aprendió a utilizar sus primeras armas de fuego con tanta prodigiosidad, que al cabo de dos meses ya había asesinado a unas tres personas, dos de las cuales eran miembros de la banda y que a juicio de él, estaban de más.

Nunca cayó preso y cuando estuvo detenido, fue en el psiquiátrico. El doctor Morales, un viejo psiquiatra con bigote engominado y barba con forma de chivo de ritual sectario, diagnosticaba severos problemas de personalidad con ataques sicóticos. Violencia inusitada decía su ficha. Pero Simonky no entendía nada de eso y cuando salía de ese horrible lugar apostado en Avenida la Paz, volvía a lo mismo, es decir, a las calles, a los amigos y a su revolver preferido. Para él, todo era extraño y no entender mucho de lo que vivía lo traía sin cuidado. La vida es así, se decía, sólo entendemos un pequeño porcentaje de lo que nos sucede, quizás yo entienda un poco menos, pero eso a veces puede ser una ventaja.

3.- Claudio

Claudio aprendió a vivir en la soledad de su personaje inicial. Sus padres que trabajaban prácticamente todo el día, lo trataban muy bien y como buen hijo único, recibía todas las atenciones posibles. Y qué decir de sus abuelos, cuya profusión de afecto parecía inconmensurable. Los fines de semana ellos llegaban con chocolates, juguetes y ese regalo tan extravagante a juicio de ellos, que resultaban ser los libros que Claudio leía. Entre sus favoritos estaban Julio Verne, Asimov, Doyle y más tarde, Philp K. Dick. Porque K. Dick, decía Claudio ya a los dieciocho no es para niños.
Encerrado en su pieza color marrón ladrillo, Claudio leía y escribía incansablemente todo lo que podía digerir o expulsar. A los veinte comenzó a participar en concursos de poesía y cuentos breves de distintas instituciones y revistas, y los ganó casi todos, exceptuando un par en los que concursó con cuentos y poemas sobre la muerte y el desamor. Para él, su mayor poema era "Contorsión", un poema libre rebozante en ideas metafísicas sobre la historia y el origen del amor y el odio. Una pretendida evocación a Parménides que en su verso final doblegaba el destino, de un personaje muerto.


Y si las horas fueran
Los centauros que tras su paso
dejan el polvo
que no es sino
el origen
y el final,
se comprendería mejor
que para Orfeo le es imposible
no mirar atrás,
porque el tiempo es la mentira
que pasa
y el polvo la verdad que queda
inmortalizada en un cuerpo
que no es el nuestro.
Un cadáver que viaja por el subsuelo,
al mismo tiempo
que leo los primeros versos de Homero.



El jurado dijo que era un buen poema, por el hecho de que narraba dos historias en un sólo tiempo. La del lector contemporáneo que lee a Homero, y la del popular mito helénico siempre, en un mismo plano temporal, un plano que oscila entre el más acá y el más allá. Sin embargo, Claudio no pensó eso y él se concentró en ambos planos considerándolos como uno. Lo mismo hacía con todo lo que llegaba a sus manos. Era capaz de zambullirse en una historia a penas leía el título y cuando la relación era más o menos familiar con el autor, esto es, cuando ya había pasado por sus manos uno o más libros de él, era posible decir que Claudio se transformaba en un apostata y lo dejaba todo, sólo para dialogar con su autor. Buscaba el otro lado, el de Hemingway, esa parte fantasmal de los cuentos y las novelas y trataba de impugnarle al autor pequeñas referencias sobre los derroteros de la historia. Y así se la pasaba la mayor parte del tiempo, entre sus cuatro paredes adornadas con un Duchamp, un Miró y un Rivera. Y cuando no leía, miraba el Duchamp y se quedaba absorto en esas figuras nuevas, en esos trazos inexistentes que lo llevaban a pensar también otras formas, que de forma perentoria debía conciliar obligadamente con las ya conocidas. Su ciencia ficción no era la mejor.

4.- Simón

Cuando vino el golpe de estado o el pronunciamiento militar del 73 en Chile, para los que aseguran que la población estuvo totalmente de acuerdo con la medida, a Simón lo pillaron con un arma en la mano asaltando un kiosco en Avenida Recoleta, pero los milicos pensaron que era un militar encubierto que estaba descargando plomo contra los comunistas parasitarios, así que no sólo lo dejaron, sino que además le ayudaron y dispararon contra la señora Graciela de sesenta y dos años que a la fecha, tenía tres nietos, dos hijo y una hija embarazada que sin saberlo, era detenida en Independencia.
Simón sólo atinó a sonreír y luego dijo, que el se encargaba del huevón del techo, a propósito de un hombre que al ver la escena gritaba en tono irónico y rabioso "esos son mis generales valientes, ahora cantemos el himno nacional". Y así le dio medio a medio entre ambas cejas.

Y los disparos no dejan ese hueco perfecto que se muestra en las películas de hollywood, un disparo deja una masa deforme y recalcitrante esparcida por todo el suelo, como carne molida, órganos semi muertos palpitando en la acera. Algo así es lo que recordaba Claudio, al evocar una lectura de Ricardo Piglia, en el 2003, cuando por la televisión daban un documental del año setenta y tres, y Claudio miraba a ese hombre flaco y moreno con una admiración, casi teatral.

En ese momento, supo que toda su vida había sido una mierda.

La historia de cómo se encontraron Claudio y Simón es incierta. El doctor Morales que fue quien autorizó a Claudio a visitarlo durante la hora libre, dice que cuando él lo vio entre el resto de los internos, esbozo una sonrisa cómplice e incluso esa situación, lo hizo pensar en cierta patología incipiente en los ezquizoides del siglo veintiuno. A pesar del tiempo a Claudio no le costó encontrar a Simón. Estaba aun más flaco y con un aspecto de sobreviviente de Hiroshima o Nagasaky. Había manchas cafés en su piel que se extendían incluso a su cabeza, donde sólo había unos pocos cabellos desmarañados y peinados de una forma ridícula.
Simón lo vio pero no asomó ningún rastro de reconocimiento, ni siquiera esa intuición propia del paranoico, ni siquiera ese sentimiento de persecución que tienen los que han hecho algo mal, los que matan, los que violan, los que sonríen con el peso de la desdicha. Bueno, probablemente eso era una ventaja.

*


* Este cuento no tiene final y la razón es muy sencilla. No soy capaz de hacerlo. Sólo sé que hoy, soy incapaz de todo. Soy lo que algún día fuí en esos instantes helados donde lloraba con las frazadas en mi rostro o con el sonido de la pileta calándome los huesos haciendo de sangre en mis venas. En ese momento mi sangre, mis huesos y mi cuerpo estaban en otro lugar, en un oscuro y frío campo, bien bien lejos. En el sur junto al mar en el que seguramente me ahogué y sobreviví con la ilusión de estar vivo.

1 comentario:

Paty dijo...

"se introdujo entre las sábanas y se abrazó a ella con desesperación, enroscando los brazos alrededor de los de ella, atenazando las piernas de la mujer con las suyas. No era pasión, sólo el frío de una noche de invierno y ella era una mujercilla-estufa que desde el principio le había atraido por su calidez y su melancolía" (Espera a la Primavera, Bandini)

dejame ser esa mujer que te quite el miedo de la oscuridad y el frio, esperemos juntos la primavera señor Bandini... ese calor de primavera que suena envidiable luego de un frio invierno, pero es un calor que no extraño, porque lo siento -siento esa calidez primaveral del sol que no arde por completo sobre el rostro en una tarde tirados en el parque-... siento esa paz que me sumerge en tus brazos cuando el tiempo es nuestro, y cuando hacemos de este invierno el mejor amanecer y atardecer de primaveras
(pero sin alergias)

te amo mucho... mi angelito lindo