sábado, 21 de febrero de 2009

Mi patria.

Se me ocurren todas las palabras del mundo. Hay idiomas que desconozco, significados que escapan como si yo fuera leproso y ellos, ángeles de dios forrados con lienzos blancos. Pero aun así, no me pregunten cómo, se me ocurren todas las palabras del mundo. Probablemente sea la música y los instrumentos, o las historias que recuerdo desde mis sueños, los pozos negros, las caídas libres y el dolor en el estómago tragándome la boca, quiero decir, mis sueños y sus consecuencias terribles. Eso de ser devorado por mis fobias (el libro Krsna, la suprema personalidad de Dios, edición de 1976) de serpientes inmensas que habitan sin extrañeza entre hombres y mujeres, hombres y mujeres que por lo demás, palidecen a través de colores deslavados y que en el mejor de los casos, conservan un tono damasco para el festín de los demonios. Y no es eso, no es que vuelva a congeniar con las tardes de lecturas desordenadas, no es que tome el tomo de Krsna o el pan de los años mozos de Henrich Böll, es solamente que estoy entrampado en la nostalgia, en mi propio teatro voraz donde aparecen todas mis aficiones amenazadas por mis fobias (más que serpientes, colores). Pero tengo especial nostalgia por esos “años mozos” que en realidad no son años y que por culpa de mi categorización imprudente de las palabras, tampoco son mozos. Son, a punta de verdad, días claros. Días donde sólo quedaba guardar unas cuantas monedas y tomar la primera micro con destino al centro de Santiago. Ir a Pedro de Valdivia o al Paseo Bulnes. Ir a buscar pasto para arrancarlo con la manos leve e imperceptiblemente, porque entonces, las manos se movían independientes del resto de mi cuerpo (manos inteligentes les llamábamos) y sin mayor dilación, rodeaban tu cara mientras besaba tu cuello, tu boca, tus orejas. Tengo nostalgia de ir por un helado, sólo por el gusto de desafiar la ley de la gravedad, el calor y la torpeza de mis manos que a veces, no eran tan inteligentes. Digo: sin tu piel carecían de toda astucia.
Extraño un sin fin de cosas, no porque ya no estén del mismo modo que no están personas que amábamos y que por culpa de cuentas con lo inevitable, hoy no están. Sino que como cosas (las cosas nerudianas tal vez) que desaparecen porque se cambian de lugar y que por puro amor, tratamos de hallar de cualquier modo. Tengo ganas de escribir un cuento sobre algún científico alemán de posguerra y exiliado en Chile. Le pondría Karl Von Friedman. El delgado y arruinado Karl Von Friedman, inventor de temporizadores peligrosos pero eficaces que en casos de emergencia, sirven para desplazarse de un sitio a otro en a penas un par de segundos. Y el cuento seguiría con las variantes obvias de un encrucijada romántica; dos amantes encuentran la tumba de Friedman y en ella (bajo un florero sin flores y repleto de hormigas) el mapa del temporizador. Sin embargo, no se me ocurre nada más. Es una mala idea pienso, una desastrosa idea que me impide concentrarme, porque no puedo negar la persistencia de los nombres de la pareja. No puedo dejar de escribir (mentalmente y con una pluma untada en tinta) que esos nombres corresponden a los nuestros y que en algún lugar del mundo, existe la herramienta justa para desaparecer y reaparecer uno al lado del otro, como debiera ser. El metro, una micro o unos cuantos pasos desde un extremo a otro, la posibilidad en fin, de caminar y mirar el reloj, y con ello, saber que estás cada vez más cerca, que falta poco para llegar a San Ignacio o menos aun, para doblar a Jorge Matte y tocar el timbre en espera de que no respondas, y que en cambio, calles todas las palabras del mundo que se me ocurren para decir que te amo con un largo beso y un abrazo definitivo, el abrazo de quien vuelve desesperadamente a su patria.

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