lunes, 23 de enero de 2012

Ese bello y asesino deporte.

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A diario Robert Walser caminaba horas y horas como un ejercicio de profunda sabiduría y buena salud. Recorría las cuatro estaciones, todas ellas opacadas por el frio incesante de los Alpes y meditaba con notable lucidez sobre el destino y otras perlas. Tanto es así que uno de sus mejores libros se llamo “el Paseo” y en él narraba un interesante periplo por los parajes nevados de su pueblo natal. Lo curioso es que su texto opero como un presagio, una tirada de cartas, una bola de cristal que concluyo ya no con la muerte de un personajes sino con la suya propia, sobre el blanco intenso del hielo suizo.

Pienso en eso cuando camino por Estado, por Paseo Ahumada y por Moneda. Pienso en lo mucho que me gustar agrandar las distancias evitando subirme al metro o a alguna micro. Miro además situaciones dignas de historiar. Un hombre que camina con un abrigo negreo hasta el suelo, que pasa en dirección contraria a la masa uniforme, y que además porta una pequeña radio portátil que encendida deja escuchar a un tenor furioso. Imagínense ustedes, ir por el centro de Santiago y toparse con una Opera portátil. Luego está la anciana delgada y de pelo rubio que cruza la calle arrastrando a un par de perros pudles, tal cual como en las películas gringas de medio pelo emitidas en los buses. Por algún motivo siempre son películas anidadas en el imperio de la banalidad. La ultima que vi por ejemplo, trataba de una estudiante que luchaba por ganarse un puesto en el grupo de porristas de la Universidad.

En tanto, caminar es un deporte sano, el único que practico con absoluta comodidad y felicidad. Camino por Estado y me conmueve una viejita que limpia las mesas de un local de comida rápida. Es veloz, gentil y por supuesto bien intencionada. Ofrece más de lo que su labor demanda y eso me hace pensar en el elemento subjetivo del trabajo. Vuelvo a Marx y a sus conjeturas clásicas sobre la enajenación, la objetivación y los fetiches. Tengo a una señora de unos setenta limpiando mesas y por otro lado a un Marx joven intentando convencerme que lo que hace la anciana es trabajo alienado. Quisiera tanto capitular.

Al seguir por las calles de este Santiago esquizoide, veo a los típicos travestis, veo como al pasar entre la gente, al menos nueve de cada diez voltean a mirar ¿mirar que? La irrupción de otra realidad en un centro que conserva su eje en el puritanismo hipócrita que nos lego la iglesia católica castellana. La misma que condenaba a Pedro de Valdivia por vivir en concubinato mientras el primer arzobispo de Santiago sacaba la cara por la apostólica romana con una que otra mujer. Los travestis quebraron el espacio y mientras unos intentan retomar su normal y desequilibrado paso, otros se sorprenden con el obrero que cuelga a unos setenta metros de altura en su afán por dejar impecables los vidrios de uno de los tantos edificios transparentes (solo en el sentido literal de la palabra, jamás en el metafórico.).

Santiago me parece un reducto miserable después de todo. Pienso en esto y camino hacia el banco, pero caigo en la cuenta que ya es tarde para eso. Todos los enclaves financieros de esa naturaleza cierran a las dos de la tarde. El resto se supone que son volteretas administrativas y burocráticas, sin embargo, veo que los bancos cercanos abren también en la tarde. A las tres y media para ser exacto, por lo que decido esperar.

Me siento en la primera banca que encuentro desocupada. Al lado mio un par de mujeres de unos cuarenta años fuman y hablan de sus relaciones de parejas. Ninguna parece conforme, una incluso menciona la palabra frustración a la que la segunda mujer responde con el termino agobio. Imagino que sus maridos no deben andar tan lejos, tanto física como moralmente. Quizás a la vuelta de la esquina, en alguna galería conversando con la cafetera de turno.

Miro el reloj a cada rato. Los minutos terminan entrando a la cámara de entrenamiento de Vegeta antes de la batalla con Cell. Son pesados y grávidos. Lamento por lo tanto no andar con alguna libreta para anotar algunas cosas o con un libro para leer algunas otras cosas.

Decido entretenerme mirando a la gente, inventándole historias como los personajes de Benedetti o Cortázar y finalizo mi juego con un breve recuento: de diez, siete eran proxenetas o macarras, y los tres restantes, estafadores bien vestidos. En ese Santiago estaba yo, sentado frente a un banco que no abriría y mirando a la gente como lo que debían ser. Pero a mi también me miraban. Imagino que mi barba, mis vueltas alrededor de la sucursal bancaria y mis continuos exámenes a mi reloj habrán sugerido que yo era alguna especie de terrorista fundamentalista o anarquista. Mi bolso obviamente era una confirmación de la regla y allí en vez el montón de documentos arrugados que traía, portaba explosivos, cuerdas y una que otra arma para liquidar a los mirones. Pensé en esto y decidí armar un plan que consistiría esencialmente en volar el banco y de pasada quemar todo el dinero como Plata Quemada de Piglia. Me fije en los puntos débiles del edificio. En primer lugar en su estructura inestable y extremadamente ornamental, poco solida y poco imponente. Solo un paquete de dinamita. En segundo lugar, puse mi atención en el guardia a quien no vi en ningún momento tal vez por su horario de colación. Eso haría las cosas más simples. Y finalmente me detuve en la salida de emergencia que posibilitaba la confusión y la histeria colectiva de los pasantes.

Cuando tenia todo listo para volar el banco me di cuenta que antes necesitaba hacer mi trámite. Solicitar mi crédito hipotecario y afinar los detalles de mi cuenta corriente. Algún día entonces, podre darme el lujo de subir a la montaña a hablar con los animales y contar la buena nueva del superhombre, del nihilismo, de la transmutación de los valores y de las ecuaciones sobre el bien y el mal. Antes de eso debo seguir caminando y esperando.

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