domingo, 23 de septiembre de 2012

La cena

    






















Necesita salir de ahí. Necesita inventar una excusa y dejar ese sitio. Requiere de forma urgente abandonar ese lugar. Piensa en activar la llamada falsa de su teléfono y pergeñar alguna historia. Que olvidó realizar un trámite impostergable, qué dejó la estufa prendida, que su brazo izquierdo lentamente comienza a dormirse y siente pequeñas puntadas en su corazón. Pero es difícil porque todos hablan de lo mejor. La conversación es sin duda animada y se mueve frenéticamente por derroteros que abarcan desde el caso Rosewell en el área 51, hasta la vida, pasión y muerte de San Mateo. Todos sin excepción hablan. Se tropiezan y repiquetean sobre sus propios temas. La formación del equipo de fútbol que perdió contra Colombia, la manera correcta de plantar almácigos, pasto e incluso marihuana, las diferencias entre un auto Chino y uno japonés, el caso del violador de Placilla, las cirugías plásticas de Angelina Jolie, lo poco que trabajan los profes, lo mucho que trabajan los médicos, las pastillas que se tragó Michael Jackson y la importancia del azar en el destino, la muerte de Cobain, Joplin, Hendrix y Fabián Bielinsky (este último fue un aporte de él, lo mismo que Bolaño, Caicedo y Layne Stanley), y para finalizar, obviamente la vida, pasión y muerte de San Mateo en la que la palabra fe se utilizó doce veces y la palabra razón solo una. Todos se devoran.  Y lo que tragan no es la carne que él desintegra con un pésimo cuchillo hebra a hebra mientras urde –con esas mismas cuerdas llenas de nervios- un plan maestro para simular un ataque al colón o un preinfarto, sino que esas ocho personas que conforman el mentado festín caníbal terminan por tragarse a ellos mismos, como un gesto de antropofagia elemental, un ritual aprendido y concienzudamente ensayado en otras veladas donde increíblemente todos salen vivos de tamaña ingesta.
Lleva trece finas hebras de carne de vacuno en su plato, las cuenta y las mira detenidamente. Piensa que está al borde de la locura, básicamente un mal camino  para cualquier hombre decente que quiere dar una buena impresión en una cita con viejos conocidos. Y ellos siguen hablando a una dimensión que le parece superior a la velocidad de la luz, pues a ratos se confunde y cree estar dentro del Halcón Milenario porque además pasa un garzón que le recuerda muchísimo a Chewaca. La situación en resumen, es desesperante y el ya perdió la paciencia, tanto que se despreocupa de toda prolijidad y buenos modales, y se levanta de la mesa con una servilleta en la mano. Entonces y a pesar de que pensó que su desliz podría haber pasado desapercibido (creencia fundamentada en las palabras de una ex novia que alguna vez lo insultó diciéndole que pasaba desapercibido en todos lados) Gabriel, su mejor amigo de la universidad le pregunta sobre su estado. Estoy bien dice él, con una cara que más bien señala el camino hacia la aniquilación total. Simplemente voy al baño. 
Y es allí donde se encerrará durante cuarenta minutos, tiempo en el que nadie se pregunta por él pues afuera hablan sobre las tetas de Adriana Barrientos, y sentado artificialmente en el baño, escribe como enfermo todo lo que callaba, todo lo que lo consumía y a diferencia de ellos, lo devoraba por dentro. Cuarenta minutos en los que dio gracias por el silencio, por esa condición de necesaria preexistencia y que ahora le permitía pensar en ella, solo en ella.  Y para curar un poquito sus heridas dejar en la servilleta escrito nada más que su nombre, dibujado paso a paso las vocales y las consonantes, contorneando delicadamente las curvas que pronuncian su manuscrito. Son esos minutos de valiosa intimidad los que revelan lo enfermo que se encuentra. Su estado terminal lo sitúa en un mundo que no es este ni ese otro del que hablaban a propósito de San Mateo, sino un pálido reflejo de esa vida que solo escucha en silencio, de esa vida que solo se nombra en servilletas que debe romper o tragar, tal como debió haber hecho con la carne que no tocó en toda la cena.

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